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Lo caribeño en la literatura

Caryl Phillips, el aclamado autor británico nacido en San Cristóbal y Nieves, ha afirmado que no se considera parte de la tradición literaria del Caribe, y que, de hecho, duda de su existencia. Phillips ciertamente no es ni el primero ni el único escritor con raíces caribeñas que cuestiona la noción de una tradición literaria en la región. Jamaica Kincaid, por ejemplo, ha confesado repetidas veces que desconocía dicha tradición cuando comenzó a escribir. V. S. Naipaul ha llegado aún más lejos, al dirigir un ataque sostenido y mordaz a todo el entramado cultural de la zona, específicamente por la inhabilidad que ha demostrado a la hora de proveer el tipo de infraestructura intelectual que lleve a la creación de un mercado activo, al reconocimiento de figuras individuales que actúen como modelos a seguir, a la difusión de obras a través de medios de comunicación tradicionales, para así conseguir impulsar el sector. De hecho, de poder hacerlo, Naipaul ya se habría librado de sus raíces trinitarias para transformarse en todo un aristócrata inglés en su hogar en Oxfordshire. ¿Por qué será que siempre buscamos justo lo que no se puede conseguir?

 

Estos tres casos apuntan a varios de los síntomas que aquejan al espectro literario caribeño en particular, y a la vida cultural de la región en general. Aunque la realidad de las islas en el siglo XXI es dramáticamente diferente a la que vivió Vidiadhar Naipaul cuando crecía en la Trinidad de los años cuarenta, es cierto que el aspecto intelectual continúa siendo uno de los puntos menos importantes en la lista de prioridades de la mayor parte de los gobiernos del Caribe. Hoy en día, una nueva tendencia, inspirada, sin lugar a dudas, en el prolongado éxito del recientemente difunto festival jamaiquino Calabash, ha devenido en la proliferación de ferias de libros y festivales literarios en un buen número de islas, desde San Martín hasta Dominica, pasando por Antigua, Montserrat y Trinidad y Tobago. Y si bien es cierto que el elemento turístico sigue siendo trascendental en muchas de estas iniciativas, es probable que algunas de ellas logren consolidarse en sus respectivas sociedades, abriendo camino para la aparición de una nueva y más dinámica escena cultural en las islas.

 

Desligada de la condición en la que se encuentra el propio mundillo cultural en el Caribe, pero igualmente opresiva, es la percepción (externa) de que la literatura caribeña simplemente no es lo suficientemente comercial, es decir, que no vende. Pocos autores logran escapar a este estereotipo, y los que lo hacen, con frecuencia lo consiguen solo al ser incorporados dentro de categorías más amplias (como literatura afro-americana), cuya base de lectores es mayor, por supuesto, aunque no necesariamente más relevante. Hablando en términos de los grandes intocables de la literatura, solo Derek Walcott y Naipaul han conseguido esquivar este destino. Pero lo han logrado por haber sido laureados con el premio Nobel –el equivalente de la Academia a un control de calidad–. En ese orden, y no a la inversa. Por supuesto, esa regla tiene otras excepciones, pero ellas solo sirven para enfatizar la aberración vigente en casos como los de Kamau Brathwaite o George Lamming, por mencionar a dos autores de la generación de Walcott y Naipaul cuyo reconocimiento en los mercados más grandes no es tan solo reducido, sino que ni siquiera pueden ser considerados parte de la corriente dominante de la literatura occidental.

 

Aunado a esto, existe también el recurrente problema de la fragmentación, al cual, supongo, aducía Phillips cuando decía lo que decía, y que además nos remite a la siguiente incógnita: ¿Puede, acaso, un grupo de individuos, quienes, a pesar de estar relacionados por una misma zona geográfica, escriben independientemente el uno del otro y sin la menor consideración por el trabajo de los demás, conformar una tradición literaria común? Lo cual me recuerda aquella famosa entrevista que le hicieran a Jean Rhys, tras ser redescubierta –prácticamente resucitada de entre los muertos– e incluida, casi a la fuerza, en el canon literario del Caribe con su Ancho mar de los Sargazos. Le preguntaban a Rhys si se consideraba una escritora caribeña, a lo que ella simplemente se encogió de hombros. ¿Inglesa? ¡No! ¿Francesa? Otro subir y bajar los hombros.

