Adéntrense sin titubeo en el barrio de las Letras de Madrid. A unas cuantas calles de la parada Antón Martín, y aún más cerca de la plaza de Lavapiés, el espacio cooperativo del Teatro del Barrio vuelve a abrir sus puertas para la nueva temporada. Desconfíen del ambiente vagamente familiar y apartado, nada de más lejos de su dirección artística la visión inocente y la tímida ternura. 1940. Manuscrito encontrado en el olvido es una de las producciones recién estrenadas, dirigida con sensibilidad vanguardista por Tolo Ferrà e interpretada por Miguel Álvarez y Xiska Ferrà (los protagonistas), Lidia Otón (la voz narrativa), Leticia Alejos y Vera González (para la manipulación de objetos), en una cohesión dramática que conmueve.
Dicen que para ser escritor hay que descubrir primero la obsesión que cada uno lleva dentro, un fantasma corrosivo que incansablemente vuelve en cada página y en cada obra. Síntoma de una compulsión de repetición que define los impulsos inconscientes, los sueños escondidos y los automáticos actos. Para Tolo Ferrà la obra de Alberto Méndez Los girasoles ciegos se había convertido en una obsesión, de ahí la decisión de hacer una adaptación teatral del segundo capítulo del libro, junto con Nuria Hernando. El sombrío recorrido hacia la muerte de una joven pareja que se refugia en una cabaña en la Sierra de Somiedo para huir del bando sublevado que ya había proclamado su victoria.
Lo que queda como testimonio, nos cuenta Alberto Méndez en su libro, son dos cadáveres, pero sobre todo un manuscrito del joven que, a través de los sonetos de Garcilaso y del oficio constante de la escritura, logra sobrevivir con el bebé recién nacido durante casi un año. Que sea una historia verdadera o al contrario nacida de la mente del escritor, no es este el punto. Lo que realmente aquí importa es la manera en la que un lápiz se va convirtiendo en un medio poderosísimo de revancha y rebelión, lo que más sugestiona es la posibilidad, a través de esta obra, de corroer la verdad de los vencedores, y con ello de garantizar la construcción de una memoria histórica en el respeto a las víctimas.
En 1945, con un muy bajo presupuesto y entre las ruinas de una ciudad herida, Roberto Rossellini inauguraba oficialmente el neorrealismo italiano con la película Roma, ciudad abierta. En ella, una desconocida Anna Magnani iba pronto a convertirse en un emblema de la resistencia, porque mítico se fue convirtiendo aquel “Francesco!” desgarrador e intenso, como solo la voz enamorada puede ser, e instantes después la mujer cayendo en la acera, golpeada a muerte por una bala alemana. Las medias rotas y el grito agudo del niño abrazando el cuerpo inerme de la madre quedarán por mucho tiempo en el imaginario colectivo de quienes lucharon y sobrevivieron. El famoso poeta Giuseppe Ungaretti dirá: “T’ho sentita gridare ‘Francesco’ dietro al camion dei tedeschi e non t’ho più dimenticata” (Te escuché gritar ‘Francesco’ detrás del camión de los alemanes y nunca más te he olvidado).
Porque aquel grito era el grito de una entera generación, de un país, que desde los escombros de las bombas y los cadáveres putrefactos de las calles intentaba levantarse de nuevo. Y si la película de Rossellini marcó una época, si Anna Magnani se convirtió en la cara del sufrimiento de un pueblo, fue justamente porque los italianos necesitaban de una imagen común que pudiera representar la historia en toda su amarga crudeza. Necesitaban que alguien contara la verdad.
Cada transición democrática lleva consigo momentos de inolvidable conmoción y sosiego, pero también trae consigo problemas éticos y jurídicos, y debates pendientes difíciles de resolver en poco tiempo. ¿Dónde están todas las víctimas?, se preguntan unos. ¿Y dónde los verdugos?, se preguntan otros. ¿Qué tipo de reparación debería garantizar el Estado a las víctimas y a sus familiares? ¿Qué historia contarles a los hijos y nietos? ¿Qué hacer si el miedo a la verdad obstaculiza la sanación de la herida?
Cuando Aldo Moro, desde la cárcel de las Brigadas Rojas italianas, escribía al amigo y secretario de su partido Benigno Zaccagnini ya sabía que una incomprensible ‘razón de Estado’ se había apoderado de la posición oficial del gobierno. El Estado italiano se oponía a las peticiones de los terroristas, e iba de esa manera a condenar a una muerte cierta a una de las figuras más respetadas de la política italiana. Y, sin embargo, lo que se dijo después, las palabras de Moro, mantuvieron una lucidez chocante, consciente de la tragedia personal y colectiva. “De estos problemas, terribles y angustiantes, no creo que podéis liberaros incluso frente a la historia, con la facilidad, con la indiferencia, con el cinismo que hasta ahora habéis manifestado […]. ¿Es posible que estáis todos de acuerdo en querer mi muerte por una supuesta razón de Estado […] casi como solución de todos los problemas del país? […] Si este crimen fuese perpetrado, se abriría una espiral terrible […], una grieta con las fuerzas humanitarias que aún existen en este País” (A. Moro, Lettere dalla prigionia, Torino, Einaudi, 2018, pp. 71-71).
Las palabras premonitorias de Moro apelaban a la humanidad de sus colegas de partido, con el fin de impedir una fragmentación irremediable del tejido social. En vano.
Cada país tiene sus heridas profundas y mal cicatrizadas. Unos traumas colectivos que vuelven una y otra vez, bajo formas inesperadas de intolerancia social. Cuando la política no se muestra a la altura de estos retos históricos, pues deviene preponderante el rol sanador del arte. Ésta es sin lugar a dudas la mayor aportación de la obra de Alberto Méndez y de Tolo Ferrà. Sofia Chiabolotti.
Dónde: Teatro del Barrio, Madrid
Cuándo: 19 y 26 de septiembre