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Mientras tantoLo que no tiene nombre

Lo que no tiene nombre


 

 

La última columna de Leila Guerriero va de Niza pero no va de Niza. En realidad, va de cuando a uno se le atraviesa una aguja en el corazón. De lo que nos pasa cuando nos pasa todo. El calor, los helados que se derriten, las despedidas, los muertos. El horror. La cotidianidad.

 

«¿No les pasa que no les pasa que a veces descubren que tienen el corazón como un pedazo de carne atravesado por un anzuelo, la garganta llena de piedras, la vida pegajosa como lana húmeda, y se encuentran sin nada que querer, ni que decir, ni que esperar: sin nada? A mí me pasó. El otro día. Era jueves. Eran las cinco de la tarde».


Me fascina Leila porque siempre escribe sobre cosas que no están en el texto, sino que se encuentran fuera, anidadas en nosotros, en los que las leemos.

 

Vivimos días extraños, como decía también aquella canción de Nacho Vegas: “Sigue recto, hay un desvío 
tomalo hasta el final. 
Si hemos hecho algo mal, amor, 
verás una señal”. Cuando vuelvo sobre estas líneas me detengo inevitablemente en la última frase, en la de que dice que si haces algo mal aparece una señal. Porque es bien sabido que en la vida y en la carretera, vamos encontrando señales cuando estamos yendo por la buena dirección. Pero no hay muchas que te digan Date media vuelta, anda, que este no es el camino que estás buscando.

 

Días extraños. Sí. El mundo se vuelve loco y nosotros parece que también.

 

La semana pasada fui a dos conciertos; a uno de José González y el otro de Jorge Drexler. Aunque musicalmente no tengan nada que ver el uno con el otro, me fijaba en el público, sentado, casi reflexivo, a la expectativa –aunque no sé de qué– y vislumbraba un mismo comportamiento. El concierto de Drexler no duró ni una hora porque se puso a llover y se suspendió. Pero creo que es el mejor concierto de Drexler en el que he estado. Porque la lluvia amenazaba y sabíamos –el público, él mismo– que iba a durar poco. Se notaba cierta urgencia y la necesidad de aprovechar al máximo los minutos que quedaban. Cuando empezaron a caer las primeras gotas, el cantante nos pidió que fuéramos diciéndole las canciones que queríamos que cantara. Todos los nombres que sonaron entre el público pertenecían a sus canciones más melancólicas, a las más tristes. Sí, las más moñas, como alguno pensará por ahí. En el concierto de José González ocurrió algo parecido. Que no tocó Cycling Trivialities y aquí la menda casi pide el libro de reclamaciones.

 

Ambos conciertos me hicieron pensar que somos todos un poco nostálgicos. O unos moñas.

 

Leí ayer uno de esos artículos que le hacen perder la mañana a una. Por triste pero por verdadero y por brillante. Hablaba de todos a los que dejamos atrás. Unas veces porque ya no están –están muertos– otras porque es como si lo estuvieran. Se titulaba ‘A los muertos vivientes’ y aquello no iba de zombies. O sí, pero no de los de las pelis sino de nosotros mismos en un concierto pidiéndole a Jorge Drexler esa canción que… (y que cada uno que rellene aquí sus puntos suspensivos). El artículo es una carta de amor a tres personas que ya no están, que viven en la memoria de la autora, pero sin haber muerto: “Amores lanzados a la carretera del olvido”, como ella misma dice. Hermanos, padres. Amantes, ex maridos. Amigas, ex amigos. Nociones sin nombre propio en la R.A.E.

 

Supongo que lo que no tiene nombre es lo que la gente pide en un concierto cuando empieza a llover, lo que se esconde en artículos que no van de Niza ni de zombies. Lo que no tiene nombre somos nosotros tratando de buscar palabras, a ciegas, para acordarnos de todos los que sí tienen nombre.

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