 

Ancho mar de los Sargazos es, enfáticamente, conscientemente, poscolonial en cuanto a su tema, su tratamiento y su actitud. El libro está bien documentado tanto en relación a las realidades del Caribe que trata como a las fuentes literarias que explota. Sin embargo, en 1966, el año en que la novela fue publicada, esto no era ni novedoso ni único. Pero el trabajo de Rhys, previo a Ancho mar de los Sargazos, data del período 1924–1938. Gran parte de su obra tiene lugar en Francia y mucho de lo que escribe es, si no anecdótico, al menos basado en sus experiencias. Por aquella época, la tradición literaria del Caribe era prácticamente inexistente como tal; sí, existía José Martí en Cuba y Rubén Darío, principalmente en París, pero ambos habían escrito en castellano. C. L. R. James publicó Minty Alley en 1936, el mismo año en el que Aimé Cesaire comenzó a trabajar en su Cahier d’un retour au pais natal. Aun así, entre la estética modernista y la actitud condescendiente que caracteriza a los primeros trabajos de Rhys, hay algo clamorosamente caribeño en, por ejemplo, Buenos días, medianoche (1938), la más lograda de sus novelas.

 

Porque, en efecto, y por más que Naipaul se oponga, solo somos lo que somos. Así pues, aunque sería bastante difícil establecer los límites concretos de la categoría “literatura del Caribe”, el hecho de que exista una amplia zona gris en ambos márgenes de su perímetro no implica que entre ellas no haya un área de terreno sólido. A esta área pertenecen, sin lugar a dudas, Brathwite y Glissant, solo por nombrar a dos exponentes. Está claro que la diversidad del Caribe como región agrega niveles de complejidad a las conexiones que se pueden establecer entre sus escritores. Sin embargo, tradiciones literarias más antiguas se enfrentan a problemas cronológicos que implican las mismas consecuencias. Después de todo, ¿pueden establecerse lazos directos, incontrovertibles, entre, digamos, Irène Némirovsky y Racine; sin hablar ya de Chrétien de Troyes o Marie de France?

 

Lo caribeño en la literatura está plagado de diferencias: lenguas diferentes, lazos coloniales diferentes, alianzas e inclinaciones políticas diferentes, perspectivas, actitudes y propósitos diferentes. Sin embargo, un gran porcentaje de la literatura elaborada por escritores ligados a la región aborda asuntos relacionados con el exilio y el desplazamiento, el concepto de identidad, la exploración del rol social de la familia, de su historia y su extensión, y, en menor grado, se dedica a desenterrar detalles históricos. El club de literatos del Caribe es tan heterogéneo como lo es la región en general –tanto es así que un buen número de sus miembros no conocen, por elección propia o por ignorancia, la existencia del mismo–. Pero nadie nunca dijo que lo caribeño en la literatura debía convertirse en el lazo inquebrantable que mantuviera unida a una gran familia feliz: y lo cierto es que, juntos, Fanon y Carpentier, Jean Rhys y Junot Díaz, Danticat, Lamming, Selvon y el resto, forman una tradición que se enriquece en la misma medida en la que se vuelve cada vez más compleja.

 

 

 

Montague Kobbe es un mercenario de las letras. Nacido en Caracas, en un país que ya no existe, ha pasado una década trashumante durante la cual ha dejado su incipiente huella en Londres, Múnich y Anguilla. Mantiene una columna literaria en el diario Daily Herald de Sint Maarten y ha colaborado para numerosos medios escritos en el Caribe, América Latina, Reino Unido y España. En FronteraD ha publicado, entre otros, Jamaica, desarmando el mito y Apuntes de un desengañado por el Camino de Santiago, y el cuento La mandrágora , y mantiene, junto a Adolfo Calero, el blog Cueros y tacos. En twitter.com/montaguekobbe. http://mkobbe.blogspot.com

 

 


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