Fue hace apenas unas horas. Acabo de echar el pañuelo, estrujado de lágrimas y mocos (como el de Colometa, salvo que en su caso incluía también sudor y, sobre todo, desesperación), a la lavadora. Pero la emoción no se ha desvanecido. Y tardará en hacerlo. Aunque más en el caso de Lolita Flores, que mañana volverá a la Sala Pequeña del Teatro Español de Madrid, y así casi todas las noches de la semana hasta el 23 de noviembre, para encarnar a Natalia, para dar vida, extraña, poderosa, tremenda vida a Colometa, la protagonista de La plaza del Diamante. Y le va a doler, como le dolió a Lola Herrera meterse hasta los tuétanos en Cinco horas con Mario, con quien este montaje acaso tenga alguna deuda, alguna concomitancia. Y no lo digo con desdoro, sino todo lo contrario.
Iba con mis reticencias y mis prejuicios. Por la devoción a una novela como la de Mercè Rodoreda, que con tanto fervor leí hace tanto tiempo ya y que con tanta fruición regalé. Porque no sabía si Lolita Flores iba a poder con semejante desafío, y ahora celebro haberme equivocado de parte a parte.
Tiene el teatro leyes y hechuras, encantamientos y locuras que cuesta horrores convertir en licor capaz de persuadir al no iniciado, al que acaso desprecia cuanto ignora, o al que jamás alcanzó a entender ni mucho menos a divertir o iluminar su expectativa con esta rarísima luz las oquedades del alma y del espíritu como suele cuando el arte y la sabiduría se conjugan ante los afortunados que en el teatro encuentran no un sucedáneo de la vida, sino su multiplicador.
Se trata de un monólogo. Y una escena única. Una actriz sentada la mayor parte del tiempo en un banco carcomido por las termitas de la intemperie, uno de esos bancos que cualquiera de nosotros (y tantos mendigos, y tantos enamorados) ha frecuentado cuando hemos buscado solaz, silencio, un lugar donde leer, pensar, cultivar el generoso aburrimiento que según Walter Benjamin es tan precioso si se quiere alcanzar algo que nos restituya. Un banco atornillado a una almadía, que así me pareció el suelo formado por tablas y tablones entre cuyas junturas brotan hierbas y hierbajos, como si el tiempo hubiera hecho de las suyas. Esa balsa inmóvil, con el banco a modo de toldilla sin techumbre, servirá para que Colometa nos cuente su vida a cuerpo gentil, buscando nuestra complicidad y nuestros ojos, y ahí es donde entran dos pericias que se han puesto a frotar cuarzo para que brote la chispa.
Lo cuenta con sencillez y elocuencia Joan Ollé en el programa de mano, cómo pasaron 35 años desde que una tarde en compañía de Josep Maria Benet y Jornet consiguiera de la propia Mercè Rodoreda en su casa de la parte alta de Barcelona el permiso para llevar su Plaza del Diamante a la escena. Y concluye su breve prólogo: “Han tenido que pasar treinta y cinco años para que Lolita Flores, hija de un hombre nacido a pocos metros de la barcelonesa Plaza del Diamante, nos cuente, sentada en el banco de las palomas, las varias vidas de Colometa. Todo un lujo”.
Vestida como de domingo de los años cincuenta, nos mira Lolita Flores a los ojos, a todos y a cada uno, como si a cada uno de los que esta noche hemos decidido aventurarnos en un teatro a que nos echen la buenaventura nos estuviera leyendo el pasado y el porvenir en los iris y en la palma de la mano. Desde que rompe a hablar nos damos cuenta de que ella y Joan Ollé han encontrado el tono, la respiración, la verdad. Ella confesará al final, embargada por la emoción de un triunfo extraordinario, mientras pide disculpas por los muchos errores cometidos, que tuvieron sus más y sus menos, y que se pelearon como es de esperar que se pelee quien lucha a brazo partido por un pedazo de arte y de verdad en ese sitio tan expuesto como un acantilado y que se llama teatro. Desde que rompe a hablar Lolita ya no es ella, aunque en ningún momento deje de serlo. Lolita le ha prestado a Natalia, es decir, a Colometa, todo lo que ella ha sido, todo lo que sabe, todo lo que ha vivido, lo ha que ha escuchado, lo que ha sufrido, lo que ha leído, lo que ha gozado, lo que ha encontrado y lo que ha perdido. Lolita Flores le presta a Natalia, es decir, a Colometa, su voz, su entonación, sus manos, su pecho, su peinado antiguo, donde no se mueve un pelo, como si la permanente le durara al personaje desde las vísperas de la Guerra Civil Española.
