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Mientras tantoLluvia racheada en las afueras de la infancia

Lluvia racheada en las afueras de la infancia


 

 

Lo más difícil es empezar. Apagar las luces. Sentir la respiración del público. Dejar en sordina el resto de tu vida, lo que en realidad eres, lo que en realidad no dejarás de ser en ningún momento, lo que a fin de cuentas te permitirá ser otro mientras dure la representación, y que nosotros lo veamos, como quien comparte una hogaza de pan fresco.

 

Lo más difícil es recogerte en tu habitación, que hoy es la de la infancia, los extraños tiempos del colegio del Opus, el perseverante rumor de la lluvia que asociaré siempre a aquellos años que solemos bordar con caligrafía de inocencia, y a los árboles desnudos de la casa de mi abuela Emilia en lo más crudo del invierno, acenando a través de las ventanas, como si quisieran decirme entonces algo que todavía hoy, cincuenta años después, todavía no sé exactamente lo que era.

 

Nos empeñamos en repetir mantras como si fueran a protegernos de la realidad. Porque somos animales racionales en un cuerpo que nos desdice constantemente, con un cerebro que nos insta a hacer lo que no desamos o lo que sabemos que nos va a llevar a la desgracia. Ese constante “feliz año nuevo” que no nos compromete a nada, que nos permite salir del paso, quedar bien con nosotros mismos y con quienes nos cruzamos en nuestro agitado deambular como bolas de billar en el tapete azul cobalto del diminuto universo en el que nacemos, nos preparamos malament para lo que vendrá, nos enamoramos, nos adormecemos, nos equivocamos, sonreímos, nos ponemos trascendentes, nos emborrachamos, nos bañamos y nos dormimos para siempre. Nuestros, mis mejores deseos, que se cumplan todos tus deseos, y otras atrocidades. Lo recordaba Laura Ferrero ayer mismo aquí, en esta página que quiere aferrarse al viento como un trapo en medio de la tormenta. Ten cuidado con lo que desees porque podría hacerse realidad. ¿Qué pasaría si se hicieran realidad todos tus deseos? ¡Que urdiríamos otra batería para llenar el resto de la vida! Tantas fatigas. Pero acaso en eso consista la existencia. Nosotros hemos tenido mucha suerte. “Más lágrimas se derraman por las plegarias respondidas que por las no respondidas”, decía Santa Teresa. Rezamos para que Dios se apiade, y cuando se cumple lo que ansiamos nuestra fe se siente reforzada, y cuando no lo atribuimos a imponderables. O eso hacíamos cuando éramos partícipes de esa fe que ahora contemplo con una mezcla de asombro y fastidio.

 

Lo más difícil es apartarse de la ventana, de la tormenta que se abate sobre la ciudad donde nací, enerva el mar, empaña los cristales, humedece la piel de los perros, nos incita a jugar al parchís, o a encerrarnos con nosotros mismos, con el periódico de ayer que sirve para seguir leyendo hoy porque está escrito desde el exterior y en otro idioma, lejos de la guerra de trincheras en la que estamos enterrados aquí hasta los sobacos desde hace más de treinta años, con el Diario de un joven médico, de Mijaíl Bulgákov, con los poemas de Zbigniew Herbert, con el próximo viaje en tren que nos devuelva a nuestra vida y sus apariencias, a los teatros como Guindalera, Cuarta Pared, La casa de la portera y todos los que resisten el estado deplorable de las cosas haciendo lo que deben, y sobre todo sin llorar, sin llorar más de la cuenta, sin llorar. Que el tiempo es resistencia: contra los dictámenes de los que insisten en que el orden natural exige dosis inmensas de injusticia, y contra la propia muerte y su gran silencio.

 

Quisiera no saber qué hacer. No saber por ejemplo a dónde quería llegar con este texto la tarde del primer día del año. Sopla el viento, y Daniel Barenboim saludó uno por uno a los miembros de la Orquesta Filarmónica de Viena mientras interpretaba la Marcha Radetzky, y a esa misma hora el viento doblegaba las ramas de los árboles, la lluvia azotaba las costillas de la casa, la cubierta de los transbordadores… ¿En qué latitudes andará el carguero que vi abandonar ayer por la tarde el abrigo de la ría, la tarde del último día del año, tras un velo de niebla?

 


 

Llueve como solía llover cuando era un niño… Tengo suerte. La casa parece dispuesta a resistir el aguacero, la ciclogénesis, las palabras que los políticos y nosotros mismos esgrimimos para no tener que preguntarnos lo que de verdad importa. Porque lo más difícil es la primera palabra. La que María Pastor dice cuando, su personaje, sabiendo que padece una esclerosis múltiple, una enfermedad incurable, que la ha obligado a dejar de tocar el chelo, y que seguramente la llevará, tarde o temprano, a la muerte, se presenta ante los espectadores que no saben con qué van a encontrarse.

 

Era un domingo de diciembre. El teatro estaba lleno para asistir a una nueva representación de Duet for one, la obra de Tom Kempinski que recrea la historia de la gran violonchelista Jaqueline Du Pré, casada con el director de orquesta y pianista Daniel Barenboim, a quien tuve la suerte de entrevistar en Nueva York en dos ocasiones, y de asistir a los primeros compases de la Orquesta del Diván Este-Oeste, que fundó junto a su amigo Edward Said bajo una idea digna de echar raíces: que músicos de distinto origen y religión (árabes, judíos, españoles, estadounidenses…) aprendan a tocar juntos de la mejor manera posible a Beethoven, Ravel, Mozart, Shubert, Mahler, Wagner… Que la música sirva para volver a trazar los puentes dinamitados por la política, la religión y el resto de los prejuicios…

 

Pero no habla de eso Duet for one. En realidad las obras, las verdaderas obras, no hablan de nada. Como la lluvia. Son. Tal vez traten de, pero ni siquiera eso. Nos hacen asomarnos a un fragmento de nuestro mundo, a una proyección, una estilizada versión de lo que somos o de lo que podríamos llegar a ser o de lo que fuimos o de lo que tal vez seremos. Las obras de teatro ocurren en el tiempo. Son un acontecimiento en el sentido más lato del término. Por eso es imprescindible la presencia del público para que eso se produzca, ocurra, y el domingo en que volvimos a Guindalera el teatro estaba lleno, y expectante. Y ocurrió, vaya si ocurrió.

