Mas hizo Dios que el pueblo rodease por el |
Alguien ha dicho que Pasolini es el primer poeta después de una época desastrosa de la historia de Italia. Tras un periodo de catástrofes sin igual, una derrota militar y dos ejércitos luchando sobre su suelo, él vuelve a encontrar en la escritura y el cine la estructura mítica de lo real, un estilo rudo y monumental para volver a incrustar en nuestro siglo, como en los grandes frescos y relatos italianos del siglo XIII y XIV, unas renovadas preguntas sobre el amor, el poder, la muerte, la revolución, el mito y el milagro. Al menos desde los tiempos de Accattone, muchos de los motivos del cristianismo convergen en esa indagación, aunque teñidos por una intensa búsqueda que oscila entre la dulzura y la violencia. La resurrección a través del martirio, la sabiduría de un pueblo elegido justamente por su pobreza, un Padre que nos abandona en el desierto pero nos llama desde lejos, la fraternidad descarnada de los Hijos bajo su sombra son los eslabones de esta religiosidad. Junto con una infinita ternura por las criaturas que han de hacerse adultas luchando en la sordidez, lo pequeño y «débil de espíritu» se muestra como el medium privilegiado de cualquier revolución, también de una posible epifanía de lo divino.
Si a todo esto añadimos un cierto misticismo de la naturaleza, que reconoce profundidad allí donde otros sólo ven la apariencia inanimada y mecánica de las cosas (en el Friuli se pasan horas ante una hoja o una mano para intentar comprenderlas), compondremos el retablo que enmarca incluso al más «apocalíptico» Pasolini. El hombre que nunca se avergonzó de una contemplación que impide el juicio moral definitivo, incluso sobre los enemigos, por respeto a cierto misterio de la existencia, mantiene a la vez una aspiración febril de retorno a una justicia «comunista» anterior a la división del mundo que ha impuesto el diluvio de la usura. Hasta su homosexualidad, confesada tempranamente sin alardes, podría vincularse a la imperiosa necesidad de proselitismo en un cripto-cristiano cercado por el desamor del orbe moderno. Como si él debiera derramar su semilla y renunciar a la descendencia, permaneciendo libre de cargas sociales[1] para sostener una particular vigilia que, a pesar de su desmesura, nunca careció de tintes ascéticos. Estamos muy lejos de ironizar con facilidad sobre todo este magma, más aún cuando es atravesado a pecho descubierto, sin la protección de ecclesia alguna, tampoco de la teología «progresista» o la liberación sexual que apuntan con éxito en esos años[2].
1. Pasión, ideología
¿Progreso, sociedad, producción? Simplemente, lo trágico es la ruptura definitiva de tal continuidad, la irrupción de lo sagrado en la vida cotidiana. Aun con el soporte inicial de un idilio con el navío comunista, ¿cómo puede vivir un hombre sobre el que se ha posado la mirada de un dios? En principio, se da una pasión ferviente por la tierra, por el campesinado y su misteriosa hondura. Al dejar el Friuli, Roma aparece «diseñada en el vacío», mientras el arquetípico orbe natal se tiñe de la hiel de la partida. Al inicio, algo de Rousseau tal vez, de una pródiga barbarie primitiva, no calculadora. Pero todo esto pronto se carga con una nostalgia agresiva, a medida que entre la realidad histórica y el poeta se crea el espesor del mito[3]. Edipo re o Porcile nos empujan a un «humanismo» que ha de dialogar con lo inhumano, una trémula sacralidad que se mantiene en las antípodas de, por ejemplo, la reciente fe de un Vattimo. Emana poco a poco del autor de Las cenizas de Gramsci el «mito anti-hegeliano» de la naturaleza, un suelo humeante que no conoce las superaciones, pues todo coexiste en él. Únicamente los que creen en el mito son realistas, pues la naturaleza es antinaturalista, «hierofánica», según llega a decir[4]. El propio milagro, que salpica desde el principio sus películas, es para Pasolini la explicación inocente e ingenua del enigma real que habita en el hombre, del poder que se disimula en él. Por eso la otra cara del misterio es la capacidad para la organización práctica, como manifiesta la admirada figura de San Pablo.
