Esta semana, la vuelta al fútbol -tan ansiada por unos, tan temida por otros- me pilló enfrascado en un asunto de mayor intensidad, si cabe: la vuelta a los museos y a la agitada vida cultural madrileña. Así, mientras nuestros ilustres políticos alzaban y colgaban camisetas de fútbol de cartón en lo alto de los edificios de la calle Preciados, yo me entretenía en el Museo Reina Sofía con una retrospectiva sobre el artista contemporáneo alemán Jörg Immendorff (Bleckede, 1945 – Düsseldorf, 2007) y con el consecutivo descanso en su jardín, amparado por una de sus mejores esculturas: uno de los móviles de Alexander Calder (Pensilvania, 1898 – Nueva York, 1976).
Era un viernes al mediodía y la brisa que corría por los exteriores de la institución era maravillosa, refrescante y sutil, como el movimiento de ‘Carmen’, la pieza de Calder que se exhibe en los patios del museo y que cobra todo su sentido cuando entra en contacto con el aire, con la brisa, con el viento; porque, como decía Sartre, «Calder no sugiere nada: atrapa auténticos movimientos vivos y les da forma. Sus móviles no significa nada, no nos remiten a nada que no sean ellos mismos: son, eso es todo. Son absolutos», y eso es lo que sientes, efectivamente, cuando estás frente a una de sus obras: que hasta la naturaleza le da tregua a la escultura para que siga haciendo aquello para lo que ha estado destinada desde siempre: aguantar, resistir, permanecer.
Al salir del museo, y ya de vuelta a casa, pasé por el centro de casualidad. Curiosamente, la brisa que tan delicadamente mecía la instalación calderiana aumentaba su intensidad en las calles más protegidas, como una especie de efecto pantalla que alcanzaba su extremo, de hecho, en la calle Preciados. Las camisetas futboleras de cartón, por su parte, daban bandazos contra todo: se chocaban unas con otras, se enredaban entre sí e, incluso, parecía que alguna hubiera salido volando. Contemplar esta escena después haber disfrutado de la tranquilidad y el sosiego del Jardín Sabatini, entre ejemplos de la producción artística de Joan Miró y Eduardo Chillida, hizo que me preocupase por el devenir de la humanidad. Al fin y al cabo, somos nosotros mismos quienes tenemos que preocuparnos por escoger los cimientos adecuados sobre los que luego edificar aquello que ahora llamamos «nueva normalidad», y estoy seguro de que, si nos pusiéramos a preguntar, la mayoría de nosotros preferiría construir su futuro alrededor del fútbol que alrededor de la cultura y el arte. Y lo preferiríamos, me temo, aunque el fútbol sea como esas camisetas de cartón que han colgado Almeida y compañía en una de las calles más céntricas de la capital: frágiles e inconsistentes, inservibles para casi todo; especialmente, para resistir un huracán.
Hace años, había un chiste que jugaba con el título de la película de ‘Lo que el viento se llevó’ (1939), que acaban de retirar de HBO por considerarla racista, y, además, con la fuerza del viento y su poder arrasador: se abre el telón, se ve a varias personas, se cierra el telón. Lo vuelven a abrir y todos han desaparecido, salvo la persona más oronda y corpulenta; ¿cómo se llama la película? Lo que el viento se dejó. También había una canción de Mägo de Oz titulada así, en la que cantaban: «Lo que el viento se dejó fueron tipos como tú. / Ni con todo tu poder nos podrás quitar la noche. / Ni con todo tu dinero nos podrás robar la calle. / Ni con toda tu ambición nos podrás dejar sin sueños.», y ahí entra Calder otra vez: el hombre que, tal y como nos contaba Nieves B. Jiménez hace una semana, al final de su vida soñaba con cosas que, seguramente, ya no podrían ser; o que, al menos, ya no estarían en su mano.
El tiempo pasa y el ser humano actualiza poco a poco sus referentes. Ahora, más que en los móviles de Calder estamos en las instalaciones del artista franco-chino Huang Yong Ping, que en 2002 realizó una obra que llevaba como título ‘Un partido de fútbol’ y que representaba cómo el fin del mundo nos llegaría por culpa de la guerra -la de Afganistán, concretamente- y nos pillaría en medio de una fase final de la Champions o de un amistoso entre selecciones previo al mundial. Ocurrirá como ocurre en las películas racistas de Hollywood -no hay ejemplos más racistas que las pelis de alienígenas, en realidad- cuando llegan seres de otra dimensión y aterrizan su nave cósmica al lado de un estadio de fútbol, en Nebraska; en sitios así es donde empieza siempre la invasión.
A nosotros, como sucede en la escultura de Yong Ping, el meteorito nos extinguirá en las gradas de un polideportivo. Desgraciadamente, no hay cimientos que resistan tanto poder de destrucción; pero, al menos, entre las esculturas y la brisa del jardín de cualquier museo no hay gritos de protesta ni silbidos de desaprobación. Simplemente, hay cosas que el viento se lleva, sin más; y otras que no.