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Los agapantos y el interruptor de Jeannette

Llegué con tiempo. La sala, lujosa, de un barroquismo asfixiante, trufada de oros y con espejos cansados de fingidores para hacer más fantasmagórica la lectura, estaba no solo semivacía, sino que no había nadie a la vista de Vaso Roto, la editorial que había convocado el acto. Y el panel de presuntos panelistas o supuestos poetas estaba formado por jóvenes adictos a los piercings, los tatuajes y los cortes de pelo que acentúan tanto la originalidad como la fealdad (aunque sobre cánones estéticos hay bibliotecas enteras para argumentar). Desde luego es un estilo idóneo para reconocerse en medio de la multitud alienada. Aunque tardé en reaccionar, estaba claro que me había equivocado, pero no solo de evento, sino de edificio. Volví a consultar el whatsapp y entonces caí en la cuenta de mi error: no era la Casa de América sino la de México. Volé al metro maldiciéndome por mi falta de atención y llegué media hora tarde.

Pero llegué a saborear la poesía de Jeannette L. Clariond recitada cadenciosa y transidamente, como en un estado controlado de trance, por ella misma, como si la melopea propiciara un estado de ánimo y de percepción: eso que el desfiladero de las palabras trazan sobre el abismo de la realidad. Reconoció dos influencias hondas: la del Góngora de las Soledades y la de los místicos. Cuando, a una pregunta sobre la traducción (no sé de nadie que conozca mejor a Anne Carson para trasvasarla a nuestra lengua de manera tan prístina y plausible como ella), dijo que “traducir es meterte en un cuarto oscuro para encontrar el interruptor de la luz” me di cuenta de que había llegado a tiempo. En la Casa de América tuve que bregar con la oscuridad casi impenetrable de un cuarto de baño y solo hasta llegar a tientas al lugar más secreto (al que se refiere Junichiro Tanizaki en su Elogio de la sombra) no di con el interruptor que me permitió alumbrar la porcelana impecable que buscaba, y con ella el alivio. Efímero, como todos los alivios.

Pero es que antes, cuando entré sigilosamente en una sala en la que apenas había asientos libres, escuché cómo Jeannette se refería en una de sus composiciones a los agapantos, y así compareció inesperadamente mi abuela Emilia en la velada de la Casa de México. Ella fue la que los trajo de Braga a Vigo. Y cuando la poeta habló de una mujer que se encuentra en la calle con un ramo entre los brazos como si fuera un recién nacido (al referirse a sus influencias, que cifró en el cine, los libros, las conversaciones, los encuentros, las personas con las que nos cruzamos cada día en nuestras vidas) volví a ver a mi abuela con las calas que cultivaba en su finca de Coia, donde transcurrieron los años más salvajes y hermosos de mi cada vez más lejana y desdibujada infancia.

Luego diría, mientras citaba a todas las mujeres que son Vaso Roto y mantienen vivo su fuego en Madrid (me ha publicado un libro de poemas inspirado y escrito durante la pandemia) proclamó con su voz dulce, con la que huye sin cesar de la estridencia, que hay una ética requerida para “trabajar con la palabra”.

Me fui como llegué, furtivamente, acaso huyendo de mí mismo, o dejando pistas falsas sobre la arena de la frontera. Pero no sin llevarme sus palabras: “Vi a mi abuela arder”, y de su fuera y de su dentro, como de las sandías y naranjas de su Beirut natal. “El humo de la abuela en el zaguán”, y “lo oscuro que olía”.

Cuando llegué a la casa hice como ella recordaba que hacía de noche cuando era niña. Cortar una naranja. Es con la tinta simpática de la memoria con la que apenas salvamos el mundo, con ella escribimos, estamos un poco menos solos, queremos pensar que sí, que existimos. Y que acaso la vida tenga sentido. Así perseveramos. Así nos calentamos las manos en la noche: con el resplandor de las hogueras.

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