Se ha señalado una dramática oscilación entre la política (Gramsci) y una vitalidad inconciliable con compromiso programático alguno. Hay un plano en el que el dolor humano no puede cambiar, como tampoco cambian la pasión y el amor, puesto que se presentan como la señal de un límite fundacional en la condición del hombre. La antropología que brota de ese origen, con su inclinación a los valores telúricos de las civilizaciones pre-industriales, lleva a Pasolini a viajar por los países pobres, a amar los países del Tercer Mundo con «un amor de campesino irreductible». Si de niño, soñador, ya se embriagaba con el atlas, la India, Marruecos, Siria o Turquía pasan después ante sus ojos como las gemas sueltas de un anillo roto por la apisonadora del Desarrollo. Es necesario remontarse a antes de la era industrial y técnica para reencontrar el hilo de esa libertad, aunque, en un principio, ese «antes» no sea inevitablemente cronológico. De hecho, al llegar a Roma a finales de los años cuarenta, confiesa sentir una terrible nostalgia por la tierra cultivada y, a la vez, encontrar un eco de esa profundidad explorando la periferia de las zonas romanas, el mundo subproletario y la malavita. Básicamente, el gesto apocalíptico que nunca le abandonará proviene del enfrentamiento de la totalidad del orden urbano, con su derecha y su izquierda civilizadas, a la religión de las afueras, a un universo suburbano que, lejos de ser superado por los nuevos centros, pervive cargado de una enorme vitalidad. Cuando el desencanto de lo estrictamente político llega, cosa que no tarda en ocurrir, los chicos de la calle, los delincuentes, los bajos fondos y sus monstruos se mantienen como un sucedáneo desesperado del viaje romántico a la policromía que ha sido tapada por la planificación neoindustrial.
Ciertamente, no habría que ver ante todo mugre, obscenidad y violencia en Ragazzi di vita (en sus estatuas engastadas en el fango, mientras el sucio Tíber desvaría) sino más bien un afán casi místico de sentido que ha de descender al arroyo. Late ahí un enorme amor por la realidad, un amor alucinado, infantil y pragmático a la vez, muchas veces tomado por impúdico. Un amor religioso, además, en la medida en que se basa, en cierta manera por analogía, en una especie de inmenso fetichismo sexual. Vale tal vez para los personajes de esta novela lo que se dijo del joven huésped-dios de Teorema: precisamente por excesivo, tienen una pureza y una humildad de animales. Con un realismo despiadado, que se entrega sin sentimentalismos al ritmo de una furiosa supervivencia, Pasolini no oculta su fascinación por ese mundo elemental. Más tarde se llega a hablar de una «complicidad entre el subproletariado y Dios», pero es comprensible que de este materialismo sagrado la ortodoxia progresista, incluso de extrema izquierda, pronto no quiera saber nada.
Sin embargo, en el temprano interés por lo «socialmente misterioso», por una existencia (interclasista o prehistórica) no pensada por el marxismo, hay política, pues Pasolini, en el escenario de una emigración masiva del campo a la ciudad, ve que el tradicional esquema marxista se disuelve en el neocapitalismo, sin resistir al nuevo poder del consumo. En esta postura existencial se mantiene una resolución política (la de lo impolítico, diríamos hoy) porque el nexo entre derecha e izquierda, la clave del compromiso histórico hacia el centro es el general abandono del mundo antropológico de la pobreza. Cuando, para él, las revoluciones están hechas en el mundo por los pueblos más próximos a la tierra[5]. Más que la ideología, es esa masa parda de desheredados, como un limbo, la que permite resistirse al flamante poder permisivo que se ensaya en nuestras sociedades desde finales de los cincuenta. Tal «religión natural» (libre, pues Pasolini confiesa no haber sufrido ninguna presión institucional) le enfrenta desde luego al cristianismo oficial, pero ante todo al estilo laico del reciente poder de «centro» hacia el que converge todo el espectro político. En Scritti corsari dirá que ningún fascismo ha hecho tanto daño a la Italia profunda como el hedonismo consumista[6].
