El dibujo, la más transparente de las bellas artes, tiene una extraña forma de revelar la sensibilidad innata de quien lo practica; los errores no se pueden corregir con tanta facilidad como en la pintura. Cézanne, cuya destreza como dibujante tiene tanta importancia para su logro creativo como sus pinturas, reelaboró sus dibujos de modo que el error fuese incorporado a la composición final. En la exposición del Metropolitan Museum of Art unos 250 dibujos dan al espectador la oportunidad de ver a un gran artista pensando activamente, cuyo trabajo en las figuras y paisajes demuestra su extraordinaria destreza, desarrollada a lo largo de las décadas que abarcó su trayectoria, y su habilidad para determinar un tema incluso en sus breves bosquejos. Lo que empezaron siendo versiones toscas de relatos mitológicos violentos y eróticos se convirtieron, lenta pero firmemente, en visiones cada vez más claras y sobrias de la naturaleza, que culminan en las excelentes acuarelas que celebran la montaña de Sainte-Victoire (hacia el final del recorrido de la muestra se exponen en una galería varias versiones). Cézanne no era un gran artista cuando empezó; sus primeras obras son densas, espesas y oscuras, casi arrolladas por la inexperiencia de su mano y por cuestiones psíquicas que empujaban su trabajo hacia un primitivo expresionismo. Sin embargo, entre principios del siglo xx y 1906, el año en que murió, Cézanne se había trasladado a un espacio de extraordinario refinamiento y estructuras embellecidas. Así, pasó de un sentimiento y una forma rudimentarios a un tratamiento visionario de lo que tenía ante sí.
Parte de su refinamiento se basa en la sensibilidad de las cambiantes líneas de grafito, así como en la lucencia transparente que es intrínseca de la acuarela. Ambos medios se prestan bien a la abstracción, como evidencian las formas dispersas y las grandes áreas de papel intacto que, a menudo, vemos en las obras tardías de Cézanne (recordemos que el comienzo oficial del cubismo tuvo lugar en las formas angulares y semiabstractas de las prostitutas de Las señoritas de Aviñón, de Picasso, que pintó el cuadro en 1907, un año después de la muerte de Cézanne). La abstracción, que podría definirse como una simplificación de las formas figurativas a los orígenes que las componen, se convirtió en una herramienta central del artista al final de su carrera. Probablemente fue una evolución inevitable de las consideraciones formales presentes en la obra de Cézanne del último cuarto del siglo xix, cuando se trasladó a espacios cada vez más abiertos que servían del mismo modo que las imágenes que estos definían. El vacío, pues, funcionó tan bien como las formas articuladas de la obra de Cézanne en una fase de desarrollo muy temprano; el propio papel se convierte en un elemento que contribuye a la composición. Para un público contemporáneo, las últimas obras poseen una claridad transparente que hace que las acuarelas parezcan muy actualizadas, incluso hoy. Aun así, debemos entender a Cézanne como la construcción de un puente entre la pintura del siglo xix y el modernismo del siglo siguiente, del mismo modo que el gran poeta Baudelaire tomó la métrica y las formas tradicionales y creó, con sus nuevos –y oscuros– temas, un conjunto de obras apto para el futuro.
En cuanto figura que se une a la pintura tradicional del siglo xix con las excepcionales innovaciones del modernismo del siglo xx, Cézanne dejó patente que la apreciación tradicional de la forma figurativa tendría que avanzar, y hacerlo hacia un mundo donde la línea y el color pudiesen ser aplicados y comprendidos como fines en sí mismos. La abstracción no empieza necesariamente donde termina la figuración; cada modo de ver incorpora elementos del otro, a pesar de nuestro impulso de percibir una completa desvinculación entre ambas formas de trabajar. El abanico de temas de Cézanne, desde los estudios minuciosos a los tratamientos de su hijo pequeño y su esposa, y de los bañistas a los excelentes dibujos de la montaña de Sainte-Victoire, abarca la variedad de elementos de su vida personal, así como las muy diversas formas presentes en la naturaleza. De principio a fin, a medida que su línea ganaba en sensibilidad y profundidad, el artista fue una persona de intensos sentimientos que, sin embargo, sublimó cada vez más la emoción, reinvirtiéndola en el tema en el que trabajaba. Pero, sobre todo, esto sucede cuando se enfrenta a las decisiones que tomó en obras posteriores. Su arte más temprano, obsesionado con la violencia y la violación, provoca la fuerte impresión de ser una especie de espejo de las obsesiones eróticas de un hombre joven, en particular cuando se tiene un padre difícil. Aun así, deberíamos tener cuidado de no psicologizar demasiado; cuando Cézanne pintaba de esta manera, el tema mítico –que dependía de los relatos conocidos–, tal como él lo utilizaba, era un medio normal que los artistas podían considerar.
