Corría la segunda mitad de la década de los años treinta. Joseph Kennedy, el patriarca del que sería uno de los clanes políticos más famosos de Estados Unidos, seguía poniendo peldaños en su ambición por colocarse él, o a uno de los suyos, en el sillón de la Casa Blanca. No tenía reparos para eliminar cualquier obstáculo que surgiera, aunque procediese de su propia familia.
Inconscientemente, su ambición contribuyó a aupar a una de las personas que han escrito una de las páginas más negras de la historia de la Medicina, al aplicar un procedimiento clínico al nivel de barbarie de los practicados por los médicos nazis en los campos de exterminio: las lobotomías.
Esta técnica se refiere de manera global a toda clase de cirugía aplicada a los lóbulos frontales del cerebro que destruyen las vías nerviosas, separando la conexión entre la corteza prefrontral y el resto del cerebro. Desarrollada en 1935 por el neurólogo Egas Moniz y el cirujano Almeidas Lima, esta técnica encontró una rápida expansión y popularización en Estados Unidos. Moniz recibió el Premio Nobel de Medicina en 1949, aunque no fue por el desarrollo de la misma.
Esta intervención se prescribía para el tratamiento de la ansiedad crónica severa, la depresión con riesgo de suicidio y el desorden obsesivo compulsivo. Un tratamiento que convertía a los enfermos -depresivos, esquizofrénicos, paranoicos y gente con propensión a comportamientos asociales y en ocasiones violentos- en pacientes corderos, tranquilos y silentes.
El lumbreras Moniz presuponía que las ideas delirantes de sus pacientes tenían su base en los circuitos neuronales que se albergan en los lóbulos centrales del cerebro. Se creía que ahí se alojaban la inteligencia y la esencia de la personalidad del ser humano. Así que si se destruían las conexiones desaparecerían los síntomas.
Que nada empañe el éxito
La fortuna de Joe Kennedy, multimillonario sin escrúpulos, se cimentó sobre una leyenda negra que la vincula a los oscuros negocios de la prohibición, el tráfico de influencias e, incluso, la especulación financiera que provocó el crash del 29, aunque estas sospechas nunca se pudieron probar. Kennedy vivió los convulsos años 30 entregado por entero a la política de la mano de su amigo Franklin D. Roosvelt. Bajo su mandato desempeñó varios cargos. El último al frente de la Embajada americana en Londres entre 1938 y 1940, donde apoyó sin ningún tipo de rubor al régimen nazi, con el que intentó que EEUU entablara relaciones privilegiadas. Eso, junto a su marcado antisemitismo, contribuyó de manera decisiva a su suicidio político.
Cuatro años antes, en 1936, el verdadero quebradero de cabeza del ambicioso Joe era Rose Mary, una de sus nueve hijas. Tenía 22 años y era una muchacha que se valía por sí misma, aunque precisaba un poco de ayuda debido a un pequeño retraso mental. Como correspondía a una joven de su edad y posición, Rose Mary, la tercera de los nueves hijos del gran patriarca Kennedy, tenía un comportamiento desinhibido y una activa vida social en la que no faltaba su curiosidad por los chicos.
La posibilidad de que pudiera quedarse embarazada de cualquier desconocido no sólo hubiera supuesto una vergüenza para una familia de patricios, también el fin de la carrera y ambición política del pater familias.
Para resolver el problema, llevó a Rose Mary a la consulta del doctor Walter Freeman (ironías del destino, su apellido significa “hombre libre”). El psiquiatra había desarrollado un procedimiento infalible para tratar cualquier tipo de desórdenes humanos. Se trataba sencillamente de una macabra evolución de la técnica de Moniz.
El Dr. Freeman aturdió a la joven con cuatro electroshock consecutivos. Mientras sus ayudantes la sujetaban, levantó uno de sus párpados, colocó un afilado estilete justo por encima del globo ocular y, golpeándolo con un martillo, atravesó el débil hueso que forma la parte superior de la órbita, hundiéndolo aproximadamente siete centímetros en su cerebro. A continuación movió el estilete a izquierda y derecha. Seguidamente prosiguió con el otro ojo. En tres minutos había destrozado los lóbulos frontales de Rose. Había practicado una operación aterradora: la lobotomía frontal. Los daños fueron irreversibles. La muchacha quedó impedida, sumida en un profundo retraso mental y se volvió torpe al perder la coordinación física. Pero no desapareció el gusto por tontear con chicos.
Cirugía en cadena
Freeman, un émulo de Joe, también era un hombre de la nueva era. Personaje ambicioso y hecho a sí mismo, tenía pretensiones de ocupar un lugar en la historia de la Medicina, aunque para ello tuviera que sacrificar algo tan insignificante como su juramento hipocrático: primun non nocere -lo primero no hacer daño-.
Liberal en sus planteamientos, Freeman era un firme convencido de que las instituciones psiquiátricas, donde tradicionalmente se internaba a personas con problemas, eran una ruina para el país. Por ello, y en aras de la racionalización y eficiencia del gasto, abrazó con efusión su alternativa económica: la lobotomía. Esta dejaría a todas esas personas difíciles lo suficientemente calmadas como para que pudieran ser cuidadas por sus familiares en casa. La mayoría de las grandes instituciones mentales del país podrían cerrarse. Y para conseguirlo, tan sólo bastaba con ser eficiente practicando las lobotomías frontales.
