Lo peor no fue que me atormentara el subconsciente diciéndome toda clase de sinónimos de libidinoso. Ni que me recitase versos de Quevedo. Ni que me confesase que tenía ganas de ver llover, mientras yo le oía, mirando su ciertamente sensual boca, pensando que yo también quería ver llover pero desde la cama y con él desnudo dentro.
Lo peor no fue el reposabrazos que se interponía entre nuestros cuerpos y que yo gustosa hubiese quitado para tenerle más cerca, si cabe.
Lo peor no fue despedirme de él en la fila del taxi con ganas ya de besarle la boca.
Lo peor no fue la ristra de correos electrónicos que intercambiamos durante una semana y en los que la carga erótica iba en aumento. De forma cierta. Lo peor no fue que mis amigas los leyesen conmigo y me confirmasen “este tío quiere sexo niña”.
Lo peor ni siquiera fue, tener que limpiar la casa, polvo incluido, de cabo a rabo, ante la posibilidad de una cita inminente. Ni el tener que salir corriendo a comprar condones retirando, posteriormente, el envoltorio exterior para dar una imagen de “chica con vida sexual muy activa”. Lo peor tampoco fue el calentón acumulado de siete días, que me generaba un tremebundo dolor de ovarios. Ni tan siquiera lo peor fue tener que rebuscar en mi cajón de la ropa interior hasta dar con las bragas de follar. ¿Sabéis qué fue lo peor de todo?
Lo peor fue tener que cambiar las sábanas de la cama para nada. Joder, que ya tenía puesto el nórdico y todo.
😀