Sabor local al margen de los tópicos. Encuadrar la vida real en uno de los últimos estados de la Unión, siempre relegado a la condición de paraíso natural del turismo, excepto cuando se habla de Pearl Harbour o de la biografía de Obama. ¿Los ricos también lloran? Lo sabíamos, gracias. Como también sabíamos que en Hawai la gente vive y muere como en cualquier parte, puede tener cáncer y no pasarse la semana subida a una tabla de surf.
Aparte del típico rencor intelectual hacia cualquier producto americano de éxito, había razones adicionales para sentirse un poco marxista durante los primeros minutos, siguiendo las peripecias de un acomodado abogado que tiene a su mujer en coma y ha de hacerse cargo, por fin, de sus dos hijas. Es posible que un drama así, en principio, no impresione mucho a los que en Rumanía, en Cuba o en España bregan a diario para salir del agujero, sin hospitales de primera a mano ni latifundios en fideicomiso. Sin embargo, pronto un cierto materialismo entró en escena, reconciliándonos con el empuje de la narración. Poco a poco Los descendientes se convierte en una historia común, creíble y humana, que encuentra en el rostro desencajado de Clooney su suelo y su continuo referente. En el papel de Matt King, olvidamos que Clooney es una estrella, devuelto a la humanidad por el desconcierto que una y otra vez le cruza la cara.
Entendámonos, no es que este trabajo de Payne se vaya a convertir en un hito de nuestra memoria, pero ya los primeros planos de una mujer que vegeta como un saco de huesos alejan la pereza inicial. ¿Qué haría el cine sin esta cruel piedad del realismo anglosajón? La boca entreabierta, los labios secos, la cara amoratada. Sobre todo, esas manos simiescas crispadas en torno a un triste objeto que las enfermeras han puesto para que Elisabeth no se haga daño. Conforme avanza y se complica la historia, el ser misterioso que es esa mujer muda, viva y muerta a la vez, condensará la ambivalencia que envuelve a los vivos. También a los muertos, esos antepasados que desde las fotografías familiares nos recuerdan algunas oscuras ataduras.
“Yo pienso en cada uno de mis muertos como si todavía estuviese vivo, y en los que viven como si la muerte ya los separase de mí”. Francamente, no es probable que Jünger sea muy leído en Hawai ni que la intención del señor King sea seguir esa filosofía. Sin embargo, una de las lecciones que se desprende de su historia es que es vital hacerse cargo del claroscuro del pasado, de una herencia nunca elegida y no siempre fácil. La rueda de la contingencia te deja un día como administrador de miles de acres de tierra y otro día te anuncia que tu mujer yace en coma por una caída absurda desde una lancha. Después, durante la convalecencia de tu esposa, es tu hija la que tiene que revelarte que tu mujer no sólo había se había distanciado, sino que te engañaba con otro. Para más escarnio, ese otro no parece un hombre precisamente admirable.
Hay una escena que recuerda a El último tango en París, cuando Matt pregunta ante el cuerpo silencioso de su mujer adúltera: “¿Quién eres, realmente?”. El mutismo de Elisabeth ayudará a ajustar las deudas pendientes. Con un decorado cambiante, pronto Los descendientes nos recuerda una historia real, con su dosis de contingencia y desconcertantes quiebros. No se trata de una obra que vaya a pasar a la historia del cine (le faltan espectros para eso, los que hacen que sean clásicas Los olvidados o El árbol de la vida), pero sí de una película que cumple con creces la función vital que se le puede pedir a una historia: poner en suspenso el sentido, decía Godard. En suma, raptarnos con una trama que remueva el orden real. A su manera entrañable y muy poco épica, Los descendientes ayuda a romper con la religión social, nos libra durante un lapso de esa ilusión de cercanía que alimenta nuestra tediosa rutina. Sin duda, para devolvernos después a su curso, pero armados con la lejanía de un pequeño viaje.
Mentiras, sexo, amor a tres bandas. ¿Quieres? No te quieren. ¿No quieres?: posiblemente te querrán más. El laberinto neurótico de los afectos configura el solaz y el tormento de este infeliz mundo regulado donde los padres, como casi toda autoridad moral, fallan.
Sin embargo, si el personaje de Clooney se hace querer es porque no se rinde, ni rechaza casi nada. Administrador de tierras que apenas conoce, decide hacerse cargo del complejo horizonte que hereda durante la agonía de Elisabeth, incluida una nueva voz en el complejo familiar, el contacto con el amante de su mujer y la reinvención de la paternidad con dos hijas que inicialmente parecen poco modélicas. Se puede mencionar que uno de los logros de esta digna película es el alzado que bosqueja de la barbarie juvenil. Alexandra y la pequeña Scottie se hacen al principio bastante odiosas. Intransigentes, apresuradas, despiadadas con toda flaqueza. Tanto ellas dos como el “putón tarado” que es amiga de Scottie, como Sid, el boy friend de la hija mayor, parecen al comienzo existencialmente fascistas, aunque les falte esta ideología y, propiamente hablando, carezcan de ideas. Gracias a la imperfección de sus mayores, los tres representan casi lo peor de la juventud actual: el rencor, la crueldad burlona, el dogma de la impaciencia, el desprecio por los matices y todo lo que no se comprende rápidamente. Sólo el drama creciente de una sombra materna que se alarga, y de un calor paterno que se crece en las dificultades, a veces hasta el borde del ridículo, devuelven a los tres jóvenes al encanto de los seres que sienten y dudan.
Así hasta que la belleza silvestre de Alexandra se adueña casi de la pantalla. Más ella que Sid, pues éste pronto consigue que le propinen un golpe y acaba confesando su propia tortura, al tiempo que se convierte en buena compañía. Pero es Alexandra la que es capaz de sentir y llorar bajo el agua, hundiéndose para que no se oigan sus gritos. El silencio de ese fondo de piscina es emblema de un dolor universal y mudo que hay que tragar. La tristeza de ese trago inconfesable hace a Alexandra gradualmente más adulta, más seria y atractiva.
“Adiós, mi amor, mi amiga, mi tormento”, susurra nuestro antihéroe ante el cuerpo deshecho de la que fue su esposa. Al final, las cenizas de quien vivió tan intensamente son arrojadas al mar. ¿Al amar también? Polvo eras: silencio vuelves a ser de nuevo, mezclado en esa superficie que espejea sin sentido. ¿Igual que el amor? La mujer que vivió ferozmente disuelve su ceniza gris en el agua verde que rodea a la barca familiar. Después de la tragedia, unas pocas imágenes de la costa boscosa sugieren que podríamos visitar la isla, lejos ya de la propaganda que hace de ella el reclamo para una humanidad que quiere huir de su miseria.
Para sobrevivir, la estrategia de Mr. King ha sido exactamente la contraria: viajar hacia las aguas turbias que antes ignoraba. “No hablamos hawaiano, pero hemos nacido aquí y somos de aquí”. En nombre de aquella ascendencia que se prolonga en esta descendencia, Matt no convertirá sus tierras casi vírgenes en un burdel para el juego y el turismo. La imagen de los tres King unidos, intercambiando su comida en el mismo sofá desde el que miran el documental sobre un animal anómalo que vive en la orilla y no sabe nadar (tiene alas, pero no vuela), nos devuelve a una vida que se alimenta del misterio de lo ausente. Son sus descendientes. Hijos de lo que no han elegido, como nosotros.
Los descendientes (Alexander Payne, 2011). Madrid, 4 de febrero de 2012 (www.ignaciocastrorey.com)