Cuando en Teorema la criada se entierra en el fondo de una obra (por lo demás, el único momento optimista del film) se quiere recordar que las civilizaciones anteriores no han desaparecido, sino que solamente está enterradas. La civilización campesina permanece soterrada bajo el universo obrero igual que el frenesí de Eros aguarda bajo la costra estereotipada de los ritos actuales. Según esta mirada, una pasión arcaica, con su poética y su peligro, espera el momento. No es únicamente que Pasolini esté preparado entonces para una hipotética catástrofe, sino que ha de vivir en permanente estado de crisis con una época que intenta apartarse de la profundidad del viejo mundo[7]. Es necesario por eso rehuir todo atajo ideológico, simplemente político o histórico, que ahorre la vivencia de la amplitud trágica, una anciana economía del ser en la que hierve la multitud de los olvidados. La revolución no puede dejar de asumir el mundo hierático del pasado, una primitiva violencia en la que se revela la hermandad humana. Después de reconocer con alivio nuestra incapacidad total de vivir el futuro y de no poder crear nada sin relación al pasado dice, entre irónico y amargo: «Me he sentido desplazado a la derecha… Y acepto ese desplazamiento. Me reconozco en crisis, en un estado de desesperación, pues hay motivos de espera que yo ya no puedo permitirme. Me he hecho viejo, he aceptado ya demasiadas cosas»[8]. Aunque aclara que se trata de paciencia, no necesariamente de obediencia y sumisión, el rescate de ese pasado remoto exige renunciar a toda perspectiva inmediata de revolución y la paciencia casi oriental de la profecía: «Desgraciadamente, siempre me he fijado un horizonte situado a millares de años»[9].
Por así decirlo, la revolución no debe enfrentarse a lo inamovible, tampoco al conservadurismo, sino asumirlos íntegramente. Tal contradicción flagrante, que él defiende políticamente[10], impulsa sus polémicas públicas, sea sobre homosexualidad, el aborto o la droga. En ninguno de estos temas, particularmente en cuanto al aborto, su postura es fácil o unívocamente progresista. Fijémonos en este pasaje: «Que los jóvenes se droguen hasta que no puedan más, y que los otros, los biempensantes, repriman, o finjan hacerlo, como mejor les parezca. Ni la droga ni la represión resuelven nada. Yo tolero la toxicomanía, igual que los films pornográficos, lo que no me impide juzgarlos como subproducto de nuestra cultura»[11]. Tampoco se permite ser ligero en el tema de la liberación sexual; en el terreno de esa moral, «el estudiante más evolucionado no está más avanzado que un cura de la vieja escuela». Si Teorema propone un «evangelio de la sexualidad» lo hace, muy lejos de todo optimismo liberador, al precio de lo peor, la soledad y la locura, el incesto, la muerte. Nuestro autor dice simplemente no proponer soluciones y limitarse a una vía «experimental», pero en este punto una suerte de pesimismo freudiano no le abandona. Es necesario filtrar Eros con Thanatos, ya que fuera de las murallas ciudadanas de la ratio comienza la desmesura, la «anomia» castigada por los dioses. Edipo mata a su madre, Medea a sus hijos, Julián ama en Porcile los cerdos y se hace devorar por ellos. Si tomamos como ejemplo a San Pablo, la de Medea es una suerte de conversión al revés, pues pasa de la integración al peligro de un exterior sin reglas. Confrontado a la «raza del espíritu» en el cosmos hierático de Medea, el racional y pragmático Jasón desencadenará una tragedia espantosa, como Occidente de hecho lo hace masivamente cuando tropieza con una civilización arcaica.
Lo que fascina en todo esto es la fulguración desmedida del amor, fuera de toda protección social. La libertad que aparece en estas narraciones es monstruosa, pues obliga a vivir al margen de toda Ley. No obedece a ningún código y genera figuras inasumibles, una «epifanía del doble en nosotros», como dirá en el poema Endoxa, que al final puede llevar a la muerte. No obstante, es imprescindible asumir ese riesgo, pues si la libertad ha de ser salvaje, el «castigo» tiene que existir, inscrito en las consecuencias de la acción. De este modo la libertad no rompe con el hierro de la necesidad, sino que gira en torno a ella como en un suelo hipnótico, dentro de una espiral de destino que es desvelado paso a paso. La libertad no «se alcanza», es un camino (una condena, había dicho Sartre) que no deja nunca de recorrerse, de buscarse. Al seguir el movimiento del hombre este esquema cíclico, sin ascenso ni progreso, podemos ver en él una versión asumida, querida, de la «obsesión de repetición» de Freud. Existe la certeza de una imperfección constitutiva, no susceptible de mejora, en cuyo calvario se incuba el poder del hombre. Pasolini defiende esta infraestructura hierática, transpolítica, una prehistoria enterrada en el presente de la que la poesía y el cine dan cuenta. Todo esto, nunca lo disimula, con su correspondiente nostalgia del pasado: «soy comunista porque soy conservador», dirá en «Una disperata vitalità», al final de Poesia in forma di rosa. Tal vitalidad desesperada, sin cielo ni signos protectores, explica esa extraña amalgama, que se adelanta con brusquedad a su tiempo, de épica comunista y teología de la redención, de gris industrial y color medieval, de revolución y profecía.
