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Lo que aprendí de mi padre entre los cerros, cuando España estaba a oscuras

 

Una gran parte de mis recuerdos de infancia y adolescencia o por lo menos los de más intensidad son de aquí, y por tanto mí patria, como diría Andrés Sorel, está en esos cerros. El paisaje de estas sierras, la forma de hablar de sus gentes, los nombres de los lugares, los afectos, las comidas, los amigos. Aquí conocí personas que me enseñaron a pensar, algunas de ellas apenas sabían leer y escribir pero de sus palabras emanaba sabiduría. Pero también otras que se negaban a pensar, unas para sobrevivir, otras para acaparar, algunas para olvidar.

 

Un recuerdo. Yo tuve un perro en estas tierras. Le quise mucho. Su raza era una mezcla inmemorial de cruces genéticos y podías imaginarte siglos y siglos cruzándose perros de todas las tallas y colores, por eso su pelo tenía todas las gamas.

 

El perro fue fruto de la generosidad de unos niños que impresionados por la belleza de una camada de cinco cachorros conseguimos salvar a uno de su destino trágico, el golpe seco en la cabeza. Salvamos a uno o condenamos a cuatro, según como se vea. Vivió un tiempo con mis abuelos en Cabezas Altas y cuando aparecía el seiscientos que conducía mi padre por la ermita, que está en las afueras del pueblo, el animal salía emocionado a recibirnos, movía el rabo y saltaba con fuerza. Cuando regresábamos a veces nos seguía atajando curvas hasta Navatejares, cuando el coche ya cogía velocidad. Tuvo una vida perra, pero digna.

 

Aprendí la generosidad cuando aun no conocía a las madres de la Plaza de Mayo, ni había entrevistado a los presos zapatistas en la cárcel de Cerro Hueco.

 

Un día me dijeron que se había muerto y así quedó el recuerdo del perro.

 

Tiempo después alguien me contó cómo había sido su muerte. Un grupo de hombres le habían colgado de la viga de un carro, no por nada sino para divertirse. Hay personas a las que la muerte ajena les hace gracia. Disfrutaron viendo cómo al pisar el tablón el carro quedaba como la lanzadera de un misil y el perro suspendido de la soga. Cuando les parecía dejaban caer el espectro, golpeaba el tentemozo en el suelo, y se alargaba la agonía del perro y la diversión. Comprendí entonces la banalidad del mal cuando aun no había leído a Hannah Arendt.

 

Generosidad y crueldad en el mismo lugar, quizá esto sea universal pero yo lo aprendí en este lugar, en este pequeño universo. Una persona mayor me contó en una ocasión cómo hasta la adolescencia pensaba que el mundo terminaba en las montañas que rodean estos valles. Sin ningún vértigo.

 

Otro recuerdo. Mi padre había hecho amistad con el entonces médico de La Carrera. No recuerdo exactamente cuantos años tendría el día que fui con él a visitar a este señor que había tenido un accidente de tráfico. Me gustaba mucho ir siempre de la mano de mi padre. Estaba ingresado en una clínica pequeña cerca de la estación de Ávila. La fecha no la recuerdo pero sí perfectamente la escena, un señor calvo y en pijama que se metía con Franco y hablaba de dictadura y a mi padre que le daba la razón. De vuelta a casa, otra vez de la mano de mi padre, huesuda, honesta, cálida, le dije

 

—¿Has visto que cosas decía de Franco?

—Claro que lo he visto y Antonino tiene razón.

 

En aquellos años de silencio impuesto esto me sorprendió. Se agrietaba el discurso monolítico del colegio. Había respiraderos. Pienso que este tipo de vivencias son determinantes en las decisiones que tomas después, sobre todo después de haber visto personas que mantienen la dignidad en momentos difíciles. Definitivas después, en la universidad, la idea de justicia, la caída de la dictadura, los abrazos, el tiro, la abogacía, la judicatura, los amigos. Siempre la amistad, que aprendí a saborear cuando mis padres empezaron a acoger a mis amigos para ellos desconocidos. Mi madre siempre acogiendo, abrazo inmenso.

 

El paisaje te hace. Cuando vuelvo aquí todos los sentidos se abren en recuerdos intensos, sonidos de changarros que despiertan la infancia cuando suben las vacas a la sierra, olor a heno, a trilla, a establo, a la teña del abuelo, que aún sigue existiendo en mi imaginación. Y el movimiento de la figura de tus seres queridos a la luz del candil después de la cena. No hay nada que dé más tranquilidad a un niño que ver cómo las figuras amadas se mueven, adelgazan, se esfuman en claroscuros marrones hasta desaparecer con el movimiento de la llama cuando te llevan a dormir a la alcoba. Sólo he vuelto a sentir esto al ver los cuadros de Zurbarán.

 

Y aquí escuché cuentos. Me decían que eran verdad. De lobos, de rayos, de pastores que desaparecían. También de maquis. Y así conocí palabras que sólo se dicen aquí y que curiosamente he vuelto a oír muchos años después en lugares ocultos de América Latina. La importancia del significado de las palabras, evitar que las palabras enfermen, como después escuché a Julio Cortázar. Y también el ritmo de las palabras, el canchal, el corralillo del diablo, la escaruela. Puro ritmo, pura poesía.

 

Tiempo después he sido consciente de cómo aquí me creció la conciencia. El recuerdo de los paseos con mi padre por estas sierras sigue siendo una referencia en la que encuentro respuesta a muchas dudas. Por eso sigo viniendo, por lo menos una vez al año, a oír las gargantas de mi infancia, a saludar a las lanchas del río de La Nava. Ahora vengo con Belén y mis hijos para que escuchen el rumor de las palabras, para que vean en la naturaleza un equilibrio que pueda ser una idea de justicia.

 

 

 

 

 

Este texto fue leído por el autor en Los parlamentos del concejil, unas jornadas que se celebran en el mes de agosto en el pueblo de Barco de Ávila, en Castilla y León. El invitado hace una lectura o dicta una conferencia, y a continuación se celebra un coloquio.

 

 

 

 

Luis Carlos Nieto es magistrado, miembro investigador de la Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH). En FronteraD ha publicado La justicia universal y las filtraciones de WikiLeaks y Menores y violencia

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