Creía mi madre que el ejercicio de la piedad era la gimnasia de la fe; quien abandona la primera, pensaba, se resiente de la segunda. Para que faltara a sus obligaciones de culto –que eran las de todos nosotros, dicho sea de paso– debían concurrir circunstancias extraordinarias. No se daban en aquel domingo, 12 de julio de 1936, y ella tenía muy claro cuál era nuestro inmediato plan, una vez llegados con bien a nuestro destino: ir a misa.
El viaje, muy largo debido a las carreteras de la época, nos había impedido cumplir con nuestras obligaciones dominicales, algo del todo inadmisible para una mujer católica, apostólica y romana; baste decir que era de familia navarra, de carlistas practicantes. Lo primero que preguntó a doña Cecilia –tal vez no lo primero, pero sí lo segundo de que hablaron– fue el horario de la misa de la tarde.
Mi padre no nos acompañó. Se quedó en casa de don Pascual porque le dolía la cabeza, efecto de la larga conducción, y prefirió guardar reposo, no fuera a sacudirlo en plena misa uno de los ataques de migraña que a menudo padecía. Así que nos fuimos los tres tan tranquilos al pueblo, mi madre en vanguardia, Mentxu y yo haciéndole de séquito un par de pasos por detrás de ella, distraídos cada uno con sus pensamientos.
A esa hora en que declinaba el sol, la fronda de los álamos que escoltaban la carretera se había poblado con miles de gorriones (suponía yo, puesto que a esa edad identificaba como tal a todo pájaro pequeño y ruidoso). Más arriba, las sombras angulosas de las rapaces cruzaban fugazmente el tapiz límpido del cielo de verano. “Mira, eso es un milano”, fue lo único que me dijo Mentxu en todo nuestro paseo hasta la iglesia, si bien con mucho entusiasmo por su descubrimiento.
Entramos en el pueblo. Mentxu canturreaba algo mientras atendía a su alrededor con curiosidad no disimulada; yo hacía lo propio, observar por doquier, pero mi pesquisa era muy distinta, en tanto que abrumada de incomodidad. Me fijaba en las casas de piedra cubiertas por un revoco aquí y allá verdeado por las humedades, que se desconchaba para mostrar la intimidad ocre de los muros; los canalones carcomidos bajo la lepra de la herrumbre; los aleros de tejas raídas por el frío y los años, como el filo de un cuchillo viejo; los tablones que hacían de puerta en cobertizos y pajares de vientre umbrío, más oloroso aun que oscuro. Mirara para donde mirara, todo me parecía ruinoso, como en descomposición, y me invadía una incomodidad de repercusión física que despertaba en mi piel un intenso prurito de rechazo, del mismo modo que hubiera respondido al contacto de una sustancia tóxica.
Como he dicho ya, la iglesia ocupaba un flanco de la plaza Mayor, explanada cuadrangular de suelo terroso en su centro, presidida por la fuente que a su vez remataba una imagen de la Inmaculada Concepción. Los otros tres laterales de esta rústica ágora estaban guarecidos bajo porche. La calle Mayor, que no era sino el tramo interior de la carretera, ensartaba la explanada como un gancho haría con una chuleta, pues se inclinaba un tanto hacia la izquierda para salvar la mole del templo.
El atrio parroquial, enlosado de granito, se aupaba sobre tres escalones del mismo material. Al fondo de su plataforma se erguía la fachada eclesial, con buen aparejo de sillares y un portal adornado por columnas corintias, frontones truncados, nichos habitados por estatuaria y otros aditamentos barrocos, añadidos con posterioridad a la prístina fábrica gótica. Mucha iglesia para tan poco pueblo (sobre todo, para el pueblo de entonces).
Aquella tarde había bastante gente en la plaza: hombres que formaban corros dentro y fuera de sus dos tabernas, apostadas una bajo el porche del flanco derecho y la otra en su opuesto; pequeños grupos de tres o cuatro mujeres jóvenes cogidas del brazo, enclaustradas en un paseo perimetral del ágora; ancianas de cháchara, sentadas en el murete corrido entre los pilares de los porches; chiquillos jugando a perseguirse en torno a la fuente… y el tañido de la campana sobrevolando la que parecía general indiferencia a su llamada. Apenas tres o cuatro mujeres tocadas con velo afluían al templo desde las calles adyacentes, puesto que la mayoría de feligreses seguramente había cumplido por la mañana con el precepto de la misa dominical. En resumidas cuentas, la disposición del gentío se prestaba a considerar la novedad de nuestra presencia, y fue evidente que casi todo el mundo interrumpió unos instantes su distracción para observarnos, con diferente grado de interés, mientras cruzábamos la plaza por su centro.