Gradualmente, se llega a no poder desear una revolución (socialista o neocapitalista, las dos unidas en su odio a las raíces telúricas) que nos arranque de la insuficiencia donde se incuba la relación con lo sagrado. En realidad, llega a parecerle una herejía la emancipación moderna, pues supone la liberación de una sagrada Necesidad. En el tardío escrito Los jóvenes infelices[12] dirá: «El cuadro apocalíptico de los hijos que he esbozado más arriba comprende a la burguesía y al pueblo. Las dos historias, por tanto, se han unido, y es la primera vez que esto ocurre en la historia del hombre. Tal unificación ha ocurrido bajo el signo y por la voluntad de la civilización del consumo: del ‘desarrollo’… cuyo carácter es totalitario -por primera vez verdaderamente totalitario- aunque su carácter represivo no sea arcaicamente policíaco… ¿Por qué tal complicidad con el viejo fascismo y por qué tal aceptación del nuevo fascismo? Porque hay -y esta es la cuestión- una idea conductora sincera o insinceramente común a todos: la idea de que el peor mal del mundo es la pobreza y que, por tanto, la cultura de las clases pobres debe ser sustituida por la cultura de la clase dominante. En otras palabras, nuestra culpa de padres consistiría en esto: en creer que la historia es y sólo puede ser la historia burguesa«. Como vemos, es posible que la crítica pasoliniana sea «apocalíptica», pero lo peor de ella es que se trata de un apocalipsis medido, preciso, cargado terriblemente de razones.
2. La ardua certeza de lo incosumible
Por una parte hay un odio mítico y religioso hacia la burguesía, hacia su afán higiénico de ruptura con la antigua profundidad, su comedimiento, su vulgar suficiencia. Pero se desconfía también de sus hijos, del último poder correcto, limpiamente laico, pacífico, hedonista. Ser socialista es ser burgués y conservar la buena conciencia, con todo el descaro que permite la era tecnológica actual. Como dice el cuervo de Uccellacci e uccellini, el tiempo de Brecht y de Rossellini ha terminado, pues no queda un valor ingenuamente político al que aferrarse. Lo que unifica por debajo a izquierda y derecha es el nuevo «fascismo» contra la tierra, contra su mezcla y su constitutivo subdesarrollo. La llegada del poder del consumo, el «aggiornamento» del catolicismo al tiempo, la integración del partido comunista y la evolución de los acontecimientos en la URSS y en China, sumados al desencuentro con la extrema izquierda, impide las viejas esperanzas. Teorema y Porcile son de hecho parábolas sobre el fin de un mundo, fin que exige una arqueología del pasado para conservar una idea mítica de revolución, aunque dentro de una ironía atroz.
Se querría levantar una resistencia que no fuese simplemente «política». Pasolini dice sentir asco físico ante una cultura del consumo que arrasa el mito de la naturaleza, sintiéndose obligado a luchar contra un globo perfectamente homologado y aculturado como «último depositario de una visión múltiple, magmática, religiosa»[13]. Como mantiene un vínculo insobornable con el espíritu preindustrial de las cosas, nuestro autor no puede aceptar su transformación en mercancía, en cliché intercambiable. Las masas están condicionadas para ser receptivas a los productos de serie, y la serie es el modelo técnico de la repetición, que tritura la mítica cualidad terrena. A partir de esta comprobación el humor ha de predominar sobre la agresividad. Se ensayará tanto un regreso al mundo hedonista de Boccaccio o de Las mil y una noches, como al sadismo de la República de Salò, pues lo que en verdad importa es sostener un «auto sacramental» de lo inconsumible.
