Para quien ha leído, en mi caso: devorado, los tres primeros volúmenes de los Diarios del escritor Alejandro Rossi, publicados recientemente en México, hacer un comentario que sea algo más que los infinitos lugares comunes que rondan a la obra, la prosa y la persona de Rossi, resulta una tarea poco menos que destinada al fracaso.
Vayamos por partes.
Autores mucho más dotados y que conocieron e intimaron durante décadas con Rossi, han escrito espléndidos ensayos y homenajes acerca, precisamente, de su obra, su prosa y, de manera inevitable, ineludible, de su temperamento único, explosivo y la vez capaz de regresar sobre sus propios pasos luego de un exabrupto, un observador microscópico de los detalles que, de tan pequeños, a la gran mayoría nos pasan desapercibidos o bien no logramos retenerlos e incorporarlos a nuestra forma de ser, a nuestro carácter.
Enumero sin afán exhaustivo: Octavio Paz le dedicó una reseña a su libro emblemático, El manual del distraído; Adolfo Castañón ha escrito largas páginas que buscan resaltar la importancia de su obra en el contexto de la literatura latinoamericana ―si bien con ello nunca ocurrió la anhelada integración a ese canon, la persistente condición de extranjería que acompañó a Rossi a lo largo de su vida lo impidió y, hasta el final la suya fue la obra de un escritor para escritores; Juan Villoro, que lo conoció desde la infancia dada la pertenencia de su padre, don Luis, a los mismos círculos universitarios desde que ambos eran estudiantes de filosofía, ambos discípulos del maestro transterrado, José Gaos, ambos fundadores del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional y de Crítica. Revista Hispanoamericana de Filosofía, amigos y cómplices entrañables, en las buenas y no tan buenas; Aurelio Asiain, secretario de la revista Vuelta, que dirigía con tesón de capitán de navío; Enrique Krauze, subdirector de la revista de Paz, entre muchos otros.
No existe, no lo he leído todavía, ensayo, homenaje, reseña, comentario al peculiar, único e inimitable estilo de Rossi, que omita sus atinados énfasis, la inteligencia y precisión de sus certeros adjetivos que los vuelven algo más que meros adjetivos, el ritmo de su prosa, a veces cercano al musical adagio, otras raudo, casi vertiginoso y que pareciera no llevar prisa alguna por llegar a su lugar de destino.
Alejandro Rossi es quien ha definido, me parece, el estilo de prosa al que aspiraba: “El deseo profundo de escribir una prosa noble y clara, agua fresca, una prosa tranquila y convincente, con olor a buen manantial, con sabor a piedras de montaña alta, a tierra de pinares. Agua para beber.”
Esta cita, que proviene de su texto sin género específico ―no acaba de ser un ensayo literario, ni una meditación, tampoco un repaso a ciertos gustos, rasgos, preferencias y antipatías de su autor―, fue, como muchos pasajes de su obra, escrito por primera vez en el laboratorio de sus Diarios. El pasaje proviene de “Diario de guerra”, alrededor del cual, nos revelan los diarios que van de 1980 a 1984, Rossi trabajó, suspendió, casi hasta el abandono, el texto que al final logró completar y publicar, un texto espléndido divido en secciones inconexas o aparentemente inconexas y de asuntos disímiles, también en apariencia, dedicado a Octavio Paz.
El anterior es solo un ejemplo extraído del laboratorio de los Diarios de Rossi y que más tarde encontró el momento de su publicación; se trata, como es de esperarse, de un diario de escritor: hay esbozos, apuntes observaciones, ideas para posibles desarrollos que, algunas de ellas, tardaron décadas en ser resueltas. Tal sería el caso de la única novela de un escritor que vivía pensando tramas y planeando novelas: Edén. Una vida imaginaria, publicada en el año 2006. Durante años, cuando incluso parecía que la novela de marras terminaría evaporándose entre los proyectos no realizados que acompañan a cualquier escritor, su working title fue: Mi tío escribe una novela.
Para quien se interese en el ambiente o ambientes que prevalecían en la república de las letras mexicanas a lo largo de los años setenta y ochenta del siglo pasado, los Diarios resultan imposibles de resistir. Cotilleo y chisme, pleitos, amistades, rompimientos, reconfirmación de amistades, certeras descripciones del clima y ambiente de las comidas y cenas a las que asistía o bien organizaba, en ocasiones casi los siete días de la semana, las condenas, imprecaciones y denuestos con que subrayaba un malestar, una decepción, su ira y rabia ― “mi única defensa” ―, tan precisos y preciosos como la inigualable forma de adjetivar que tenía Rossi. En comparación, los ensayos que Schopenhauer y William Hazlitt dedicaron al arte de insultar, apenas alcanzan la malicia casi inofensiva de patio de los recreos donde los párvulos de pantaloncillo corto e infantiles corbatas de una escuela primaria hacen de las suyas.
