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Lo que dice de mi padre su rutina dominical

Siempre que le pido a mi madre que me hable de mi padre, lo evita. Aunque me quede corta con preguntas superficiales y manidas sobre cómo se conocieron, dónde se casaron y por qué lo hicieron. Se llama Adelaida, y es lo suficientemente recelosa con los recuerdos de las idas y venidas con unos y otros como para concederles la confidencialidad propia de un asunto de Estado. Y no tiene esto nada que ver con el género masculino, ni femenino, ni con códigos de índole sexual. Quiero decir que para mi madre cada persona representa un estado independiente que poco o nada debe compartir con los demás, y mucho menos asuntos personales.

 

Por supuesto que sé lo que mi madre piensa de lo que pasó cuando se conocieron, que puedo decir que fue bailando “una lenta, porque me lo dijo mi padre. Dónde se casaron: en la catedral, lo vi en unas fotos. Y por qué se casaron, que sigo sin saberlo. No es asunto de mi incumbencia y por eso no me lo cuenta. Mi padre se llama Juan Carlos, es técnico electrónico, tiene 53 años y hace 26 que se comprometió con mi madre. De él admiro, entre otras muchas cosas, la forma tan bonita que tiene de cumplir años sin perder la juventud.

 

A mi padre le llamo “papá”. Él fue quien me puso lo de “Patricia”. Le costó mucho conseguir que mi madre aceptase otro nombre que no fuera Rebeca para una hija que, además, aunque aún no lo sabían, sería la única. A lo mejor es por esto por lo que volcaron en mí todas sus virtudes y sus defectos, sin obviar la rutina, la costumbre y el exceso de convivencia. Conocí a Freddie Mercury antes que a Espinete. Escuchaba a Umberto Tozzi y Toto Cutugno cuando las demás de la quinta andaban a cuestas con el cassete al hombro con las Spice Girls y los Backstreet Boys. Deap Purple, la Electric Light Orquesta. Mi padre, papá, tiene un equipo de música con dos altavoces de un metro de altura en cada una de las dos esquinas que quedan frente al sofá del salón de mi casa en León. Como pasa con los aparatos de sonido de última generación, su sonido es envolvente y hasta te palpita el pecho con los graves. Mi padre, además de la música, tiene otras aficiones tan raras como tiernas. Le pregunté si le importaba darme una entrevista, con cierto tono de súplica victimista, por favor, y me contestó que no tenía nada interesante que contarme. Le propuse cambiar las preguntas por cinco palabras y las respuestas por una escueta reproducción vocal de lo que le evocan. “Por ejemplo: yo te digo pueblo y tú me dices verano”, le expliqué. Pero también le orienté diciéndole que eran palabras estrechamente ligadas a los domingos –mi padre es ateo, no va por ahí–, cuando puede ser por fin Juan Carlos, dedicado a sus pequeños placeres. Y que no se confiase, que iba a saber elegir.

 

—Terraza.

—Si me dices terraza te digo zapatos.

 

Lo que hace mi padre la primera media hora del día después de levantarse un domingo lo desconozco porque siempre estoy durmiendo. Me entero de cuándo empieza a limpiar los zapatos, eso sí, porque extiende su maletín de limpiabotas en la terraza, que se comunica con mi habitación a través de una fina ventana. Desde mi escritorio veo un campo enorme que acaba donde empieza una urbanización a unos dos kilómetros y la huerta de mi vecino en la que se cuelan cada dos por tres las gallinas a destrozar las calabazas y a matar el hambre. También es lo que ve mi padre desde la terraza.

Para limpiar los zapatos de toda la casa –somos cinco: mis abuelos maternos, mis padres y yo– papá se pone el recopilatorio de grandes éxitos de Queen en el equipo de música del salón. Para llegar a la terraza, el torrente de voz de Mercury tiene que atravesar un pasillo y la cocina. Por supuesto que el canon de agudos y graves de voz y guitarra llega a mi habitación. Y, claro, cómo no, me despierta. Cuando estoy en León empiezo los domingos limpiando los zapatos con mi padre. El procedimiento es todo un ritual: personal y sagrado. Se le nota que de todos los modelos prefiere los botines porque se anima y canturrea en un inglés dudoso el hit mercuriano de turno. Por el ímpetu que le pone se impregna el ambiente del fervor del directo de Freddie en Wimbledon, y hasta el betún coge forma de micrófono y huele a cerveza.

