Por fin. Después de tantos años sin uno solo de sus libros traducidos al castellano, la editorial Alpha Decay ha decidido dar el pistoletazo de salida con la publicación de una antología de textos de Iain Sinclair (Cardiff, 1943) a cargo del traductor y novelista Javier Calvo. Las razones de tal silencio editorial son misteriosas, “una anomalía perturbadora”, como afirma Calvo en el prólogo, y sobre todo un error garrafal, una metedura de pata por falta de atrevimiento, que no dice nada bueno de nuestra anquilosada industria editorial. Iain Sinclair es uno de los escritores ingleses más interesantes, con una cosmogonía personal y una prosa única, extraordinaria, que no se parece a la de ningún otro, capaz de mezclar en una sola página varios registros, tonos y géneros (de la crónica al ensayo, del relato de viajes al apunte de microhistoria cultural) y salir airoso. Desde sus primeros libros autoeditados, que él mismo se encargaba de distribuir por librerías underground de Londres, Iain Sinclair ha mostrado una curiosidad literaria por ir a contracorriente y seguir los pasos de la vanguardia, sin importarle la fama, el reconocimiento público o un lugar en el establishment literario de Reino Unido. Su libro Lud Heat (del que La ciudad de las desapariciones recoge ‘Nicholas Hawsmoor’, un texto de culto para entender su obra y la de muchos de sus epígonos) data de 1975, y no fue hasta su novela Downriver, de 1991, que cosechó varios premios, cuando comenzó a sonar su nombre en suplementos culturales. De ahí llegaron las grandes editoriales, las colaboraciones para periódicos, su ascenso lento y callado. Iain Sinclair era ya ampliamente conocido a principios del nuevo milenio como una suerte de demiurgo de Londres, de Crowley urbano para lectores inquietos, y sin embargo ha hecho falta esperar hasta 2015 para ver su primer libro traducido al castellano.
¿Miedo a su paroxismo local en torno a la ciudad de Londres? ¿Temor a que sus obsesiones de cartógrafo alucinado, que escribe con un estilo voraz, mágico (literal, sin intención retórica), heredero del mejor De Quincey y de todos los flanêurs letraheridos, sean intraducibles? Desde luego el trabajo de traducción de Javier Calvo es impecable, así que la respuesta seguramente radica en el temor a que la literatura de Iain Sinclair (rigurosa, extraña, que busca la deriva constante) sea minoritaria, lo que sería una pena, porque a mi juicio este libro, La ciudad de las desapariciones, forma parte del material más peligroso, adictivo y de una pureza insana que se puede comprar en la librería.
En primer lugar, porque abre una veta muy poco explorada en la literatura en castellano. Decía Borges (ya sé que es un lugar común citarlo, pero es que aquí viene al pelo como argumento de autoridad) que Quevedo era menos un hombre que una dilatada y compleja literatura. Lo mismo sucede con Sinclair: explora la ciudad para escribir, escribe por el placer de explorar la ciudad. De esa forma, despiertos por el paseante, tres temas se entrecruzan en una obra que borra las fronteras de la vida y el texto: uno, que los espacios tienen su propia psique, pasado y traumas; dos, la mente es la forma (hermenéutica) de relacionarnos con el medio, y por eso no deberíamos descuidar nuestro poder para percibir y sacudir el mundo; y tres, y en un sentido inverso a la teoría del “espacio interior” acuñado por J. G. Ballard, el espacio exterior no existe, es siempre de alguna manera una extensión de nosotros mismos, una prolongación, y por esa razón el espacio exterior se mete dentro de nosotros, nos oprime o nos libera. La misión de Sinclair ha sido siempre, desde sus primeros libros, topografiar su territorio, investigarlo a fondo, a la manera de un detective de la ciudad, desde los barrios sobre los que pesa el mito (como cuenta en el texto ‘Toros, osos y desalienamientos mitraicos: la intemperie de la City’, tan audaz como su título) hasta Hackney, su barrio de residencia (y al que le dedicó un libro en el año 2009, del que la antología recoge tres fragmentos soberbios), pasando por la M25, la autopista circular que recorrió a pie Sinclair con el propósito de sentir los efectos de su trazado y contarlo en London orbital (2002), o los ejemplos más recientes de intervención urbana y pelotazo urbanístico, desde la famosa Cúpula del Milenio (uno de los textos más divertidos de la antología) hasta la zona olímpica (‘Guerra de vallas’ y ‘Mis olimpiadas’, ambos de 2012). He leído en una entrevista que su obra, en un proceso casi inconsciente, se ha movido por círculos concéntricos, y del centro urbano de Londres de sus primeros libros ha pasado a recorrer los anillos exteriores (North Greenwich, Hackney, las Docklands) y en un futuro, según él mismo ha dicho, pretende seguir ampliando el territorio a las regiones colindantes de Londres, donde las ondas de la gran ciudad, como en la imagen de la piedra arrojada al río, dejan de sentirse.
Sinclair, en fin, es un arqueólogo, un cronista de los sustratos que, arropado con una mirada desprejuiciada y un estilo explosivo, que en ocasiones parece una voz impresionista y otras tiene el rigor del archivista, emprende la única aventura que tal vez se puede emprender en los tiempos posmodernos: patear la ciudad, recorrerla, sentirla, sin fin o con él, por el puro placer de cazar una correspondencia, en el sentido de Charles Baudelaire, una asociación que nos despierta los sentidos y la memoria. A la manera del poeta, sin duda, pero también del viajero del tiempo, pues mi teoría particular es que aunque Sinclair ha dedicado toda su vida al espacio, a pisarlo desde las primeras luces del día, tal como afirma que hace en su rutina diaria, su obsesión más profunda es el tiempo, las huellas que imprime, que no puede evitar dejar sobre el espacio. Quizá porque la única manera de entrar en el tiempo es a través del espacio, y viceversa, tal como dejó escrito Vladimir Nabokov en unas páginas luminosas de Ada o el ardor.
Solo puedo imaginarme una legión de lectores entusiastas que, tal como han hecho Alan Moore y Peter Acroyd, canibalizan los textos de Ian Sinclair para profundizar en los misterios de la ciudad, como han hecho siempre los ladrones de la literatura. Porque ya lo decíamos antes: Sinclair es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura, y la mejor manera de leerlo es devorar sus libros, correr la voz sobre el poder de sus textos y sus acciones y continuar su labor. También hace falta algo de osadía por parte de los editores, porque al fin y al cabo, después de todo, Londres, el tema central de Sinclair, su radio de acción local, la ciudad que le tocado, es accidental. Un símbolo. ¿De verdad hacía falta decirlo?
Raúl Cazorla (San Sebastián, España, 1977) es profesor, crítico y escritor. Ha trabajado de corrector y lector para editoriales y ha colaborado con medios como Diagonal o El Viejo Topo. En la actualidad publica con regularidad en las revistas digitales El Varapalo y Perro Verde. Ha publicado Kubrick en los muelles (México, Editorial Terracota, 2013), un libro de relatos, y en FronteraD, en formato e-book, el ensayo Narrativa policiaca y periodismo de investigación. En esta revista también ha publicado Contra el líder. Vive en la ciudad de Panamá.
La ciudad de las desapariciones, Iain Sinclair. Traducción: Javier Calvo. Alpha Decay, Barcelona, 2015.