Para entender nuestro modo preferido de morir, bastaría subrayar unos pocos rasgos principales del actual modo de vivir. Y así, en una sociedad atravesada por la increencia; en un tiempo en que la mera supervivencia, al margen del valor de sus contenidos, se pregona como el valor supremo; en una civilización que ha alumbrado poderes terapéuticos o analgésicos impensables hace pocas décadas…, justamente en esta época el sufrimiento físico y psíquico carece del menor sentido salvador y, la muerte, de pocos consuelos convincentes. En correspondencia, la mayoría de los contemporáneos juzgamos lo más deseable una muerte caracterizada por estos tres adjetivos al menos: todo lo tardía, indolora e inconsciente (y los dos últimos podrían reunirse en el carácter de repentino) como fuere posible. Y, por lo común, nada más.
Hay que atreverse a mirar a fondo estos rasgos, pues tal vez no sean los que ennoblecerían nuestra muerte. Que la muerte venga lo más tarde posible ha podido ser un deseo constante en la Humanidad, aunque nunca tan intenso como hoy. ¿Pero existe una duración ideal de la vida humana? La pura extensión de la vida o el retraso en el morir deben tener un límite, el deseo de inmortalidad también. ¿O tendríamos acaso derecho a dejar sin sitio a nuevas hornadas de seres humanos? ¿Y no haríamos mejor en medir la vida individual, más que por su cantidad, conforme a la calidad de esa vida, o sea, como cumplimiento de proyectos y fines humanos? La consigna moral -alguien ha escrito- propondría entonces no tanto añadir años a la vida como añadir vida a los años.
Que la muerte sea apenas sentida, la eliminación o al menos la atenuación del sufrimiento físico, es un desideratum que por fortuna se va haciendo cada día más factible. Esa inaguantable punzada, esa barrena que nos perfora o el peso insoportable que nos oprime amenazan con rebajarnos a la condición animal o más bajo todavía, porque aún nos queda la conciencia que reduplica el sufrimiento. Si hay dolor, entonces no hay más que dolor, o su angustiosa previsión o su recuerdo lacerante. No deja espacio para nada más: para el proyecto, la ilusión o la memoria. No somos sujetos de tal sufrimiento, sino que estamos del todo sujetos a él… Pero el caso es que ya no hay excusa para permitir o sufrir semejante dolor universal, puesto que ni hay causas que lo exijan ni por lo general se cree en un Dios que lo contabilice y lo premie. Y, por si fuera poco, contamos por fin con los medios para aplacarlo.
Pero que en la medida a nuestro alcance deseemos una muerte indolora, no equivale siempre a postular su inconsciencia. Que el fin nos venga sin avisar y sin enterarnos, de una manera repentina o incluso en el sueño, me temo que eso no debería ser lo preferido. Cuando se trata de la muerte ajena, y salvo que se trate de un ser entrañable, esa preferencia apenas logra encubrir nuestro agobiado deseo de que el otro no nos haga tan penoso asistir a su tránsito ni prolongue su lamentable espectáculo; queremos librarnos de su cuidado cuanto antes. Cuando hablamos de la propia, semejante ideal de muerte casi inadvertida no parece compatible con el mantenimiento de la razonabilidad como nuestra marca distintiva. Más bien viene a expresar nuestro miedo, el mismo miedo que hemos tratado de conjurar cada día de nuestra vida a base de mirar en la dirección contraria.
Por eso me atrevo a presumir -con temor y temblor- que habría que mantener en lo posible nuestra autoconciencia hasta el final. Esa conciencia será sin duda dolorosa, por los sentimientos de temor, soledad y fracaso que entonces comparecen. Pero también podría ser para el moribundo la ocasión del balance, de la definitiva declaración de amor o petición de perdón, de los postreros consejos hacia sus más próximos, cuando no de dejar mejor asentado el último proyecto emprendido. Sea como fuere (y siempre, repito, que el dolor esté bajo control), uno diría que lo mejor sería el ejercicio de la razón hasta el último instante de la vida. A fin de cuentas, ella es la señal de nuestra humanidad, la prueba de nuestra condición excepcional entre los seres naturales, el signo de nuestra dignidad…, y a eso no podemos renunciar. Simplemente la muerte nos lo tendrá que arrebatar a la fuerza.