Hace pocos días visité en Ámsterdam, en el magnífico Museo Histórico Judío (el Joods Museum), una exposición que me llamó mucho la atención. Desgraciadamente ni el catálogo ni alguna que otra explicación estaban en inglés, sólo en neerlandés. Pido disculpas si cometo errores. Lo que aquí diga será forzosamente impreciso.
La exposición mostraba (ya ha terminado) una parte de la impresionante colección de unos novecientos amuletos de Heinz Keijser (1911-1988). Keijser hijo de holandés y alemana, nacido en Gronau (Alemania), tuvo que exiliarse con su familia a Holanda en 1933, al ser un opositor al nazismo, simpatizante del socialismo para más señas, y al sufrir sus padres (judíos no practicantes) el boicot nazi de su tienda de ultramarinos. En Holanda, además de sus actividades políticas, se implicó en actividades artísticas, entre ellas el teatro y la fotografía. Cuando invadieron los nazis Amsterdam, Keijser tuvo que esconderse en múltiples casas, pisos y albergues, treinta y uno para más señas, facilitados por la solidaridad holandesa. Estuvo así escondido durante casi cinco años.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, Heinz intentó con grandes dificultades retomar el trabajo, en concreto como comerciante de tejidos, pero estaba profundamente tocado por esta experiencia traumática. Poco después, en 1947, Heinz ofreció un amuleto a su mujer, que estaba embarazada. El que iba a ser su hijo, o su hija, murió al nacer. Heinz destruyó el amuleto y, al parecer se arrepintió poco después. Su mujer le animó a reproducirlo tal y como era. Es, por lo tanto, durante la posguerra, y hasta el final de sus días, cuando empiece a coleccionar amuletos. Los amuletos serán para él una forma de curar, paso a paso, su herida interminable, la de la persecución nazi que sufrió y la de la desaparición de su hijo.
La palabra amuleto parece provenir del latín amuletum. Desde Plinio tenemos constancia de ello. No obstante, su significado original permanece oscuro. Los romanos lo colgaban del cuello de sus hijos con el fin de alejarlos del mal del ojo o de malos espíritus. Podemos constatar que desde el segundo milenio antes de Jesucristo, en todas las civilizaciones, habían aparecido amuletos, también en las culturas amerindias, asiáticas y africanas. Los primeros amuletos encontrados en yacimientos arqueológicos han sido encontrados en Turquía y han sido datados en torno al cuarto milenio antes de nuestra era. Los amuletos, algunos en forma de campana, no solo protegían a los niños, también a los adultos. En Chipre, los amuletos adoptaron frecuentemente la forma de un cerdito. En el Oriente Próximo, y en general el Mediterráneo, son de todos conocidos los amuletos en forma de mano, la mano de Fátima.
¿Por qué Keijser fue coleccionando amuletos hasta llegar a tener una de las principales colecciones de amuletos en el mundo? El coleccionista busca un orden íntimo, propio, definido pero ilimitado. Es un arqueólogo obsesivo, celoso y sistemático. El que haya leído a Walter Benjamin recordará que para el filósofo alemán, de origen igualmente judío e igualmente exiliado (éste refugiado en Francia), “el arte de coleccionar es una forma de recuerdo práctico” y de todas las formas profanas de la proximidad “la más convincente”. Lo que es lejano y huidizo el coleccionista lo acerca y lo resguarda. En cada objeto del coleccionista, el autor de los Pasajes veía una forma misteriosa de acercarse a lo más lejano, como si cada una de las cosas coleccionadas estuviese cargada de un aura especial. Benjamin también subrayaba que el coleccionista es un resistente que protege objetos que si no fuera por su celo desaparecerían o terminarían como desechos, víctimas del rodillo inmisericorde de la modernidad. En el coleccionista hay algo de resistente a la incuria de los tiempos y algo de arqueólogo de objetos cuyo uso se ha perdido y que, sin embargo, quiere guardarlos como “escenario o teatro de su destino”. No hay que olvidar tampoco el vínculo profundo que el coleccionismo mantiene con la infancia, con esa magia intacta que guardan los niños en relación con sus objetos preferidos. Todo encuentro con un nuevo objeto susceptible de integrar su colección equivale a un “renacimiento”. Y de la misma forma que el coleccionista es pueril y caprichoso, es también maniático y senil. Benjamin coleccionó abecedarios, jeroglíficos, juguetes, los maravillosos, variados y primitivos juguetes rusos por los que tenía una verdadera devoción, y, claro está, libros, libros que muchas veces compraba sin previamente haber oído hablar de ellos; sólo por la fascinación del encuentro azaroso.