Los clientes frecuentes de Rossi eran: el propio Octavio Paz, con quien mantuvo una amistad que a ratos juzgaba tirana, a ratos la más generosa; Enrique Krauze, una relación enteramente subordinada, sembrada de recovecos semioscuros y ardides obvios; el tan admirado José de la Colina, a quien, palabras más, palabras menos, no baja de monigote incapaz de levantar la mirada; Salvador Elizondo, falso erudito o lo que hoy conoceríamos como un sabiondo formado en la Wikipedia; Danubio Torres Fierro, casi un malviviente, un experto en el arte del abuso. Ulalume González de León, la impostura andando. Más distantes se hallan: el político y académico Jorge Carpizo; el escritor y funcionario universitario Arturo Azuela; Fernando Salmerón, entre otros.
También desfilan los incondicionales, esos amigos, pocos, como suele ocurrir con las relaciones de fondo y a prueba de bombas nucleares: Luis Villoro, si bien hubo periodos de distanciamiento, el afecto corría parejo y en ambas direcciones; Víctor Flores Oléa, académico y diplomático que, por dicha condición o condena, iba y venía; Juan García Ponce, a quien acompañó en cada etapa de una cruel enfermedad; Fernando Solana, funcionario y político quien quizá fue el último Canciller presentable de la triste república; Enrique González Pedrero y su esposa Julieta Campos; Fernando Pérez Correa, académico y alto funcionario universitario y de gobierno, tipo culto como ya no los hay en esas lides, y a la vez su personal ángel de la guarda; Jorge López Páez, a quien quizá comprendía mejor de lo que el propio López Páez se comprendía a sí mismo; Juan Villoro, en quien Rossi reconoce a su único amigo, supongo, de mucho menor edad, al joven escritor tempranamente dotado para la literatura y a quien nunca dejó de alentar; Adolfo Castañón, quien procuró la inteligencia y la conversación de Rossi y logró la imposible summa, no superada hasta el día de hoy, reproducida en las guardas de más de uno de los libros de su admirado autor: “Filósofo, crítico de vicios y manías, reconstructor de las pequeñas mitologías que rodean a ciertos objetos y frases, adivino de lo significativo a través de lo trivial, Alejandro Rossi es uno de los narradores más importantes que se haya dado a conocer en México.”; al filósofo y escritor venezolano Juan Nuño, que pudimos conocer y leer en México gracias a los apoyos y gestiones editoriales de Rossi, y con quien compartió afinidades intelectuales y afectos hasta el día de su muerte, que lamentó en un ensayo escrito para la ocasión y cuya última frase, redonda y naranja como la Luna, es en realidad una cósmica lección comprimida en seis palabras: “La vida no es una fiesta.”; don Rafael Segovia, profesor de ciencia política en El Colegio de México, amigo y cómplice en su comercio con altos funcionarios e importantes políticos mexicanos y estadounidenses de la época.
Antes me referí a la inigualable capacidad de Alejandro Rossi para detenerse en los detalles, en las minucias. Esto aplica también en la lectura de sus admirados Nabokov, John Cheever, Italo Svevo, escritores practicantes del arte de revelar —o de construir— atmósferas bajo el microscopio, antes que presentarnos al Gran Personaje o echar a andar la locomotora de la Trama Maestra.
En paralelo, los Diarios son otra forma, en ocasiones suculenta, de conocer, en el tono característico, sanamente corrosivo de Rossi, a ciertos personajes que, mal o bien, marcaron el último tramo del siglo XX mexicano. Caso emblemático, quien fuera presidente de México entre 1988 y 1994:
14 7 79
—El jueves asistí a una en la casa de un tal Salinas, hijo de un exministro y director ahora de alguna cosa en la Secretaría cuyo titular es La Madrid. Este era quien invitaba: a Octavio, a Rafael [Segovia], a Ibargüengoitia, a Ramon [Xirau], a Krauze y a mí. Supongo que es para una campaña política. Lamentable cena: desde la casa cuya pequeñez —para no hablar de la gigantesca cursilería— nos obligó, en la sala, a un semicírculo de tertulia pueblerina embarazosa, incómoda, hasta la compañía de burócratas desconocidos que hablan como escriben sus aburridos informes. El dueño de casa un pelmazo inarticulado, feo como una lombriz de terreno baldío y el famoso “inteligentísimo” ministro que nos confundió con jefes de departamento de alguna dependencia. Incapaz de salirse de esa jerga en la que flotan. Incapaz de plantear un problema en términos no burocráticos; incapaz de una idea general; incapaz de hacernos una pregunta respetable sobre algo nuestro, pues al fin y al cabo éramos los invitados. Verdaderos, auténticos, inmejorables paletos. La comida de pésima calidad y mal regada, servida además en una mesa en la que no cabíamos y el culo duro ya que nos sentaron en sillas de metal, esas de jardín. ¡Qué espanto! ¿Para qué nos invitaron?