El consumo busca deforestar primero la cercanía, la propia comunidad humana. Pasolini insiste en que nunca ser distinto ha entrañado una culpa tan espantosa como en este periodo de tolerancia[14]. Con un espíritu pragmático y hedonístico, en un universo inmanente y terreno, el ciclo del consumo ocupa diabólicamente el lugar del antiguo tiempo circular. No restaura nada y no regresa a nada. Sólo tiende literalmente a cancelar el pasado, sus Padres, sus religiones, sus mitos y formas de vida. Representa en conjunto una laicicidad que, con su potencialidad milagroso de rescate y regeneración, no se mide más que con la religión. Uniendo la periferia al eje, aboliendo toda distancia simbólica o material, el Centro emergente, funcionando en una omnipresente dispersión muy bien representada en el fulgor televisivo, ha asimilado la totalidad de los países ricos, provocando un verdadero cataclismo antropológico[15]. El consumo mantiene además una urgencia chantajista, un ansia neurótica de inmediatez y de reformas que actúa como sucedáneo de la vieja revolución. Como en otros aspectos, también aquí la herrumbre del poder se une a un desenfadado «inconformismo». Para una sociedad cansada y senil, el consumo es un modo frenéticamente juvenil de eludir la muerte, un modo de implicar a la juventud en la moderna tarea de organizar socialmente el aislamiento, una «calidad de vida» suprasensible. Es cierto que toca particularmente a los jóvenes, los toca en su íntima inquietud con una espectacular oferta de profanación, poniéndolos al frente del recambio incesante que consigue que nada cambie. En realidad, un objetivo neurálgico del tardocapitalismo es consumir también el aparato del poder, de tal modo que éste ya no comparezca separado, como aquel «monstruo frío» que maquinaba aparte, ciego, sin entrañas. Al menos aquel poder, como dice un personaje de Salò, permitía una disidencia frontal: «Las sociedades represivas reprimen todo y, por tanto, los hombres pueden hacerlo todo». Por el contrario, las sociedades permisivas permiten algo y sólo se puede hacer ese algo. Lo cual es terrible»[16]. No obstante, este último poder tolerante expresa posiblemente lo que siempre ha sido el mecanismo interno del capital, más cercano a una lógica cultural y a una metafísica que a ninguna «infraestructura» económica y represiva.
Tras las ilusiones de décadas anteriores, no son solamente las revoluciones rusa y china, posteriormente la cubana, las que devuelven a la cruda realidad. Además, el neocapitalismo parece seguir un camino que coincide con las aspiraciones de las masas. En el sur de Europa, como en Eritrea o en Brasil, se puede comprobar que la gente quiere progresar, dejar atrás la inseguridad del mundo antiguo. El cerco se cierra contra las visiones del poeta. Como en los peores tiempos del pasado, la propia noche italiana está sola, en manos de profesionales y asesinos: los intelectuales no saben nada de esto porque se resguardan en sus casas, gratificados por la «producción de modernidad» que les sirve la televisión. De este panorama brotan la contemplación y la ironía a los que se ve empujado a regañadientes: «Creo que el humor me ha llegado insidiosamente con la madurez, como una especie de sabiduría»[17]. El humor corrige la crueldad del desencanto, aunque él sabe que los héroes jamás tienen sentido del humor; éste es siempre burgués, dice, y el anglosajón es su modelo perfecto. En resumidas cuentas, otro aspecto de lo trágico, que condena a la inacción, es no poder ya ser revolucionario y tampoco poder ser conservador. Pasolini se siente empujado al equívoco y la soledad constante de una rebelión sin meta política, puramente negativa en apariencia, ahistórica. Sin embargo, a pesar del creciente desencanto, continúa sintiéndose «en el movimiento»[18], como si, a la manera de los existencialistas, hubiera que luchar por el beneficio que emana de la misma lucha y de los lazos comunitarios que crea, al margen de los resultados prácticos.
