“Guardaba calaveras como estudiante”, dijo en una ocasión Ewa Klonowski a la BBC, una de las antropólogas forenses más reconocidas por su trabajo en Bosnia-Herzegovina. Su historia de vida no deja a nadie indiferente. Dejó su país natal, Polonia, en 1981, para irse a Islandia como asilada, después de que se hubiera declarado la ley marcial. No soportaba más el comunismo.
¿De dónde viene entonces la vocación de Klonowski por la antropología forense? De la exhumación del cadáver de su abuelo, asesinado en la masacre de Katyn. Si miran la cara de la antropóloga en internet encontrarán unas prominentes pestañas negras, pero también una dosis de rigor y severidad en la mirada.
Como si masticaras piedras sigue la labor incansable de esta mujer por el reguero de fosas que dejaron la guerra en Bosnia-Herzegovina (1992-1996). El autor del libro, Wojciech Tochman, periodista y escritor polaco, muestra un botón de ese trabajo denodado que hay tras una matanza, en este caso de la Comisión Internacional para las Personas Desaparecidas (ICMP). Un trabajo que sabemos deja de tener interés desde el momento en que se apagan los televisores; y que parece una labor desprovista del reconocimiento debido, pese a la carga emocional, la dedicación a las familias o la dosis elevada de humanidad que la acompañan. De hecho, Klonowski podría ser la protagonista del libro –estuvo en una lista de 1000 personas en 2005 para ser condecorada con el premio Nobel–, como también lo podrían ser entre otros el doctor Rifat Kešetović, una referencia en la identificación de cadáveres –me dicen los entendidos–.
El libro empieza aparentemente como un relato quirúrgico sobre los secretos de la exhumación, y sobre las habilidades de la forense para ponerle nombres y apellidos a las víctimas. Una voluntad de hierro por ofrecer unos restos en una tumba donde velar la memoria de un familiar querido: “¿Su padre tenía problemas de cadera? […] ¿Andaba de este modo?”. Sin embargo, Como si masticaras piedras no va de históricas épicas, ni siquiera hay ningún lirismo al que el lector pueda agarrarse como asidero literario. Ni siquiera terminamos por percibir en Klonowski la sombra de una heroína que, sola, se enfrente con la barbarie, incluso cuando esta barbarie adopta la forma de cálculos políticos o de burocracia implacable. El libro, más bien, trata de lo que son los huesos para los que los sobreviven.
El resultado es una descripción sin fuegos artificiales. “Hicieron la primera selección: las mujeres, a la izquierda, los hombres, a la derecha”. Autobuses escolares con destinos inciertos, horas de espera en calabozos, una huida por el bosque para escapar del frente enemigo. No nos podemos hacer una idea de lo hondo que es ese miedo, hasta que lo vivimos en nuestras carnes. Como si masticaras piedras no destapa la imaginación, sino es la confirmación de ese sufrimiento sin medida.
Sin exceso de aditivos, el autor nos pone encima de la mesa de aluminio una realidad tan estéril, una verdad tan desinfectada de impurezas, que termina por narrar los resultados del laboratorio tal como llegan a nuestras manos. “Treinta y tres días más tarde, se presentó delante de Zineta un hombre canoso, delgado y arrugado […] Tardó en reconocer que ese hombre era su marido”. Como si nos evitáramos especular sobre el criminal, sobre sus motivaciones o sobre sus justificaciones, porque la prueba del delito es un buldózer removiendo tierra, todo grabado en directo en horario de máxima audiencia. Yendo todavía más lejos: nos parece que el destino de los asesinos no nos es sea tan relevante, sino más bien el de sus víctimas. Ni el atributo del morbo se concede a sus responsables.
Como Los bosnios, de Velibor Čolić, o 1941. El año que retorna, de Slavko Goldstein, Como si masticaras piedras se convierte de esta manera en un relato desabrido, como un trago de aguardiente, al que no queda ni el alivio del consuelo, sino sólo su constancia. La realidad es suficientemente cáustica como para que una madre agarrada a un saco de huesos nos parezca una narración a la que no hay que añadirle dramatismo alguno. Así, sin comas.
Entre bosques, tierra y cuevas, descubrimos las artimañas de segundos y terceros enterramientos, para ocultar la localización exacta de las personas asesinadas, cuerpos bajo basureros o huesos de cerdos: la cobardía de los que se sintieron valientes algunas horas. Ni el libro ni los sucesos en los que se basa aportan ninguna racionalidad a tanto desgarro personal. ¿Qué sentido tiene todo entonces? “Ninguno. Solo trajo miedo, vida errante y sangre, barracones”.
Aunque el libro por momentos aborda cada una de las tragedias personales en una dicotomía inter-étnica de amigos y enemigos, la venganza, el resarcimiento o el rencor no se convierten en la parábola del relato. Y ahí la obra deja un testamento ideológico bastante inspirador, aunque no sea este su propósito inicial. En efecto, las Guerras de Secesión de Yugoslavia siguen provocando demasiado ruido entre tanta psicología de trincheras como todavía hay en los Balcanes, especialmente en Bosnia-Herzegovina, donde la instrumentalización de los sentimientos étnicos todavía prevalecen sobre los intereses de la sociedad civil. Este libro deja de ser un retrato balcánico, para apelar a esos valores de naturaleza obligatoriamente universal que quedan neutralizados por las pulsiones nacionalistas.
Omarska, Prijedor, Potočari, Goražde, Trnopolje, Sokolac, Nevesinje, Keraterm, Srebrenica o Bratunac, nombres hoy asociados a la tragedia, se personifican en las historias de Zineta, Mubina, Miša, Jasna, Mersada, Mejra, Uzeir, Edna… La obra nos sirve un plato frío, de digestión difícil, sin respiraderos, sin más consuelo que una fuerte determinación por la verdad. Como si masticaras piedras es tan ligera en su redacción como profunda en su mensaje. No solo el legado en forma de huesos religados en un oscuro agujero, sino también la lucha de los seres queridos por convertir el pasado indigno de los asesinos en dignidad para las víctimas, en dignidad para los suyos.
Como si masticaras piedras, de W. L. Tochman, publicado en España por Libros del K. O., en traducción de Katarzyna Olszewska Sonnenberg, fue uno de los siete finalistas del Premio Literario NIKE 2003 y finalista del prestigioso Premio RFI Témoin du Monde, otorgado por Radio Francia Internacional en París.
Miguel Rodríguez Andreu (Vigo, 1981) es editor de la revista de estudios balcánicos Balkania y co-editor de Eurasianet. Es autor de Anatomía serbia y Homofobia en los Balcanes. Reside en Belgrado. En FronteraD ha publicado No es fácil ser Slavko Goldstein. Escritor, croata, político, judío… y La derrota serbia o vivir orgullosamente.