Este texto corresponde a la serie Cuentos ancestrales
cap.
– Maestro – le dijo Sergei mientras preparaban las tintas que habrían de servir para trazar el diseño básico en la alfombra de rafia -, casi no has comido y bien que te gustaban las compotas.
– Me siguen gustando, Sergei, lo que ocurre es que a veces se me cierra el estómago.
– Eso a mí me sucede cuando estoy triste.
– La tristeza es un estado de ánimo que no pocas veces procede de secreciones interiores. Su origen puede ser biológico o químico. Pero otras veces es el estado de ánimo el que activa esas glándulas.
– Maestro, antes no solías dar tantas vueltas. Nos contabas un cuento y nos llenabas de luz. Pero, claro, he dicho nos contabas y ahora sólo estoy yo.
– Sergei, antes de llegar Ting Chang, tú ya estabas aquí para atenderme. El Abad te había dado este puesto ya que ni querías ser monje ni tenías las ideas muy claras acerca de lo que pretendías hacer en esta vida.
– Sí, Luz del Otoño, yo también creí que estaba de paso pero, ya ves, la liebre se asentó por un tiempo. Desde que salí de Mongolia, adonde mis padres habían emigrado desde Siberia como sabes, yo buscaba alcanzar la fama, correr aventuras y conocer mundo.
– No le des más vueltas, Sergei. Cuando llegó el joven doctor aportó un chorro de paz y de serenidad, tenía y tiene una grandeza interior que se refleja en todo su semblante. Era saludable y alegre. Daba paz. No necesitaba hablar para expresar su estado de ánimo. Y nos hizo mucha compañía. Pero aquí estaba de paso y yo sabía que necesitaba asentarse para afrontar lo que el Cielo le deparase.
– Ya, pero todos creímos que regresaría a su tierra para practicar la medicina. Pero este bombazo de ser llamado por su padre, el todopoderoso señor de la banca y los negocios de Shangai.
– Sergei, si seguimos así, esta tinta no va a fluir como conviene. Anda, te voy a contar una historia verídica pero que algunos piensan que se trata de un cuento.
– ¿Acaso importa, Maestro?
– Un admirado sabio hindú siempre había predicado a sus discípulos que todo era ilusorio, que todo era maya, que no había que apegarse a nada y que era preciso vivir en armonía y sosegadamente. Pero un día lo vieron llorando y no daban crédito a sus ojos. «Babaji – le dijeron con profundo respeto -, si todo es ilusión y nada permanece ¿por qué lloras de ese modo?» «Lloran mis ojos y yo los sostengo porque es tan amarga la ilusión de haber perdido al único hijo que tenía en este mundo ilusorio».
– Se había muerto su hijo y, ¡claro! Pues lloraba porque lo sentía. No era de piedra.
– Algunos piensan que la perfección reside en la ataraxia, en la insensibilidad y en el desapego total. Eso es un error, una persona sin sentimientos no es un ser humano, por lo tanto, cuando hay que llorar, se llora; cuando hay que reír, se ríe. Pero sin apegarse ni al desapego. Anda, no pares de dar vueltas a esas cenizas. ¡Pero hazlo con garbo, melón!
Prof. José Carlos GªFajardo. Emérito U.C.M.