Después de Uccellacci e uccellini, Pasolini se aparta de la contestación juvenil que reencuentra los esquemas primitivos del marxismo y entra en una soledad creciente, a la deriva[19]. Enseguida aparecen los problemas con la extrema izquierda. En un conocido poema de finales de los sesenta, llega a tomar partido por los policías, «hijos de campesinos», contra los estudiantes. Pasolini se siente enfrente de la ficción revolucionaria, de la insurrección simulada por los «dandies» del desorden, que para él son marionetas del terror helado del neocapitalismo. Les echa en cara una misma instrumentación del arte e idéntico moralismo utilitario, aunque contestatarios. En realidad, la contestación se limita a cambiar un esquema utilitario por otro. Crece ante esto en el poeta un amargo sentimiento de condena, una «cesación de amor» que estalla en el famoso escrito de 1975. Después de haber levantado barreras frente a los padres para relegarlos al ghetto, dice, ellos mismo se ven ahora en el ghetto opuesto. No tienen de hecho ninguna expresión, son «la ambigüedad hecha carne». Les acusa de poner en pie una «revuelta codificada» que tiene demasiado respeto y demasiado desprecio a la vez, un exceso de paciencia y un exceso de impaciencia. Estos jóvenes quieren destruir, se colocan al margen de la cultura (está cercano el ejemplo de China). Son ignorantes, arrogantes, ruidosos, estandarizados, tontamente ideologizados, pragmáticos, utilitaristas. Obedecen al neo-capitalismo, le prolongan incluso en su enfrentamiento a la familia. Abandonan la cultura por la militancia, se desentienden de lo ahistórico, la contemplación, el mito: como el buen técnico, deben ignorar el pasado para volcarse en la acción[20]. En Escritos corsarios hay frecuentes alegatos sobre la estandarización de elite que representa ese «lenguaje de los pelos largos». Su furor iconoclasta ha hecho perder demasiado tiempo a los jóvenes. Por puro esnobismo, han hecho el vacío gratuitamente, por una histeria de la «superación» y, en el fondo, buscando una integración a su medida. Si fuera para instaurar la anarquía total, dice, uno sería el primero en quitarse el sombrero, pero se trata de una anarquía mental y «literaria». Al escindirse de toda referencia poética a la vida humana, confiesan indirectamente su impotencia. Su literatura (se refiere particularmente al Grupo 66) es de hecho consumida, no leída.
Pasolini se siente cada vez más escandalizado por la ausencia de un sentido de lo sagrado entre sus contemporáneos, sentido mortalmente amenazado por el consumo En esencia, éste no es nada más que un intento de agotar lo Otro entre los hombres, tensando espectacularmente la consistencia social que busca el capitalismo. Frente a esto, Teorema es la alegoría del dios entre los hombres, repitiendo la obsesión por la santidad terrenal que le emparenta con Buñuel, con quien proyecta colaborar en Simón del desierto. En las últimas cintas se intenta utilizar la profanación contra lo profano del mundo moderno, en un intento de romper la mediación consumista que lo devora todo. A este servicio se pone ese tuteo con el Mal que heredamos del artista y que aún pervive entre nosotros, una relación que, como es sabido, le costó cara. El mantiene una suerte de simpatía por el diablo, un heroísmo del mal, no lejano al de Bataille o Blanchot, que busca en la furia de la negación reencontrar el sentido de lo sacro. Como si fuera necesario, en este orden de arrogante inmanencia que él ve crecer, establecer unos nuevos límites para que se abra el sentido de la tragedia, propiciar una Caída a partir de la cual sea posible un nuevo inicio, un equilibrio orgánico de fuerzas. Con el rigor que acaso solamente un «laico» puede tener, el elogio de la barbarie debe ir parejo con la nostalgia de lo sagrado, para que ésta sea algo más que nostalgia, puramente interior. Pasolini busca desesperadamente un nueva posibilidad de pecado, la gracia que viene de las lágrimas. La palabra barbarie es la que más le gusta del mundo, dice, porque sólo los bárbaros lloran, y es el hombre moderno quien pretende que es indigno llorar.
