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Mientras tantoLos árboles son la escalera de caracol del alma

Los árboles son la escalera de caracol del alma


 

José Manuel Ballester 1

 

Debajo de la negrura perforada

se apretujaba la ciudad de las siete puertas.

 

Todas ellas conducían

a un mismo Dios despedazado.

 

Entrar en esta ciudad significaba

abandonarse a sí mismo por largos instantes.

 

Señor de los meandros,

dadme mi diaria dirección.

 

Lasse Söderberg, Las piedras de Jerusalén

 

El tiempo en el altar de la naturaleza, la del retablo del árbol de la vida, que es como el gran peral al que se fue a vivir mi abuela cuando exhaló el último aliento. ¿Qué Cristo crucificamos cuando talamos cada magnolio, cada olmo, cada cedro, cada tejo, cada abedul, cada chopo, cada castaño, cada pino, cada manzano, cada ciprés, cada secuoya? Si la fotografía fuera capaz no solo de detener el tiempo, de capturar el instante decisivo, sino de darle sentido, para que nos detuviéramos a escuchar al viento, el tiempo encerrado en los árboles como en la torre de los faros, como en los campanarios, como en la escalera de caracol del alma. Como un enigma transparente, que late, que duerme, que atesora en su silencio una memoria que convertimos en ceniza con cada hachazo.


José Manuel Ballester 2

 

 

Los imperios, como se ve, se alimentan

de la muerte de los niños y se levantan

sobre los cimientos de su sacrificio.

 

Josep Lluís Aguiló, Monstruos y otros

 

Este es el pequeño gran teatro del mundo. El interior de la cárcel de Segovia que fue panóptico, que fue corredor de pasos perdidos, tanto dolor acumulado en los pasamanos, en las paredes que exudan un silencio que nunca se enjuga y que ahora solo los perros son capaces de captar. No prestamos atención a los animales. No prestamos atención. Y por eso tan a menudo nuestras obras son inútiles. Ensordecidos por el ruido del mundo, que los periódicos, y las emisoras de radio y de televisión, y por el gran carrusel de internet, atizan, como si así acertáramos a ver lo que la realidad esconde, lo que está ahí, donde el viento. Si al menos fuéramos capaces de compadecernos, y no solo de nosotros mismos. «Dejad hablar al viento, ése es el Paraíso«, como supo leer y decir Ezra Pound.

 


José Manuel Ballester 3

 

Han despreciado a la Naturaleza; es decir, al conjunto de profundas y sagradas sensaciones servido por los parajes naturales. Los revolucionarios franceses convirtieron las catedrales de Francia en establos; ustedes han convertido las catedrales de la Tierra en pistas de carreras. Su única concepción del placer radica en atravesar sus pasillos montados en trenes y comer en sus altares.

 

John Ruskin, La lámpara de la memoria

 

La alberca es la del Parral, uno de los conventos que José Manuel Ballester ha sacado al exterior para que los ojos de los profanos y los descreídos se recreen en la suerte del agua y de los colores que adopta cuando la luz vuelve a asomarse por el horizonte y nos permite alumbrar una jornada más. Escribe Daniel Dorenbaum en Límites y confines en la fotografía de José Manuel Ballester, uno de los textos del hermoso catálogo editado con motivo de la exposición que permite a quien se atreva perforar las murallas de Segovia y las de sí mismo: «Estas construcciones monumentales concebidas para albergar al espíritu acarrean consigo mucha ambigüedad. Han sido creadas a partir de los materiales de la tierra como símbolos de nuestra mortalidad, en ocasiones como sepulcros, pero más frecuentemente como arquitecturas vivas, espacios potenciales como la catedral, el castillo o la torre, el convento, o el monasterio en los cuales los seres vivos animan a sus piedras». Veo al tritón imaginario, a la sirena que los matices del suelo vuelve alumbre, turquesa, pez del deseo, del que busca en el silencio una explicación, devociones que le den sentido a lo que para muchos no lo tiene, aunque no por eso nos entregamos al crimen. La falta de respuestas no presupone el abandono de todo límite. Me asomo a la alberca, al estanque de aguas vivas, y por un instante me inscribo en ese tiempo conventual, que se va quedando despavorido. ¿Qué será de estos lugares consagrados, que la oración y las murallas, los privilegios y las ausencias han evitado que cayeran bajo otras piquetas más urgentes e ilusorias? La vida es rara, como la existencia toda. Es preciso hacer, pero también pensar, antes de descalabrarlo todo. La injusticia apremia, claro, pero no arrojemos al niño con el agua sucia. El fotógrafo ha sabido ganarse la suerte, como el protagonista de La gran belleza, y le han dado las llaves de los conventos, los palacios, las casas solariegas, el tiempo detenido. Esa es la llave que ahora nos muestra sobre la palma de su mano, la que ha conseguido abrir con la luz y la penumbra, como un interruptor moral, y no por eso menos ambiguo.