Los pacientes de Egas Moniz eran operados bajo anestesia local. Se les practicaba un pequeño trépano en el cráneo y, utilizando un complejo aparato estereotáxico, se les introducía una fina aguja destinada a inhabilitar parte del lóbulo frontal. Era una operación lenta, laboriosa y cara.
Así que Freeman se aplicó en mejorarla. Se le ocurrió practicarla desde el interior de la cavidad ocular, sin usar anestesia o sólo con anestesia local, ni trépano, ni estereostato. Un simple punzón y un martillo. Una técnica que, además, permitía practicarlas en cadena y con un material tan sencillo como un punzón para hielo -el muy quirúrgico pica-hielo- y un martillo de carpintero de caucho.
No se trataba de una demostración de insensibilidad hacia sus pacientes, sino una prueba evidente de que la operación se podía realizar en un corto espacio de tiempo y de manera ambulatoria. Es decir, que las lobotomías podían hacerse con gran rapidez a un coste mínimo de unos pocos cientos de dólares.
Estos argumentos favorecieron una rápida expansión del procedimiento por el país, dando lugar a una auténtica fiebre por las lobotomías. Freeman contó con el apoyo de la prensa que le aupó a la fama. Hasta el New York Times publicó alabanzas a su persona. Incluso se le llegó a denominar el Henry Ford de la neurocirugía.
Se calcula que entre 1936 y 1950, se realizaron unas 20.000 intervenciones de este tipo. En un primer momento, esta cirugía se practicó en los hospitales psiquiátricos, pero acabó convirtiéndose en un método para controlar cualquier comportamiento asocial. La realización en cadena de lobotomías por el doctor Freeman era eficiente. Algunas tardes realizó hasta 25 operaciones, un logro que alguno de sus discípulos mejoró alcanzando el récord nada desdeñable de 75 lobotomías diarias.
El eficiente trabajo en cadena de Freeman y sus discípulos empezó a reducir considerablemente la lista de enfermos psiquiátricos. El siguiente paso resultó evidente: realizar lobotomías frontales a presos peligrosos y otra serie de inadaptados. El doctor no se detuvo. Las llegó a practicar a personas con problemas conductuales e incluso a niños hiperactivos (su paciente más joven tenía 4 años cuando fue lobotomizado). Después siguió con las amas de casa tristes.
Lobotomía a un preso en Vacaville, California, 1961 / Ted Streshinsky / Corbis
Afortunadamente, los demostrados daños irreversibles producidos en el cerebro y los nulos efectos de las intervenciones sobre los pacientes encendieron las luces de alarma en la comunidad científica. Las voces de alerta consiguieron que Freeman practicara su última lobotomía en 1967. Tenía entonces 71 años.
Treinta años después de la primera intervención y con la vergüenza de un dudoso Nobel, se llegó a la terrible conclusión de que se estaba ante una de las más absurdas y crueles prácticas de la historia médica. Pero el Dr. Freeman quiso mantenerse ciego ante la ingente acumulación de pruebas en contra de su técnica. Siempre se consideró a si mismo “como un implacable cazador que nunca perdía el rastro de su presa”.
La lobotomía se extendió también por otros países, especialmente en Japón, donde la mayoría de los pacientes intervenidos fueron niños que presentaban únicamente problemas de comportamiento o un mal rendimiento escolar. Se calcula que más de 100.000 personas fueron sometidas en el mundo a esta cruel pero legal forma de tortura.
La comunidad científica, y la sociedad en su conjunto, tardaron décadas en abolir un claro ejemplo de conducta antisanitaria, no ética, contraria a la salud pública y a los principios científicos más elementales. Demasiado tiempo. Siempre es más fácil impedir que algo se inicie que pararlo cuando ya está en marcha. Ante los conceptos éticos y científicos imperantes, deberíamos reflexionar sobre si algo de lo que se practica hoy en día debe ser revisado, mejorado o eliminado.
Cuando se contempla el imparable ascenso del uso de tratamientos para controlar a los niños llamados hiperactivos, un leve escalofrío recuerda esta vieja historia de las lobotomías. Salvando las distancias, no parece muy lógico que hoy en día millones de niños sean tratados por este desorden en Europa. Sus padres lo padecieron igualmente y no fueron medicalizados por ello. Sobre qué es enfermedad y qué debe, por tanto, recibir un tratamiento hay mucho que debatir, ética y científicamente, para evitar que surjan nuevos Dr. Freeman.
El destino, siempre caprichoso, quiso que una enfermedad neurológica acabara con la vida de Joe, el patriarca de los Kennedy. Fue un caso más de la maldición familiar que comenzó con la operación de Rose Mary, siguió con la muerte del primogénito en la Segunda Guerra Mundia, el asesinato de su hijo JFK, ya como inquilino de la Casa Blanca y de Bob, llamado a suceder a su hermano.
Freeman, por su parte, consiguió su ambición de pasar a la historia de la Medicina, en el lado de la infamia. No consiguió llegar a la altura de Josef Mengele. Pero estuvo cerca.