La lluvia en primavera es siempre elegía. En verano es aroma extraño y húmedo. En otoño da la razón a los versos borgianos: siempre ocurre en pasado. Y en invierno, con ella resuena la memoria.
Aunque muchos no lo crean, hay gente a la que le gusta la lluvia, y también mojarse. Yo soy una de esas personas. Al menos desde el día que aprendí en clase que hay gotas de lluvia que no llegan a caer al suelo porque se desvanecen en el aire. Desde entonces, me ha resultado una imagen bella para pensar en el fin. Incluso, muchos días de lluvia me sorprendo, como aquel niño que fui, mirando hacia arriba intentando ver ese preciso instante en la que una gota puede desaparecer. Con todo, no me engaño, nunca lo veré.
La lluvia tiene algo de poesía o, quizá, mucho. El poema por excelencia sobre la lluvia es de Jorge Luis Borges. Con unos versos finales invernales, ya que en ellos resuena, como no podía ser de otra forma, la memoria del padre. Que vuelve, como las gotas de lluvia en cualquier estación, para hacernos algo más felices. La lluvia, es cierto, tiene mucho de poesía, pero ante todo es mito porque habla de los orígenes, como nos descubrió Karl Kerényi que hacia la mitología.
Por su parte, Josep Pla se preguntaba de qué color era la lluvia. En Galicia y en Asturias –y quizá en otros lugares del mundo- saben muy bien que la hay de diferentes colores. Pero esa es otra historia. Por mi parte, siempre –vuelvo a mentir, algún día lo leí en un poema que ahora no recuerdo- me he preguntado a qué idioma se podría traducir cada una de las gotas. Yo lo tengo claro: al gallego, o en su defecto al bable o al portugués. Algunos dirán que me pueden esas voces ancestrales, pero no es cierto. Hay demasiadas palabras en gallego para referirse a la lluvia como para no pensar en ello.
Y aquí me quedo preguntándome a qué idioma traducir la lluvia, mientras sigo sin saber por qué no tengo paraguas y fuera parece que no va amainar.
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«Cae o cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado».
JORGE LUIS BORGES.