En el uso cotidiano nos servimos de dos acepciones al menos
de “normal” que es bueno mantener separadas. Para empezar, hay ciertamente un
sentido sociológico por el que “normal” se contrapone a anormal y escaso, raro o extraño,
excepcional y anómalo; o, si se prefiere, a lo extravagante y fuera de lugar.
Lo normal es así lo común, regular, habitual y ordinario, lo más o menos
constante y por ello previsible. En este primer sentido, el uso del término
«normal» para referirse a un individuo, conducta o suceso es ante todo descriptivo, pues no contiene un juicio de
valor ni mandato alguno de adecuarse a esa normalidad. No lleva aparejada una
«normalización», porque tampoco pretende «normalizar» nada;
simplemente se constata una realidad, la alta frecuencia con que algo ocurre (o
se espera que ocurra), se da cuenta de una media estadística.
Por eso cuesta compartir el diagnóstico de H. Arendt cuando
califica a Eichmann de individuo corriente, del montón. Probablemente
más para la mayoría alemana de entonces que para aquél cabe decir que vivía de
acuerdo con los «clichés, frases
hechas, adhesiones a lo convencional, códigos estandarizados de conducta y de
expresión» de su momento y lugar. Lo que significa que, en lugar de
permanecer atentos a la realidad, se sometieron a los tópicos vigentes acerca
de la realidad, esto es, a una conciencia impersonal ocupada por las voces
también impersonales de otros muchos. Y sabido es que los tópicos, por su
naturaleza, resultan superficiales y coyunturalmente cambiantes.
Pero pasemos a la acepción médica o clínica de “normal”. Aquí, según unas pautas de buena
salud del organismo humano, la persona normal sería el sano y la anormal el
enfermo. Lo normal viene a significar en este caso lo correcto y adecuado, lo
conveniente para el buen funcionamiento físico del ser humano, cuyo contrario
sería lo patológico. Y en este mismo sentido, por cierto, se usa el término
«normal» en moral y en política, al designar una persona cuyas ideas o comportamientos
privados o públicos son los que su sociedad tiene por decorosos. Salta a la
vista que, a diferencia del primer sentido, estos últimos -el médico, igual que el moral y
político- transportan ya una
aspiración, un cierto deber ser.
Lo normal significa ahora lo debido, mientras que lo que está alejado de
ello representa lo indeseable y hasta lo perverso. La normalidad no es ya el
objeto de una mera descripción, sino que encierra una prescripción, un desideratum. En una palabra, lo normal se convierte inmediatamente en
objetivo de una norma práctica, en regla para la acción correcta. Lo normal se
vuelve normativo.
Pues bien, en el tópico acerca de la “persona normal»
ambos sentidos se hallan amalgamados y confundidos. Lo que venimos a decir de
tal persona, hecho o comportamiento normales es que, siendo así, es como (se)
debe ser; o sea, que lo bueno es ser normal o como la mayoría. Consagramos el
dato sociológico como pauta a seguir, como modelo de conducta. De modo que el
tópico de marras encierra un sentido inequívocamente moral y transmite un ideal
de existencia. Cuando el apelativo de «normal» sirve para enaltecer a
alguien, en lugar de para ignorarlo o incluso denigrarlo, proclamamos la
uniformidad y la semejanza como máximas virtudes. Celebramos la mediocridad
como ideal y reservamos nuestra reprobación para lo excelente. He ahí la
contemporánea transvaloración de los valores. Si Adorno ya había denunciado que
“la normalidad es la enfermedad de nuestro siglo”, nosotros asistimos a la
apoteosis incontestable del hombre normal.
Y este tipo de hombre se rige por la siguiente consigna: la mayoría somos
normales; luego todos deben serlo. El hecho rige como
derecho y el mal es banal porque (y en cuanto) se convierte en norma.
Aferrarse a la normalidad como última norma,
ésa es la justificación nuclear de los actos del hombre normal, aunque algunas
de sus consecuencias sean bastante menos halagüeñas que lo que él imagina.
Principalmente, la complicidad con el mal: “Los hombres normales no eran buenos
-escribe Moravia en El conformista– ,
porque la normalidad se pagaba siempre, consciente o inconscientemente, a un
precio muy caro, con una serie de complicidades varias, pero todas negativas,
de insensibilidad, estupidez, vileza, cuando no precisamente de criminalidad”.
Tampoco es tan extraño, si reparamos en la conexión de esta normalidad con la
certeza de estar en la verdad, con cierta búsqueda del respeto mediante la
contención decorosa, con la preferencia por lo masivo o con la falta de
sensibilidad moral: “la gente normal tiene la piel dura”. Que se puede ser
criminal sin dejar de ser normal, o incluso precisamente por serlo, es algo que la historia reciente ha probado con creces.