A pocos kilómetros de la exótica playa de Cox’s-Bazar, en Bangladesh, destino vacacional de turistas de todo el mundo, se levanta el campo improvisado de Kutupalong, donde cerca de 25.000 refugiados hacinados malviven en extremas condiciones higiénicas y sin asistencia sanitaria, alimentos ni agua. Diversas organizaciones no gubernamentales internacionales intentan paliar la emergencia humanitaria con asistencia médica y alimentaria. Los riesgos de epidemias son muy elevados, la desnutrición, principalmente en niños, alarmante y las condiciones de vida lamentables.
Este campo se levanta circundando uno de los dos campos oficiales, creados hace 20 años bajo el paraguas del Gobierno de Bangladesh y el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), donde 28.000 rohingya viven reconocidos como refugiados, recibiendo asistencia y protección. Sin embargo otros 200.000 viven sin amparo, fuera de la legalidad y la protección oficial.
Los rohingya son una minoría étnica, de religión musulmana, que habita la provincia de Rakhine, al norte de Myanmar. Con una población cercana a los tres cuartos de millón, han sido sistemáticamente excluidos de la configuración nacional birmana desde la independencia colonial de Inglaterra en 1948. Hoy en día siguen sin reconocimiento por parte de la junta militar que gobierna marcialmente el país desde 1962. Negada la ciudadanía y la movilidad, maltratados, discriminados, perseguidos o encarcelados por las autoridades, desde 1979, cientos de miles de rohingya han huido clandestinamente en diferentes oleadas buscando cobijo en las vecinas Bangladesh o Tailandia.
Construidas con barro, plásticos y ramas, las viviendas del campo provisional que bordean el campo de los refugiados “legales”, muchas de ellas asentadas junto a las letrinas colectivas, son humedas, sórdidas y frías. La vida en ellas es triste, y sus moradores reflejan la desesperanza y la falta de futuro. Las relaciones entre legales e ilegales dista mucho de ser armoniosa. Los primeros tratan con desprecio a sus vecinos, a pesar de compartir origen geográfico, religión, y en muchos casos parentesco. Una falta absoluta de solidaridad y un inmoral principio de supervivencia les lleva a denunciarles, defendiendo la idea de “que a más personas, menos ayudas”.
En recientes incursiones al campo provisional, la policía destruyó 259 casas, al mismo tiempo que saqueaban sus provisiones. El material de construcción incautado fue destruido. Otros muchos han sido obligados por las autoridades locales a abandonarlo mediante intimidaciones y amenazas de destruir sus modestos hogares. Los funcionarios alegaron que su intención era crear un área de contención de unos 30 metros entre el campo oficial y el improvisado ante incesante y constante flujo de nuevos refugiados.
Después de tantos años viviendo como apátridas, urge adoptar medidas urgentes que eliminen la discriminación de la comunidad musulmana de los rohingya por parte de las autoridades birmanas. Además, los países vecinos deberían crear mecanismos de protección como refugiados a esta minoría.