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Mientras tantoLos avisadores del fuego

Los avisadores del fuego


 

Son “avisadores del fuego” aquellos acontecimientos incipientes, los primeros humos, que deberían advertirnos de una deriva tras la cual, si lo analizamos prudentemente (o sea, con sentido común; que es, como diría nuestro padre Fernando, el menos común de los sentidos), se corre probable riesgo de abocar al horror que sólo el hombre, espoleado tantas veces por el más cacofónico de los mundanales ruidos, sabe cometer contra el hombre. Atesorada cierta experiencia, podríamos afirmar que deben advertirnos especialmente de los momentos en que la metafísica lo inunda todo y, de golpe y porrazo, aparece un “nosotros” imaginado, cuyos lindes, que no se alcanzan a ver sin las pupilas dilatadas y que nadie en su sano juicio sería capaz de justificar, se les aparecen a las pobres almas como fronteras no menos físicas que los ríos y las montañas. Si acaso, más naturales. Hilos de oscuros arquitectos, aprendices de parcas, que la miseria y la ignorancia jamás consiguen vislumbrar, tejen ese imaginario de onanismo colectivo del que se nutren los seres inermes, heterónomos, incapaces de afirmarse frente a las ruidosas espirales que los silencian. Porque, si la oscuridad vela, el murmullo estruendoso oprime la inmanente y virtuosa trascendencia gestada por un alemán que hasta noventa y cinco veces decidió soltar la mano del peor de los exégetas. Y así avanza incólume el siniestro guantazo que tan pocos quisieron ver venir. El tortazo aristotélico que del revés pondrá a la duda metódica. Ésa que jamás volverá a dudar de que dudar es malo. ¿Culpa? ¿Qué culpa? ¡No fue fácil ver el humo entre tanto petardo! Volverá así a tomar cuerpo y sustancia el machihembrado de múltiples e inconmensurables todos que diluyen y desfiguran cada una de las partes que les sustentan y les dan vida. Lodazal de trascendencias trascendentales. Todos uno, religiosamente dispuestos a contemplar el epicentro organicista en su ombligo, tras maquillar como una puerta, como fulana rastrera, a quien apaciblemente moraba ayer en sus entrañas. Ante él se apostan hoy frente a frente. Como cuerpo extraño, impuro, asqueroso. Un cuerpo lacerante de desesperadas voces sin eco. Una caricatura compuesta, por defecto, por cuantos osen recordarles su individual inanidad. Su vacío. Su nada. ¿Culpa? La de quienes no se inmutaron ni avisaron de los humos de anteayer, ni de los de ayer, ni de los de hoy.

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