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‘Lohengrin’, un Wagner casi zombi

Attilio Glaser con las icónicas alas de Lohengrin en la Deutsche Oper de Berlín
Attilio Glaser con las icónicas alas de Lohengrin en la Deutsche Oper de Berlín

En memoria de Carmen Rodríguez Baladrón

Lohengrin es sin duda una de las mejores óperas de Wagner. La Deutsche Oper ha decidido reponer su producción de 2012. La que se hizo icónica por las alas de cisne que el tenor protagonista lleva durante la representación. Unas alas que le dan un aire angelical, más que de pájaro, en un momento en el que a los homosexuales masculinos les dio por fotografiarse con alas de ángeles. Moda que aún sigue.

Pero Lohengrin no es un ángel. Aunque llegue envuelto en el misterio. Pues antes de ser real era un sueño de Elsa de Brabante. Ella sabía que cuando fuera acusada ante el rey de los alemanes de haber matado a su hermano, cosa que no era cierta, un caballero vendría, se batiría por ella y ganaría en el combate. Demostrando su inocencia ante Dios y los hombres. Sí, este es el planteamiento de la obra.

A cambio ese hombre la pide en matrimonio, a la vez que le dice que nunca debe preguntarle ni nombre ni procedencia. Ella acepta la oferta, pero luego le entran las dudas. Dudas azuzadas por la mejor peor amiga posible, Ortrud. Un comecome que la llevará seguramente por donde no querría ir.

Por cierto, esta es la obra de la famosísima marcha nupcial / Treulich geführt. Esa que se sigue usando del mismo modo en bodas de toda condición y en ficción cuando suenan campanas de matrimonio. Y que se reproduce con mejor o peor fortuna urbi et orbi sin que se sepa que celebra un matrimonio libremente aceptado pero que nace bajo el signo de la sospecha. Sospecha del asesinato de un niño, el infante de Brabante. Y sospecha de quién es el marido.

Apuntes al margen esta es una producción que prima la parte musical. En la que la puesta en escena pone acentos, pero se dedica más a ilustrar y adornar que otra cosa. Cuenta poco o nada lo que está pasando en el drama. De ahí la incoherencia de decisiones tomadas. Hay tal mezcla de formas y estilos que aquello es pura confusión.

Por ejemplo, el título de la obra sale en el telón pintado como un grafiti ¿tiene algo que ver con lo que se muestra en el resto de la función? No. Pero allí te lo plantan al principio y al final de cada acto.

Por ejemplo, una cruz en horizontal y elevada que se usa en el segundo acto, para que la buena y virginal Elsa pasee por encima de los malos, que están bajo la cruz ¿en las mazmorras?. Un espacio atravesado horizontalmente por unas cuerdas verdes fluorescentes que parecen robadas de un antiguo museo de arte contemporáneo. Y que la cantante que hace de Ortud parece hilar en un movimiento de bruja y de alquimia.

Por ejemplo, el encuadre en perspectiva de la iglesia de ¿Notre-Dame de Paris? en la que se casan los protagonistas con un marco dorado y decimonónico.

Por lo que se acaba viendo a cantantes de ópera haciendo lo que siempre han hecho, ponerse delante del escenario y cantar técnicamente bien. Y como la música es bonita, al menos a oídos de los wagnerianos de pro y de los entendidos, pues tan contentos.

Además, Constantin Trinks, el director musical dirige con entusiasmo, templa gaitas cuando ve que alguien de la orquesta o de los cantantes se está entusiasmando tanto como él. Los lleva al decoro, aunque él no puede evitar cantar algunas estrofas como el público sentado en el centro de la primera fila no puede evitar escucharlo. Tiene su gracia. Además, está el asunto de las fanfarrias que ha distribuido por todo el teatro y las ha puesto en alto como viniendo del cielo. Y mola.

¿El público se ha enterado de algo? La anécdota está. Es decir, la historia contada al inicio de esta crítica. Pero los objetivos de los personajes y su misterio no lo están tanto. ¿Que mueve a los personajes a hacer lo que hacen? No se sabe, pues cuando cantan o no cantan la mayor parte de los cantantes mueven el cuerpo y tienen gestos y expresiones de malas películas de blanco y negro.

Sobre todo, Flurina Stucki, la cantante que hace de Elsa. Canta bien, algo que estos teatros cuidan mucho, pero expresa mal. Y eso hace que el segundo acto se alargue en demasía para quien quiere que más allá del chiste le transmitan qué está sucediendo en escena. Verse atrapado por lo inaprensible del misterio vital que mueve a los personajes a comportarse de esa manera.

El contraejemplo sería el cantante que hace de Lohengrin, Attilio Glaser. En el tercer acto, cuando tiene que explicar quién es, de donde viene y a adonde va, canta desde lo que no se puede contar. Hay en su canto algo que no podemos atrapar. El misterio humano que tenemos cada uno. El gap que hay entre lo que se puede decir y lo íntimo, que se oculta por decisión propia o simplemente porque no se tiene la capacidad para narrar. Y eso dota al canto de una belleza real. De densidad poética. Al que la iluminación cenital y como de iglesia ahumada de incienso ayuda en eso que el cantante está tratando de expresar.

Entre medias se queda la cantante que hace de Ortrud, Miina-Liisa Värelä que sustituye a Nina Stemme tan solo por un día. Aunque, no se sabe si es porque hace de mala malísima amiga de Elsa de Brabante y los malos en la ficción siempre triunfan. Hacen la gracia, a quien lo ve y lo representa, que no tienen en la vida real.

Lo demás queda en un bonito wagnenarismo. En el que todos salen contentos. El público también. Aplaude más de cinco minutos. Jalea a todos y a cada uno de los cantantes. Dedica más ovación a los que más le han gustado que coinciden con Miina-Liisa Värelä/Ortrud, Attilio Glaser/Lohengrin y el director musical cantante.

Y, por supuesto, celebran al coro y con razón, el mismo que ayer cantó en Los maestros cantores de Nuremberg con la misma maestría que en Lohengrin. Esta vez vestidos de soldados de todos los tiempos habidos y por haber. Mezclados en un totum revolutum de militares vivos y muertos. Un ejército de zombis. Como podría ser esta producción, una producción zombi, si no fuera por esos momentos de belleza, acierto y juego que se han comentado y en los que ha vida y esperanza.

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