 

—Cocinero.

—Antonio Molina, claro

 

Cuando acaba de limpiar los zapatos mi padre cambia el registro de la sesión: del desgarro genuino de Freddie Mercury a los giros copleros de Antonio Molina. En mi casa de León los relojes son el centro de la actividad. Cada cosa está ceñida a su tiempo y se repite porque gusta. Sobre las doce del mediodía, mi abuelo, Adelino, un minero jubilado de 86 años que antes de picar carbón salió por las eras bercianas encabezando el rebaño de una veintena de ovejas, se acomoda en la punta del sofá a la espera de que llegue mi padre a ponerle la lista de Molina de Spotify. Para mi abuelo, el complejo sistema de Spotify se reduce a “el aparato ese que canta”. No le culpo.

 

Ya que está, mi padre suele acompañarle un rato. También suele silbar Cocinero, la mítica canción de Molina, porque no sabe la letra ni dónde se dejó la voz. Ambos sentados en el sofá, relajados pero erguidos, con la vista puesta en una tele apagada y el cuello reposando sobre un cojín, disfrutan de la sencilla –y por eso maravillosa– sensación de no hacer nada.

 

—Queso.

—Vermú.

 

El tercer elemento de la rutina dominical de mi padre es el vermú. Mientras cocinamos nos servimos un vaso para cada uno y otro para mi madre –con gaseosa. En mi tierra no se entiende un refrigerio sin una tapa. Nosotros elegimos siempre el queso que compra mi padre en Ezequiel, una carnicería leonesa con una mano divina para curar los embutidos, y que deja reposar en un bote lleno de aceite, cortado en dados. Seco y amargo como él solo.

 

El menú es cerrado en nuestra casa los domingos:

 

Abriendo: embutido. Primer plato: berza con cachelos. Segundo plato: botillo. Postre: ardores.

 

Es mi madre la que domina la cocción de la botillada, así que mientras sorbemos vermú mi padre y yo cortamos la lengua curada –que preparamos con aceite y pimentón o con queso azul–, la cecina, el jamón, el lomo, el chorizo y más queso. Lo más difícil de la tarea es esquivar las miradas detectivescas de mi madre que controla cuántas lonchas de jamón desaparecen antes de llegar al plato. Preocupada porque “nos va a quitar el hambre”, la mujer.

 

—Estaño.

—Plastilina

 

En el trastero estuvo abandonada la pistola de estaño que mi padre compró cuando cursaba el módulo de electricidad hasta que lo rescatamos una tarde de domingo, hace unos quince años, porque yo estaba jugando con plastilina y él no sabía qué hacer.

Aún hoy, cuando vuelvo a casa, le veo pasar tardes enteras sentado en la cocina rompiendo radios antiguas para volver a arreglarlas. Con estaño. Para no quemar la mesa utiliza a modo de mantel las revistas de ofertas de supermercado de mi abuela, de colores intensos y diseños horteras y recargados, el pajar de los tornillos de mi padre, que se camuflan entre tanto batiburrillo de descuentos.

 

—Lectura.

—Wikipedia

 

Después de cenar coge el estuche con las gafas para su vista cansada y la tableta que le regalamos hace un par de años y ahora utiliza exclusivamente para leer la Wikipedia. Me habla de esa página como el yonki habla de la droga: esta mierda me tiene enganchado. Dice que le gusta porque empieza en la primavera árabe y acaba en la caverna de Platón sin cerrar ni una sola pantalla. “Te lleva, Patri”. Cuando pasa así varias horas mi madre siempre le mira compasiva como si hubiera perdido la cabeza y después me busca a mí, y me mira como si no supiera qué hacer para ayudarle. Sonríe. Y encuentro en su expresión reflejados cada uno de los recuerdos de los 26 años de matrimonio que ella tanto se esfuerza en mantener en secreto, recelosa de lo suyo como es.

 

 

 

 

Patricia García (León, 1990) es periodista, graduada por la Universidad Complutense. Actualmente alumna del Máster en Periodismo y Comunicación Digital del diario ABC

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