La cita anterior no está lejana, en espíritu y garra, a las impresiones que Jules Renard recordaba y anotaba en su propio Diario (1887-1910); así por ejemplo:
17 de noviembre [1901]
¡Qué rabia no ser Victor Hugo!
Solo en una ocasión, no me impresionó: cuando lo vi.
Queda entonces claro como el agua que la célebre, aunque poco difundida propuesta de Alejandro Rossi para un hipotético título o subtítulo al monumental Borges, el libro póstumo de Adolfo Bioy Casares publicado en 2006, es en cierta medida el reverso, la otra cara de la moneda de sus propios Diarios: “¡Sálvese quien pueda!”
Lo evidente: tanto para los curiosos como para especialistas y estudiosos, la primera entrega de los tres volúmenes de los Diarios son una notable contribución a la historia literaria, intelectual y hasta política de dos décadas significativas en México, los setentas y ochentas, la primera marcada por la agitación general que siguió al movimiento estudiantil y su represión en octubre de 1968; la segunda, malévola y erróneamente llamada, hasta la actualidad, “la década pérdida”.
Los Diarios revelan, además, los trances y tribulaciones de quien se propone escribir. Que me sea perdonada la vanidad de recordar las frases, preclaras y lúcidas, que me dijo una tarde de finales de los años noventa Alejandro Rossi, sentados ambos en la sala de su casa. Con excepción de impostores y descerebrados, entonces me parecieron de natural aplicación universal. Solamente hasta leer sus Diarios caigo en la cuenta que llevaban una pesada carga autobiográfica: “Salvo momentos privilegiados y poco usuales, cuando uno se pone a escribir casi nunca tiene ganas de hacerlo. Es decir, uno se enamora de la idea de escribir algo, pero el acto material de la escritura es durísimo. Inventamos treinta mil excusas para no llevarla a cabo: siempre es necesario forzar la cosa. Me parece que escribir es un acto no-natural en el hombre: sentarse a hacerlo puede ser una pesadilla.”
Lector atento de poesía, creo que Rossi no habría desautorizado estos versos de William Carlos Williams —provenientes de su conocido poema extenso, Patterson:
Sin duda el principio es
el final —porque no conocemos nada, así
de sencillo, más allá
de nuestras complejidades.
Los Diarios de Alejandro Rossi registran, precisamente, esas complejidades que cualquiera lleva, un día sí y al siguiente también, sobre las espaldas: los arrebatos, los actos de la voluntad, por así llamarlos, que desembocan en un callejón sin salida, la frustración, las depresiones, los entusiasmos, los compromisos —que en Rossi, eso parece, debían cumplirse marcial y puntualmente, desde luego las decepciones, la fatiga ante la imbecilidad tanto de la realidad como de algunos individuos. Sin embargo, los Diarios no son el registro privado de un hombre cercado por la soledad, a la manera de Paul Léataud, quien apenas salía de su polvorienta y gatuna reclusión para ir a las oficinas del Mercure de France, o bien otro diarista mayor también afincado en París, Julio Ramón Ribeyro, si no el solitario por antonomasia, casi su personificación en cuerpo y alma.
Alejandro Rossi fue un hombre social, quizás en exceso social. De ahí su reputación de conversador de primera línea; de ahí en consecuencia la falta de tiempo, de ganas, para sentarse a escribir. Rossi fue también el más liberal de los escritores del círculo literario al que pertenecía. Vetados y escasamente atendidos en el mundo de la revista Vuelta, Rossi procuró la amistad de al menos dos escritores, ambos en mi opinión igual de importantes y geniales, que militaban ideológicamente en la orilla opuesta. Me refiero, desde luego, a Gabriel García Márquez y a Augusto Monterroso.
La aparición de los primeros volúmenes de los Diarios de Alejandro Rossi no son un hecho menor para la literatura escrita en lengua española. Ojalá aparezcan los seis o nueve más que restan. En sí mismos, los Diarios se hallan en camino —no exagero y doy la bienvenida a quien disienta de ello, de eso se trata— de convertirse en una obra tan indiscutiblemente perdurable como La vida de Samuel Johnson, de James Boswell. Si en vida la obra de Rossi tuvo poca salida, al fin y al cabo escritor para escritores y para un puñado de fieles lectores, parece casi imposible que la casa editorial que auspició su publicación resista el fallo administrativo de las pocas ventas. Espero equivocarme. Alguna institución, o más de una, la Universidad Nacional Autónoma de México, El Colegio Nacional, en donde Rossi encontró un espacio donde logró poner en suspenso su eterna condición de extranjería, tendrá que garantizar que esta obra mayor no quede inédita. Sería una pena y una pérdida.