Los años no tienen la culpa, ni la Navidad tampoco. Lo que pasa es que no estábamos preparados para esto.
Siempre he sido un gran defensor y practicante fundamentalista de la Navidad, incluso después de fallecer mi padre y mi madre, que fueron quienes me enseñaron a amarla y a celebrarla. ¿Habría de cambiar mi profunda vocación navideña, justo por tratarse de este año 2020, tan vilipendiado hasta la saciedad por voces y opiniones tan derrotistas como previsibles? “¿Es que, acaso, tenemos algo que festejar, tras tanta calamidad?”, parecen argumentar las más rigurosas mentes, otorgándose a sí mismas la autoridad de un oráculo irrefutable en su diagnóstico moral. Humildemente, creo que, también podría afrontarse el dilema desde otra perspectiva: Si seguir vivo un año más, siempre debe ser motivo de regocijo, sobrevivir al 2020 debe entenderse como una victoria temporal contra la Pandemia, o como un acceso directo a la utopía de seguir vivo, al menos en su primera fase.
El sentimiento de la Navidad inspira un profundo respeto y recogimiento en quienes participan de él, más allá de creencias religiosas. Si, incluso, ha sido y es capaz de interrumpir batallas y guerras ¿qué profundo y estremecedor poder no detentará la Navidad en su misteriosa naturaleza? En el arranque de la estación más dura y mortal del año, los humanos necesitan un calor vital y un respiro colectivo reparador, para tomar fuerzas e impulso para el combate que se avecina contra el invierno. Durante estos días de asueto, disfrutamos juntos (más o menos, según los años) de los correspondientes banquetes y desenfrenos, celebrando que hoy estamos vivos, y que mañana los dioses dirán; así que más vale saciarnos por si, acaso, viniera a buscarnos Pedro Botero, ¡que nos quiten lo gozao!
A los años no se les debe odiar, porque ellos no son culpables, sólo testigos de nuestro tránsito por los días y las estaciones; y, al mismo tiempo, nuestro hogar temporal colectivo, por mucho que haya diferentes calendarios vigentes en el planeta. Por habitarlo, el mismo tiempo nos pertenece a todos. A los años no se les puede odiar, porque son como nuestros hijos, a la par que sentimos -reflejamente- el ejercicio de su paternidad sobre nosotros, ya que nos controlan y gobiernan con sus estrictas peculiaridades. No odiemos a los años, pues; ni tampoco a nada o a nadie, porque esos juegos venenosos del trato, terminan volviéndose contra quienes los practican.
El misterioso poder de fascinación de la Navidad reside en las materias primas de las que está compuesta: ilusión y esperanza, que son pan y agua benditos para el alma. Quien renuncie a ellos, o dude de su existencia, se estará perdiendo la ambrosía y el néctar de la vida; porque de la combinación de ambos, nace -como por arte de magia- “el hijo de la alegría”, que es –a su vez- el antídoto más eficaz contra la muerte, y apenas nadie suele reparar en ello.
¡Brindo, porque brindemos juntos -de nuevo- en la Navidad del año 2021!
Fotos: JUAN ANTONIO VIZCAÍNO
Las imágenes que acompañan a este post fueron tomadas el pasado 17 de noviembre, en Madrid, entre la plaza de Cibeles, la calle de Alcalá y la Puerta del Sol.