 

José Manuel Ballester 4

 

Cada cual deja la vida como si acaba de nacer ahora.

 

Epicuro

 

Teatros íntimos. Donde nada ha sucedido. ¿Quiénes somos cuando la hora nos llega, quieta, como una tanza, como el filo de aquel verdugo del emperador que soñaba con dar un tajo tan limpio que la cabeza siguiera como intacta después del arco de la mano que es brazo y que es muerte intachable? Como si todavía tuviéramos tiempo de decir una palabra, de preguntar a nuestro verdugo por qué se ensaña con nostros ahora que ya sabemos que se acabó el tiempo.

 

José Manuel Ballester 5

 

 

Hemos visto que la compasión es esencial a la humanidad. Tenemos una necesidad biológica de que nos cuiden y de cuidar a los demás. Sin embargo, no es fácil amarse a uno mismo. 

 

Karen Armstrong, Doce pasos hacia una vida compasiva


Jesús fue antes que el Cristo. La dulzura antes que la muerte. Cristo antes que Velázquez. Velázquez antes que Unamuno. Yo ya sabía lo que José Manuel Ballester había empezado a hacer con algunos cuadros del Museo del Prado, toda esa obra llena de pericia, de tiempo, es decir, de paciencia, de atención, dedicado a hacer desaparecer las figuras de cuadros que de repente se nos aparecían como la creación antes de que nosotros hubiéramos empezado a poner nombre a los animales, los ríos, las costas, los árboles, las ensenadas, las piedras, los vientos, las estaciones, las cosas; antes de que hubiéramos puesto nombres a los miembros, a las emociones, a la sangre, a la desolación, a la muerte y a la ceniza. Pero cuando me vi ante esta cruz de la que había descendido el Cristo fue como si Velázquez y Unamuno me hubiera hecho señas desde un rincón del museo, como hacen los pastores niños con las cabras que amenazan con desasirse, volver al campo abierto, a la soledad de los seres que no han sido domesticados. Esa cruz que es como la gran interrogante a la que ahora nos abrazamos abrasados, el Cristo ausente, como el sentido de los que buscan en medio de la penumbra, que pronto será oscuridad, noche sin estrellas, sin alumbre, sin fósforo que llevarse a los labios. La huella del crimen. Cristo deshabitado, religión a la que tantos se abrazan para abrasar el miedo. 


José Manuel Ballester 6

 

La escalera es la de nuestro propio sobrado, una palabra que hasta que descubrí mi amor en Vallelado, y desde que era niño, siempre había nombrado fallado. La escalera que conduce al cielo de la mente podría haber sido trazada por Joseph Conrad mientras navegaba a toda máquina hacia el corazón de sí mismo, por el océano o por el río Congo. La escalera de San Miguel podría ser también la de Jacob, una escalera que siendo la de la ebriedad podría ser la del ascenso a lo más hondo, en una de esas paradojas que los místicos y los que no se cargan de nada que pueda lastrarles en el viaje hacia la luz o hacia la nada vislumbran en la noche oscura del alma, la noche que este fotógrafo persigue con una lámpara de minero. Para que sepamos escuchar al viento, volver a ver, tal vez. 

 

 

 

Todas las fotografias son de José Manuel Ballester y pertenecen a la exposición Umbrales de silencio, que hasta el 14 de septiembre acoge el Museo Esteban Vicente de Segovia.

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