Por una de esas casualidades de la vida que últimamente son tan habituales en la mía, el jueves, después de escribir aquí sobre el drama de los desplazados en Colombia -sobre lo que vi al filo de la carretera en las montañas antioqueñas-, me tocó a la noche en Medellín, en un gigantesco centro comercial llamado Oviedo, la premier de Los colores de la montaña, el filme con el que Carlos César Arbeláez, amigo de mis amigos paisas, se ganó el premio al mejor director novel en el último Festival de San Sebastián. Pude entender por qué, y la ocasión de ver la película encajó perfecta con aquella conversación de la noche anterior en que Lorena me explicó que, después de tanto tiempo de convivencia diaria con la violencia, los cineastas colombianos habían tenido que inventarse nuevos lenguajes para describir la barbarie. Y eso es lo que consigue Carlos César con un delicado equilibrio: dibujar, huyendo al mismo tiempo del melodrama y de la asepsia, el drama de las comunidads que, aquí en Antioquia y en otras muchas regiones del país, se ven aprisionadas en un mortal dilema: buscarse problemas con los guerrilleros por no ayudarles o con los milicos por hacerlo. Son las víctimas del fuego cruzado -bonito eufemismo-. Las presiones de los paramilitares, convertidos en terratenientes cuya riqueza se cobra el precio de la muerte, van consiguiendo, con amenazas y con sangre, expulsar a los campesinos de sus casas, en un éxodo imposible hacia ningún lugar. La impotencia y frustración de esa huida la ilustra en el filme el abandono de la maestra de la escuela del pueblo, que sucumbe a la extorsión con lágrimas en los ojos. La misma que durante meses fue tachando en lápiz rojo los nombres de los niños que nunca volvieron porque sus familias escaparon con apenas un hatillo de ropa. La misma que desafió con colores a los paracos y los guerrilleros al pintar con sus alumnos un mural bajo el emblema ‘La escuela es un espacio de paz’. No lo fue. Por todo el pueblo, pintadas contradictorias, contra los militares, contra la guerrilla. «Muerte a los sapos». ¿Qué es eso? Mi guía me explica que los sapos son quienes delantan ante los paramilitares aquellos que en una comunidad pretendidamente colaboran con los guerrilleros.
¿Y todo para qué?
Salimos del cine conmovidos. Hemos lanzado más carcajadas nerviosas que lágrimas, porque la película describe cómo la vida sigue, siempre, y la cotidianeidad se impone a la tragedia. Pero salimos tristes, colocados ante una realidad de la que nadie quiere hablar dentro ni fuera de Colombia, ese país que le vendió al mundo un cuento de desarrollismo y crecimiento y seguridad en tiempos de Uribe, ese personaje siniestro que, tal vez, quién sabe, si la justicia internacional se empeña y sus amigos se vuelven menos poderosos, o menos amigos, acabará pagando por alguno de sus crímenes.
Después del cine, vamos a Envigado, donde se ubica uno de los cafés/centros culturales más interesantes que he visto en mucho tiempo: Otraparte. De repente entiendo la pegatina de la parte de atrás del coche de mi guía, que me intrigó tanto durante nuestro viaje: «YO SOY DE OTRAPARTE», junto a la sombra de un caminante que bien podría ser dondemirante. Están cerrando en Otraparte, así que nos llevan a la fiesta de preinauguración -hoy vamos de premier en premier- de otro centro nuevo, otro concepto muy original: Miscelánea. El lugar se presente como centro de peregrinación para quienes son de Otraparte, pero más nocturnos. Allí conozco a Mauro, a Hugo, a Sebastián, y sus interesantes teorías sobre cómo Supermán, Batman y todos los superhéroes no son más que paramilitares que se toman la justicia por su mano, poderes paralelos que, además, ensalzan los valores del Imperio yanqui. Mi guía nos recomienda un libro: Para leer al pato Donald, de Dorfman y Matelart.
Todo el tiempo sobrevuela en el ambiente aquel discurso de que Medellín está bravo, que ha aumentado la inseguridad. De nuevo la violencia y el miedo, siempre pegados a esa otra cara, la más espléndida y generosa de esta tierra, la que hace que, pese a la sinrazón y la barbarie, Colombia y Antioquia te atrapen, te enamoren para siempre. Por eso le digo a mis amigos de Facebook que ya no sé vivir sin arepas con quesito. Y no es sólo una metáfora…