Cierto que se trabucará en más de una ocasión con las palabras, y con los gestos, a la hora de hacer cuentas (como su personaje), a la hora de mover el dedo en el chorro de agua una madrugada (pero vemos el dedo, y vemos el agua, y sentimos el frío, y la noche, y su desvelo), pero ella hará que los errores de la actriz sean los del personaje, le añadan un plus de humilde verosimilitud a esa figura que ha venido desde los años treinta en Barcelona a contarnos su adolescencia, sus primeros escarceos amorosos, su noche de bodas con el Quimet, sus dos partos, su palomar que un pintor (ella misma) pintó de azul, y la llegada de la guerra, y los trabajos, y el hambre, y la desesperación, y el miedo, y la muerte, y el Salfumán con el que iba a poner término al sufrimiento de sus hijos y al suyo propio, y al alma buena del tendero que le salvará la vida, y la reconstrucción desde aquella época pavorosa que no olvidamos, pero que ahora parece que nos empeñamos en olvidar otra vez mientras vemos cómo una parte de los españoles llamados catalanes que no se sienten españoles ni quieren serlo sueñan con ser libres siendo más otros, levantando otra frontera aquí, justamente, donde tanto hemos compartido, y sufrido, y tanto daño nos hemos hecho, y ahora se empeñan en una quimera, y vamos cortando lazos, avanzando hacia el desastre a pasos agigantados, y yo pienso en las historias de la guerra que me contaba mi madre, y en todos mis amigos catalanes, y en esta deriva que, me temo, nos puede llevar al abismo, e imagino, más ingenuo que Natalia, es decir, que Colometa, y mucho más ingenuo que Lolita Flores, mucho más, que esta obra acaso haría recapacitar a Artur Mas, y a tantos otros que se empeñan en cortar los nudos hondos con esta parte, que somos nosotros, y que no seríamos los mismos ya sin ellos. Como si el teatro pudiera cambiar el curso de la política, y el curso de la vida.
Yo no quiero arrimar esta conmovedora sardina (más bien paloma) de Colometa/Lolita Flores a mi ascua. Yo no tengo intereses ocultos ni obscenos. Fui al teatro este martes en que se desvanece septiembre y me di de bruces con una obra que me hizo llorar con aquella fruición que celebraba mi añorado Ángel Fernández Santos (“el arte de bien llorar”), porque gracias al talento de esta actriz que se desnuda aquí con la ayuda de un director que ha sabido llevarla de la mano a mostrarse sin miedo, a desgarrarse, a romperse ante nosotros desmenuzando la vida de una mujer que podría ser muchas mujeres que hemos conocido, que han vivido el siglo XX español, y que por fin hallaron su recompensa, su restitución. Con mujeres como ella hemos reconstruido este país de las cenizas de una guerra que todavía tiene cadáveres en las cunetas, en fosas comunes, sin la paz que merecen. ¿Y vuelta a empezar?
Una cadeneta de luces se derrama desde el cielo, desde los palcos de las fiestas y verbenas populares que van de Galicia a Gerona pasando por Burgos y Móstoles, por Ceuta y Gijón, por Bilbao y Alcazarén, por Andalucía y Murcia, por Mérida y Teruel, por Fuerteventura y Huesca, hasta el suelo. Son bombillas de colores con las que soñamos todos, nos dimos acaso nuestro primer beso, bailamos nuestro primer baile. Está la cadeneta tirada por el suelo, y al compás de la hermosa música compuesta por Pascal Comelade, que va y que vuelve, como una nana, como un vals, como una canción de amor que es como la del mar que se rompe y se rehace, las luces se encienden y se apagan, permanecen un tramo de la vida de Colometa, y se quedan muertas, a veces de colores, a veces mortecinas, a veces azules. Son como las luces de un navío que parece que va viento en popa y que de pronto se queda quieto, o se hunde, o va a la deriva, o no va a ninguna parte, como la propia almadía que a fin de cuentas es la vida, una vida a la que a menudo nos cuesta encontrar sentido, y algunos se empeñan en buscársela a base de banderines de enganche que primero exaltan los corazones y casi siempre acaban junto a la tapia del cementerio.
Yo sé que no era esa la intención ni de Lolita Flores ni de Joan Ollé, pero cuando esta noche de septiembre volví a sentir que el teatro es capaz de hacernos compartir un retazo de tiempo cargado de emoción y de experiencia, pensé que tal vez esta obra podría leerse también como una carta de amor a Cataluña que le escribimos desde una pequeña sala de un teatro de Madrid ante cuya fachada una pequeña estatua de bronce de Federico García Lorca le da de beber a las palomas de Mercè Rodoreda. No, no me dio vergüenza llorar, ni ver cómo mi pañuelo gris de hombre se parecía al pañuelo blanco de mujer que Colometa/Lolita estrujaba entre las manos antes de metérselo, como hacía mi madre, como hacían mis tías, en la manga de la rebeca.
A Lolita Flores me gustaría darle las gracias por el valor que ha tenido de meterse así, con tanto ahínco, con tanta fe, con tanta voluntad, con tanto arrojo en la piel de esa Colometa que nos cuenta una historia que es un pedazo de la historia de España, tristísimo y emocionante, con la verdad que el teatro tiene, no solo de espejo, sino de tobogán, no solo de eco, sino de pértiga, para que no se adormezca nuestra conciencia, no nos equivoquemos tanto, no nos volvamos a hacer daño. Aunque la vida lo sea, y esté tan cargadita de todo ello, a manos llenas, como supo Mercè Rodoreda, como supo Natalia, es decir, Colometa. Como sabe Lolita Flores. Muchas gracias. Buenas noches.
Fotos de Lolita Flores: Sergio Parra