Puede que en el coleccionismo de Keijser hubiese un poco de todo esto: de arqueólogo, de esteta encariñado, de resistente y de atento escrutador de los afectos de la niñez. Desde luego, destacan dos cosas que en él pudieron estar estrechamente ligadas: en primer lugar, su búsqueda infatigable de una protección contra el mal que le amenazaba constantemente. Los judíos lo saben bien: a lo largo de la historia han sido permanentemente perseguidos, en especial, pero no solo, en los países europeos, desde la Edad Media hasta ahora, teniendo como mayor punto de inflexión brutal el del genocidio perpetrado por los nazis.
Ahora bien, quisiera añadir un segundo aspecto de su condición: su condición de exiliado, de vagabundo exiliado, de topo, como diríamos en España, en perpetua huida. El país de acogida, su refugio, el país de su padre, se había vuelto un infierno con la invasión brutal de la Alemania nazi. Keijser fue un exiliado, al salir de Alemania, un “exiliado interior” por vivir en el país de su padre, en el país que adoptaría para el resto de su vida, y un topo, las tres al mismo tiempo. Se me antoja pensar que es en todos sus escondites donde puso, siquiera mentalmente, un amuleto para protegerse. Todos convivimos mental o y afectivamente—claro está a una escala mucho menos dramática—con nuestros “amuletos”, pensamientos, cosas o recuerdos que nos ayudan a exorcizar el mal que pueda amenazarnos.
En la exposición que vi en Ámsterdam, se utilizaba en inglés el término de “rattle” o lo que es lo mismo sonajero, carraca, pero bien es cierto que muchos de los objetos presentados no producían ruido alguno. En uno de los paneles explicativos se hacía referencia a ellos como “juguetes”. Recuerdo la atención e inquietud con que observó el historiador del arte, Aby Warburg, las katcinas de los indios Pueblo, del sur de los Estados Unidos, muñecas enmascaradas que recordaban poderosamente a los hombres danzantes del rito de la serpiente. Y señalaba con agudeza que éstos inspiraban a los niños un terror aún mayor si cabe teniendo en cuenta que esas máscaras las veían en sus “muñecas inmóviles y estremecedoras”. El umbral entre terror y protección, entre juguete-amuleto y espanto es más tenue de lo que pensamos.
El amuleto ahuyenta el mal. El que lo lleva, lo guarda o lo toca huye del mal e intenta neutralizarlo, disiparlo. El mal primigenio del exiliado es el de no estar donde tiene que estar, donde desea estar. El amuleto pretende un modo de estar distinto, serenamente, sin inquietudes, en paz consigo mismo. Muchos exiliados guardaron algo de su tierra natal que lo guardaron con celo, como si de una sacristía portátil se tratase. Estar en plenitud es la utopía móvil del exiliado. El amuleto es, en cierto sentido, un lugar, un reducto donde proyectarse y vivir, una especie de generador de un espacio cobijante, de una burbuja apaciguadora.
En la exposición tenemos amuletos en forma de calabaza, provenientes de África, algunos de los cuales parecen haber sido utilizados como instrumentos de música. Un ritmo peculiar puede proteger al niño; o también, si es distinto, horrorizarlo. En las culturas asiáticas, los amuletos adoptan frecuentemente forma de muñecas, de figurinas, de máscaras pueriles. Vemos en la exposición variados y múltiples pendientes, collares, estatuillas con formas antropomorfas o, más frecuentemente, zoomorfas. Keijser no se limitó a coleccionar todos estos amuletos. Indagó en sus orígenes e historia. Se dio cuenta de que entre 1600 y 1800, en Europa, muchos de los amuletos, en forma de granadas y de campanillas cosidas a las ropas, guardaban relación genealógica con los pináculos de los rollos de la Torah. Esto se remontaba a los tiempos bíblicos del Éxodo. Había una voluntad común de espantar el Mal, de exorcizar —añado yo—los sufrimientos de todo exilio. Contra el exilio, invisible hoja que corta sin darse cuenta, las campanillas repicaban un tintineo protector.
Recuerdo también amuletos con forma de pez, de caballo alado, o con forma de delfín y me represento a Keijser como un delfín deslizándose por las olas tormentosas de su época, burlándose de sus perseguidores sanguinarios. El amuleto —no lo olvidemos— es un objeto portátil. Nos acompaña. Llevándolo nos lleva. Es el sagrario de los deseos recónditos del exiliado. La pérdida de un amuleto deja huella. Es como si hubiésemos dado la espalda a una promesa. El exiliado tiene siempre sus amuletos contra las incurias de la Historia, la crueldad, la opresión y la zafiedad humana. Se me antoja pensar la colección de amuletos de Keijser como una invitación ética a proteger a todos los judíos, a todos los cristianos, a todos los musulmanes y creyentes de otras religiones, a todos los agnósticos y ateos, como una carpa protectora que acoja en su seno a toda la humanidad vacilante…
Le Mans, a 14 de junio de 2022