El interior parroquial pergeñaba toda una metáfora plástica de los contrastes entre el Reino celestial y nuestro valle de lágrimas. Los gruesos muros inferiores, apenas horadados por troneras a modo de heridas, suspendían el cuerpo eclesial en una penumbra lóbrega y fría a pesar de la cálida temperatura exterior. Pero ese ambiente de inhóspito engrudo se transformaba en una piscina de claridad polícroma por encima de las crujías que separaban las naves, donde los muros superiores, cargados en arbotantes, se entregaban a la fiesta del vitral como los bienaventurados a la contemplación de la belleza inmarcesible del Paraíso. Hasta ese solaz de los sentidos, suspendido sobre la mediocridad de las sombras, se elevaba en forma de murmullo el rezo de los fieles.
Al salir de misa nos dispusimos a desandar lo andado, plaza traviesa y calle Mayor adelante. Ya estábamos a punto de entrar en la segunda cuando un grupo de chiquillos vino corriendo a nuestro encuentro desde no sé dónde. Se apostaron frente a mi madre, sorprendida; a dos o tres metros de ella y obligándola a detenerse. Exhibían signos de excitación: se mecían sobre las piernas de alambre arañado, como si tuvieran unas ganas incontenibles de orinar, y blandían todos esa sonrisa malévola que precede a la trastada… Pero ni siquiera aquella vis de remota maldad los encumbraba, ante mis ojos, por encima de su miserable pinta de pedigüeños.
El más canijo de todos, un rubiato de ojos muy claros, faz pecosa y nariz de ariete, larga y puntiaguda, empezó a vilipendiar a mi madre cuando ella, tras un momento de duda, se disponía a preguntarles qué se les ofrecía:
—¡Beata, beata! –empezó el chiquillo con un soniquete de canción infantil, como si saltara la comba, pero al punto trocó su melodía en desafiante arenga: –¡Los curas y los beatos son enemigos del pueblo!
Mi madre clavó la vista en el zagal, con ademán de perforarlo con la mirada. Su respuesta fue casi inmediata:
—¡Apártate, mocoso!
No se andaba ella con chiquitas. La sinceridad era su costumbre; la energía, su talante. Además, la historia se repetía: en cierta ocasión, también a la salida de misa, se había enfrentado a unos jovenzuelos que insultaban a un cura llamándole maricón por llevar sotana, como era preceptivo en esos tiempos. Nada la arredraba con facilidad, menos el renacuajo aquel.
(Mi madre tenía una propensión involuntaria a convertirse en espectadora de las broncas callejeras propiciadas por las tensiones políticas de la época. Así, como vecina del bilbaíno barrio de Atxuri, conocía la gravedad que podían alcanzar las disputas entre nacionalistas y socialistas. Su elenco de anécdotas culminaba con el intento de asesinato de Indalecio Prieto por el comunista Jesús Hernández, en la Alameda de Mazarredo y a las puertas del diario El Liberal, que el propio Prieto dirigía. Ella pasaba por allí y se encontró todo el fregado. Tenía el don de la oportunidad).
Supongo que ofendido pero al mismo tiempo exacerbado en su ímpetu revolucionario por el desplante que acababa de hacerle mi madre, quien no le reconocía la calidad de enemigo al mantenerlo confinado en las servidumbres de la niñez, el chiquillo rubiato alzó su pequeño puño izquierdo e inició una canción que yo jamás había escuchado hasta entonces. Le siguieron a coro los otros rapaces:
—“Somos hijos de Lenín/ y nos queremos emancipar./ Con el martillo y la hoz/ el comunismo ha de triunfar…”.
Ni siquiera los soldados que asaltaron el palacio de invierno de Petrogrado ardían en semejante candor revolucionario, por la misma razón tan teatral.
Conforme avanzaba la canción, y acabó y volvieron a empezar, mi madre se iba poniendo colorada de ira. Más roja que esos moscones que la acosaban. Tenía el carácter muy fuerte, pero nunca desbarraba por ello; se le hacía evidente que no podía calentar las nalgas de aquellos chavalillos como hubiera calentado las mías, no lo dudo, de sorprenderme en semejante lid. Tampoco pretendía dedicarles una mala palabra; ni sus modales ni su consideración hacia esos niños –y a la postre nada más que eso, niños– se lo hubieran permitido. Apretaba los labios bajo el chaparrón de estrofas y contraía el ceño, mientras los dedos se le crispaban sobre la tapa acolchada del misal. Todo en ella me recordaba los prolegómenos de las broncas más severas. Supuse, además, que su disgusto iba en aumento, por habernos convertido la cancioncita en motivo de observación y chismorreo de la plaza entera.
