Un día, Nick Cave pidió una bolsa para el mareo a la azafata del avión. Hasta aquí todo en orden pese a que nunca me ha parecido del todo normal marearse en los aviones. Pero sí: el músico australiano pidió inocentemente una bolsita. Si hubiera sido su vecina me hubiera preocupado. Pero Cave no la utilizó para una épica vomitona que posteriormente hubier sido twiteada por los demás pasajeros del avión. Cave la utilizó para empezar a escribir un poema. Sí, como suena: un poema en una bolsa de cartón que se utiliza para vomitar. Tenían razón aquellos que decían que importa el contenido pero no el continente. Así fue como comenzó a fraguarse La canción de la bolsa para el mareo, que publica ahora Sexto Piso, el libro que narra la gira que en 2014 llevó a Nick Cave y a su grupo The Bad Seeds por Norteamérica. Su libro es en realidad una canción de amor más larga de lo normal. Una canción de amor llena de recuerdos, vida, e instantáneas de lo acontecido. Una canción de amor, como él mismo dice, a cámara lenta.
Una vez escribí un poema realmente cursi en una servilleta en la que se leía ‘Gracias por su visita’. Pero eso es lo más cerca que he estado de la genialidad de Cave. Pero hoy, en esos días señalados como es el del cumpleaños de cada uno, pienso en que tal vez necesitaría tener una bolsa de mareo a mano para empezar a hacer una retrospectiva (Nick, te robo la idea). Así que imaginaré que tengo esa bolsa para tratar de hacer una canción a cámara lenta de 365 días que han pasado muy rápido porque eso sí que me lo advirtió siempre mi abuela: Laura, el tiempo pasa cada vez más rápido a medida que te vas haciendo mayor.
Retrocediendo un año, vuelvo al día en que cumplí los 30. Después de pasar una tragicómica crisis –me convertí en la curiosa mezcla entre Bridget Jones y Jennifer Aniston en una comedia romántica–, estuve días lamentándome. Me dije que todo era un horror y que no sabía dónde se había metido la vida que yo quería para mí. Sí, sí. La que te esperabas cuando te daban la palmadita en el colegio y te decían aquello de que ibas a llegar lejos. Claro que… ¿dónde era lejos? ¿Lejos significaba un trabajo increíble, un maridito cachas y guapísimo y una hija con ricitos de oro? No, no era eso, pero entonces… ¿qué hacía yo, que voy de intelectual, preocupándome por eso?
Lo primero que apunto en la bolsa de Nick Cave es una consideración previa al discurso que sigue y me lo digo a mí misma: Laura, no existen las vidas soñadas. Nadie se pide una vida por encargo, como en un telepizza: salami no, por favor, póngame extra de queso. Existe la vida que cada uno escoge. No es la vida la que nos trata mal: somos nosotros mismos. Aunque todo nos pasa por algo, es cierto. Por cobardes también.
En noviembre, en un aeropuerto en el que buscaba desesperadamente un antiojeras, leí un verso de Inmaculada Mengíbar que quiero copiar aquí: “El terror de los sueños a hacerse realidad/y un miedo inconfesable a no tener excusas”. Lo leí en México y volví pensativa en el avión olvidándome del antiojeras y dándole vueltas a las excusas que cada día nos damos a nosotros mismos para dejar de hacer lo que queremos. Porque cuando no hay excusas, hay miedo, y el miedo paraliza.
Apunto también que en enero, cuando nevaba en Madrid y estaba en otro aeropuerto, leí que hace falta la mitad de la vida para entender cosas que suceden en minutos. De esas cosas depende la felicidad. Así que hay que estar atentos a esos minutos para quedarse con ellos porque la la felicidad es a veces tramposa y se presenta sin avisar.
En marzo, en un cine de Barcelona, vi la película Boyhood y Patricia Arquette me emocionó cuando en la cocina, con cuarenta años ya, llorando, se pregunta y nos pregunta: ¿Esto es todo? Yo pensé que había algo más. Entonces el cine enmudeció y yo también. Porque esa es la pregunta.
Una tarde, también de marzo, aprendí lo que era el amor y me lo enseñó mi abuela. La fui a ver cuando mi abuelo estaba en el hospital y le llevé a casa unas madalenas pequeñas. Después de estar un rato quejándose de lo cascarrabias que era mi abuelo, Si lo sé no me caso con él, bla bla, bla cogió una madalena, la única que llevaba chocolate, y me dijo que se la iba a guardar a él. Sabes, estas son las que más le gustan. Se la guardo para cuando vuelva. De camino a casa desbanqué al maridito cachas de mi cabeza. Así que ahora apunto en la bolsa de Nick Cave que el amor se parece más a una madalena rellena de chocolate. Y es así: una vez un novio que tuve me regaló un huevo Kínder en una estación de autobús y aún guardo el papel. Será lo mismo que lo de la madalena.
Creo que era Miranda July la que decía que en ocasiones lo urgente no deja lugar a lo importante. Eso también quiero apuntarlo en la bolsa de mareo. Porque lo importante es de lo que hablan las canciones en la radio, de lo que hablamos, copa en mano, cuando dejamos la política y la programación televisiva de lado, de lo que hablan las madalenas que se quedan en los cajones de la despensa. Eso sí que quiero apuntarlo. Aunque sea cursi.
Y otra cosa: es difícil que nos toque la lotería si no jugamos. De niños a todos nos habían repetido la cantinela de que era muy difícil aprobar sin estudiar. Era difícil, pero existía la posibilidad. Hay otras cosas en la vida, como la lotería, en las que es imprescindible comprar un boleto para que pasen. Así que bueno, desde aquí, quería darle las gracias a Nick Cave por la idea de la bolsa de mareo y decirle –y deciros– que merece la pena jugar. A veces toca, ¿no? Pues estas son algunas de las cosas que he aprendido en 365 días. Es poco lo sé, no descubro nada, pero seguiré jugando.