Así pues, tras el brillo de las reuniones culturales, es inevitable el regreso a la soledad de las noches sórdidas, al amor incorruptible por los arrabales, los charcos hediondos donde se reflejan inobservadas estrellas. Es preciso someter el cielo de la belleza a esa prueba, huyendo de toda estética que no arrastre una ética profunda. Es necesario no olvidar nunca lo fracasado, lo triste y excluido, como si en su llorosa marginalidad hubiera algo central que antes ha de atravesar el calvario de la impotencia. Una y otra vez se repite la imagen de una ineludible travesía del desierto. Después de todo, el origen de la creatividad pasoliniana es una angustia tan vasta como el amor de madre que recibe, que le desarma ante las aristas del mundo. Se ha conocido una infancia nómada, marcada por una larga serie de traslados. La ruina paterna, la dolorosa entereza materna impiden olvidar el mundo de los desheredados, arrojando continuamente a la búsqueda de nuevos afectos, con frecuencia a las puertas del horror. Resignado a una inmadurez creadora, extremadamente ávida y generosa[21], que siempre ha de poner otra vez la totalidad de su vida en juego, tal vez su propia elección de una sexualidad clandestina tenga alguna relación con un intento de huir también ahí del dispositivo social, así como de una paternidad cargada de servidumbres, para poder reivindicar precisamente el nombre del Padre, de una insondable hondura, en esta sociedad encharcada en la obscenidad del cuerpo «femenino» de la masa. El centauro bisexual de Teorema, varón que penetra y se deja penetrar, no deja de traslucir la nostalgia de una androginia primordial, de una completud angélica. El interés por lo pequeño (héroes adolescentes, niños, dialectos), así como la obsesión por la mujer, a la que llega a «rafaelizar», viendo sólo el lado angélico, se debe también a que los ve como unos excluidos. Recordemos en este punto una afirmación significativa: «Cuando le digo que tengo la mentalidad de un animal herido, expulsado de la manada, no miento»[22].
3. Ontología del escándalo
Por esta fidelidad a lo ahistórico, en nombre de una minoría de edad irreparable, se han de traicionar todas las causas ganadoras. Como la dualidad trágica de la vida (pasión e ideología) no es superable, Pasolini se niega a la resolución dialéctica de la existencia, más aún si, a diferencia de Sartre, cree en una sustancia mítica de su indeterminación constituyente. «No hay proporción entre los milagros revelados y todas las demás cosas que se hacen en la vida»[23]: cierta clase de creadores son siempre incómodos porque permanecen atados a la necesidad de una única obsesión, a la certeza negativa de un afuera irresoluble, de una estructura intrínsecamente deficitaria (o, lo que en este caso es igual, excesiva). Esto les convierte en hombres primitivos que han de pensar por sí mismos, obligados a respirar el peligro de lo abierto y a dejar todas las causas que ya «han llegado», que han triunfado históricamente. En el caso de Pasolini, la pasión por lo convulsamente original es imprescindible para mantener la comunicación con el exterior, la única y paradójica manera de que lo ancestral se abra un camino, rasgando la inercia y los pactos de un presente simplemente social. Es obligado para él ser nómada pues, como diría Deleuze, está aferrado a una región central que no tiene cabida en el día moderno. Como algunos místicos, por su hilo directo con una sacralidad que no admite mediaciones ni puede prescindir del sacrificio, está siempre al borde de la hoguera de nuestra edad media.
Lo más grave es que le salva del juicio de los otros la dureza de su propio juicio, que le arroja a una crisis continua[24]. En realidad, no se engaña cuando insiste en que nunca ha poseído una ideología en el sentido habitual del término. Pronto está demasiado lacerado por la paradoja elemental de la existencia como para que la obsesión política, típica de esas décadas, le libre de nada o de nadie. Hablando en propiedad no es un «intelectual», puesto que no posee la distanciadora reserva de un armazón teórico que le ahorre agotarse en cada giro del presente. Por el contrario, en cada ocasión sale a flote de las crisis con otro acto creador que ha tenido que reconstruirse desde cero, brotando con una extraña densidad poética. Por lo mismo, ha de apartarse del éxito fácil de algunas de sus obras (es típico el ejemplo del hedonismo medieval y oriental en la Trilogia della vità, después renegado en el horror de Salò), ya que siente la obligación de mantenerse en un desgarro desde el que pensar libremente la condición «prehistórica» de esta época ruidosa. Para Pasolini es necesario devenir continuamente minoría dentro de la minoría tipificada para así, fuera de toda cobertura, pensar la condición mítica de esa mayoría que calla, apartada, ni siquiera presente en nuestras estadísticas.