De repente, un aleteo impreciso de su entrecejo; un conato de gesto tan solo, apenas perceptible para quienes bien la conocíamos, vino a indicarme la vecindad de una sonrisa satisfecha, que se abría paso a marchas forzadas entre las fisuras de su indignación. En seguida supe el porqué:
—Pues si eres hijo de Lenín –el chiquillo interrumpió su canto, tal vez no esperaba réplica y menos en ese tono de sorna–, ¡dile a tu padre que te limpie los mocos, cochino!
La advertencia no dejaba de ser oportuna. Desde su misma aparición, de la nariz de aquel aprendiz de Pável Morózov despuntaba un grueso moco verde que había ido progresando en su descenso, impelido por la cadencia del canto, hasta rondar la linde del labio superior. Tal vez por efecto del susto, el rubiato sorbió de sopetón su secreción, que desapareció por donde había salido, con la rapidez del caracol replegado en su concha cuando se le toca una antena. Quedó además como envarado de ira; ahora rojo de verdad, pero por fuera. Y al fin salió corriendo sin decir más, seguido de su cuadrilla en estampida.
No fueron muy lejos. Entraron a la carrera bajo los soportales y se detuvieron junto a un joven mucho mayor que ellos. Era un muchacho bastante alto o así me lo parecía, pues lo recuerdo como de talla descollante entre los demás mozos; delgado pero no endeble, de piel muy clara en contraste con la noche de sus cabellos crespos, que domaba con un corte de soldado. Se erguía muy tieso, con cierta elegancia natural que no podía haber sido asimilada de los ambientes por donde su vida discurría. Tal distinción –dicho sea en su sentido más urbanita y pequeñoburgués– lo situaba a una distancia de años luz, en cuanto a traza, de sus congéneres pueblerinos; sin embargo, el muchacho no se diferenciaba en lo demás del resto de hombrecillos allí reunidos, al lucir la misma pinta de pobretón común a todos ellos.
El niño rubio de los mocos le tiró de la falda de la chaqueta mientras pronunciaba su nombre insistentemente (“¡Satur!, ¡Satur!”). Por fin, cuando los estirones ganaron la atención del mozo (hubo de esperar para ello), le anunció a grito pelado: “¡¡¡La beata ha insultado a Lenín!!!”.
Por lo visto, para ese canijo no había en el mundo impiedad mayor que meterse con el Padre del Proletariado.
El mozo, Satur, lo miró por un instante, luego alzó la vista en nuestra dirección, fue a cruzarla con la mirada desafiante de mi madre (caminábamos de nuevo, en actitud de alerta pero sin perder la dignidad), volvió a mirar al chiquillo e intentó tranquilizarlo con una sonrisa, una caricia sobre el cráneo dorado y una frase que lo desmovilizara de su belicosa actitud. Supongo que algo así como: “Déjala ir, que ya les llegará su día”. Y volvió a la conversación interrumpida con sus dos amigos, al parecer muy divertida, pues reían con vehemencia.
El niño insistía, estirándole otra vez del faldón de la chaqueta. Satur atendió la demanda con gesto de contrariedad. “¿Qué quieres ahora?”, o algo así. Y el chaval que le recordaba la afrenta: “¡Satur, que la beata ha insultado a Lenín, ¿no vas a hacer nada?”. Satur se desentendía otra vez del asunto, visiblemente incomodado (“Que la dejes te he dicho, ¿no ves que estoy ocupado?”). Pero el chaval erre que erre y tira que tira, y el Satur que por tercera vez se volvió hacia él, esta vez para soltarle una colleja con aparatoso revoloteo de la mano abierta. No fue un golpe duro, pero sí sonoro y certero, en todo el occipucio pelado; más rotunda imposible, pero para el Satur como de procedimiento rutinario, propinada sin apenas mirar el cogote herido. Siguió así el muchacho con su cháchara, mientras el rapaz se echaba a llorar y nosotros salíamos de la plaza, al hilo de la calle principal, camino del caserón de don Pascual.
Esa noche y ya en la cama, cuando mi madre se disponía a leernos algún poema o cuento, como hacía siempre a la hora de acostarnos, le pregunté quién era Lenín. Un revoltoso, recuerdo que me contestó; alguien que quiere cambiarlo todo y cerrar las iglesias. Y como apostilla, a modo de advertencia: solo la gente rabiosa y tonta le hace caso.
Este texto es fragmento de la novela Los días de ‘Lenín’, que acaba de publicar Izana editores.
Ignacio González Orozco (Madrid, 1963) es licenciado en Filosofía y trabaja como editor en el Grupo Editorial Océano, de Barcelona. Ha colaborado en distintas revistas literarias y es autor de varios libros de viaje y divulgación. En 2003 quedó finalista del premio de libros de relatos de la Diputación de Cáceres con el volumen Prefiero a Mae West. También es autor de la obra dramática La farsa de Gandesa, cuyo montaje escénico está actualmente en preparación