 

Habría que escribir un ensayo, que seguramente ya está escrito, sobre la importancia de los silencios en el teatro. Los silencios que introduce el propio dramaturgo en el texto, los que interioriza y utiliza el actor en su camino hacia la interpretación verdadera, hacia el fingimiento de una pasión que en su arte no es mentira, sino recreación, otra verdad posible; en los silencios de los que el director de escena se sirve para alcanzar el énfasis por otros medios, o para rebajar la tensión, permitir que la obra respire, que el espectador se vuelva sobre sí mismo, se estremezca, y en los silencios en los que el público se vuelve extrañamente consciente de su propia naturaleza, colectiva e individual: porque asistimos al teatro en grupo, constituimos una extraña comunión de los santos bebedores del teatro, llegados de nuestros padres, asuntos, cicunstancias, a compartir un instante en la noche de la ciudad, un instante que puede resultar estremecedor, una epifanía, como ocurrió aquel domingo de diciembre y estoy seguro de que vuelve a ocurrir en casi todas las representaciones de este Duet for one en el que Juan Pastor ha vuelto a dirigir una vez a más a su hija, María Pastor, una actriz que es un talismán, pero esta vez con un grado de riesgo suplementario.

 

Ningún arte es del todo inocente. No puede serlo. Salvo que se haga trampas a sí mismo, o a sus destinatarios, nosotros, que regresamos en busca de algo que parece superfluo y que acaba siendo de una necesidad radical. ¿Cómo convencer a los que no han experimentado jamás esa extraordinaria emoción que el teatro es capaz de destilar de lo que se pierden cuando no se exponen a ese arte tan descarnado, tan desnudo, de una intimidad tan extremada? Ese fue el silencio que se derramó sobre el teatro, pequeño, ardiente, que Guindalera ha conseguido encender en una calle lateral de Diego de León y Cartagena, en un Madrid menestral que parece a punto de diluirse por antiguos campos cauterizados por la M-30? ¿Cómo persuadirles de que acaso con esas obras descubrimos en nostros mismos algo que no tenía forma, para lo que no teníamos palabras, y que tras la representación reverbera como una conversación a la que no dejaremos de darle vueltas? Ningún arte es inocente, y Juan y María Pastor lo saben.

 

No deja inmune aventurarse en indagar en el alma y la condición humana. Padre e hija hacen en Duet for one de médico del alma y artista herida, de psiquiatra y mujer al borde de la desesperación por un revés de la fortuna que ha acabado con su carrerra, su porvenir, puede que incluso con su matrimonio. Pero es que además son director y actriz, encerrados en la sala de ensayos, buscando la forma más verdadera de recrear las emociones desmenuzadas por el talento del autor, y luego van a reproducir lo ensayado ante nosotros, camadas de espectadores que no se conocen entre sí, que son distintos cada noche, capaces de establecer una complicidad basada sobre todo en una de las formas de atención más sencillas y fascinantes que conocemos. Sin intermediarios electrónicos, sin posibilidades de distracción, solos, ante el espejo de los intérpretes, capaces de entregarse en un arte tan efímero y glorioso como el del teatro, ahí, a cuerpo gentil, un alma destrozada, un cuerpo roto, una pasión artística condenada a la nada por el decreto de la enfermedad. Eso que tarde o temprano vamos a tener que arrostrar todos y cada uno de nosotros, el fin de la lucidez, de la autonomía, de la risa, de la vida y sus esplendores y caídas. ¿Cómo lo afrontaríamos, cómo lo afrontaremos, cómo lo estamos afrontando?

 

Es la tarde del miércoles, 1 de enero de 2014. Sigue lloviendo. La luz se va volviendo difusa, desdibujando las siluetas de los chalets adosados y los árboles que se ven desde la habitación que compartía con mi hermano Miguel en la casa del Camiño da Raposa de la ciudad donde nací. Tengo que levantarme para ver el mar, pero está deslucido por una estopa de agua y niebla, ceniza de la tarde gris cobalto, lluvia que no ceja, como una canción de Navidad. Del resto de la casa llegaban hace un instante las voces de los que jugaban al parchís. Me he refugiado en mi antigua habitación, donde trataba de resolver inextricables ecuaciones de segundo grado o estudiaba la función clorofílica, el ablativo o la batalla de las Termópilas. La lluvia me conmueve, me devuelve parte de lo que fui, una idea del mundo, el calor de la casa, una falsa sensación de inocencia, el deseo de seguir leyendo. Pero ya es hora de dejarlo ir, de buscar un poco de silencio, de callarse, salir a la calle, acaso ver la última película de Sofía Coppola en el cine Ramallosa, y que el carrusel del año comience también aquí. Con su viento entre los árboles, la lluvia racheada, la ilusión de un calendario, las campanas de las seis y media, la noche y sus promesas.

 

 

María Pastor y Juan Pastor en Duet for one. Foto de Alicia González

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