En suma, se desconfía de todo lo que sea poder cultural, celebridad, historia triunfante. Un hombre que ya ha triunfado «ha perdido buena parte de su dignidad», por tanto Pasolini mantiene una repugnancia instintiva hacia los nuevos sacerdotes, unos grandes nombres que le producen «migrañas» porque tapan el parto bárbaro de lo nuevo. Él también se ha construido «un lugar al sol», ha conocido su celebridad (al menos desde Chicos del arroyo), pero después comprueba que es una trampa mortal que esteriliza el viento en el que debe vivir y trabajar. Es como si el reconocimiento social le hubiera llegado demasiado tarde para hacerle olvidar la espléndida escuela del dolor, de la desolación y el fracaso[25]. Se erige así en un buen ejemplo de la figura «pública» cuya relación íntima con el infierno le salva del temor o la admiración hacia el Goliat gregario, incluso le obliga a enfrentarse quijotescamente a él. Mantiene como una doble y agotadora lucha: primero emerger con una obra abrupta en busca de reconocimiento, rompiendo el silencio o la costra de tópicos que le ahogan; después, retirarse para no ser sepultado por la ortodoxia de lo que él mismo ha creado. Este dilema le obliga a una guerra de guerrillas constante, una escalada progresiva en su agresividad, hasta llegar al horror de Salò o le centoventi giornate di Sodoma, como si no pudiera soportar el aplauso y necesitase volver a la clandestinidad, enturbiando su imagen. Aparentemente, es intolerable una luz diurna que olvide el silencio de la luna, que no sea solidaria con el rastro secreto de la serpiente. Tal vez por eso sólo se asume el «éxito» en el momento del escándalo, cuando desgarra las conciencias. La amarga abjura de la Trilogía («la vida es un amasijo de insignificantes e irónicas ruinas») habría que inscribirla, entre otras cosas, en la dureza de este método.
Es obvio que no existe una obsesión precisamente «narcisista» en tal mecanismo de autoexclusión, pues la continua rasgadura que ejerce en su propia imagen pública le es imprescindible para renovar la piedad hacia lo pequeño, la fraternidad con las sombras de lo desconocido. Lo suyo, es cierto, es la obstinada «elección de sí mismo como instrumento de escándalo» (Teorema), pero del délfico sí mismo que ha de volver a nuestras salas cargado con el polvo del desierto, de aquel paraje que el rebaño moderno ha olvidado. Hay una alianza de los sentidos en la vieja condición del Hijo, alianza que sólo puede tener un diseño: el círculo del desierto, semejante a un poderoso regazo[26]. El desierto se presenta como la única parte de la realidad que es indispensable, la única cifra sumatoria de todas nuestras posibilidades. El precio de la resacralización, de un posible regreso al reino del amor que el orden moderno prohíbe es, al menos por un momento, despoblar el mundo de hombres y de historia, dialogando con lo inhumano que nos es común.
En nombre de esa salvaje otredad despreciada por lo social, Pasolini necesita también ser odiado, mejor dicho, una adhesión que pase la prueba del odio[27]. La enemistad que suscita, dice, la siente como «racial»: es el racismo que se ejerce contra todas las minorías del planeta. Aunque, literalmente, al odiar así el público «no sabe lo que hace», pues ignora que ahí se ha necesitado vencer el mal abrazándolo. En efecto, al menos para Rilke, el diablo es el ser más desamparado, el más necesitado de nuestras preces[28]. Habita el territorio propio un animal herido, dejado a la cola de la manada y esforzándose en regresar. Valdría en este caso para el escritor de Il sogno di una cosa lo que alguien dijo de Nietzsche: un hombre tímido que se ve obligado a gritar.
Hasta cierto punto, la experiencia de Pasolini recuerda los trabajos de Sísifo, pues cada libertad alcanzada engendra por otra parte su propia servidumbre, de la que hay que liberarse de nuevo. Este agotamiento eterno, sin testigos, surca el rostro del poeta. Sus ropas pulcras, sus zapatos y trajes sórdidamente elegantes, su pelo recortado enmarcan la seriedad de una expresión consumida, casi siempre triste. Esa misma soledad entre rodaje y rodaje, a veces en ciudades por completo desconocidas, es la que le permite leer y escribir sin cesar, desarrollando una labor polémica que sigue siendo solidaria con la memoria de un margen irreparable. En él, que había dicho que solamente la muerte permite el montaje definitivo de la película de nuestras vidas, el misterio de su muerte final sella una ambigüedad que, de todas todas, parece que le pertenece[29]. Estamos habituados a entender en el modo de morir un signo, pero quizás fue sólo víctima de un accidente siniestro, aunque no dejase de estar inscrito en su sistema, mientras él llevaba camino, a pesar de tanta cólera, de reconciliarse con sus entrañas. Acaso también con esa luz que todavía no ha agotado su misión sin vínculos con las cosas de este mundo.
1. Il Vangelo secondo Matteo: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mateo, 12, 48). |