Es necesaria una breve aproximación al conjunto de obras que vemos en esta exposición. Muchos de los dibujos no fueron realizados como ejemplos de arte acabado. A menudo, Cézanne incluía cuatro o cinco obras diferentes en una hoja de papel; sus cuadernos han sido desmontados y distintas instituciones y coleccionistas privados se han quedado con páginas sueltas. Esto hace pensar en una expresión de trabajo más amplia de lo que podría ser en realidad. Los autorretratos suelen consistir en pequeños bocetos; el fino cabello del artista, su barba corta y su mirada inquisitiva reaparecen de forma regular. Son unos trabajos sumamente interesantes, y el Metropolitan Museum of Art ha incluido algunos cuadros que ofrecen una versión acabada de los breves tratamientos que encontramos en papel (destaca uno de la serie de cuadros de los bañistas, el de un joven con bañador blanco). Es justo decir que la mayoría de los dibujos de la muestra no son afirmaciones conclusas, y que ofrecen más a quien investiga el proceso del artista que a un público a la búsqueda de una afirmación definitiva. En una exposición tan grande como esta, la sensación general de que Cézanne se desplaza hacia la luz y el espacio abierto adquiere tanto peso como las pequeñas obras individuales que componen la inmensa mayoría de lo que vemos. El camino, a grandes rasgos, es el de una creciente sutileza, donde la delicada línea y el color se vuelven útiles y efectivos por derecho propio, como atributos dignos de estudio, sin vinculación a un realismo concreto. El resultado es que el espectador puede llegar a separar los componentes del realismo que tiene ante sí de los elementos que lo constituyen. De este modo, comienza el extraordinario desplazamiento de Cézanne hacia la abstracción. En la década de 1900 pintaba con una mano verdaderamente visionaria, como nunca antes se había visto.
Hay ciertas figuras que transforman el fin de una era en el inicio de una nueva. Masaccio inició el Renacimiento; Cézanne presentó la modernidad al público. Pero estas figuras nos obligan no solo a mirar hacia delante; también nos piden que echemos la vista atrás, al momento del arte a partir del cual empezaron sus investigaciones. Sin embargo, el tipo de estilo que encontramos en la obra madura de Cézanne ejemplifica un modo de ver completamente nuevo. Menos se convirtió en más, y la sugerencia de la forma –la base del arte abstracto– cobró cada vez más importancia. En el modo en que continuó el artista hay una translucidez floreciente y un mayor sentido del espacio, aun cuando la composición está repleta de elementos diferenciados y reconocibles. La franqueza de la obra posterior encuentra su expresión más exquisita en los estudios de la montaña de Sainte-Victoire, donde el propio papel, intacto, se utiliza para extender –y a veces incluso definir– el concepto irrestricto de Cézanne sobre la naturaleza, donde la forma compite con una atmósfera inexplorada para llenar su gama visionaria de espacio, línea y color. El tácito carácter conservador de su punto de vista, donde la quididad de un objeto se representa con una alta objetividad –como lo demuestra la profunda comprensión de Cézanne del color y la línea–, sugiere que su novedad se basó, al menos en parte, en un clasicismo del que su fogosa naturaleza no pudo prescindir del todo. Por tanto, es probable que la modernidad del artista deba su consecuencia a una sólida base en el pasado.
Para muchos de nosotros, los estudios de Cézanne de la montaña de Sainte-Victoire son la culminación de lo que empezó constituyendo una mirada tosca y expresionista y se convirtió en una visión serena, pero apenas plácida, de la naturaleza. La cumbre rocosa de la montaña, precedida por campos de vegetación y flores, se cierne sobre nosotros, tanto en sentido real como metafórico. En la literatura, las montañas pueden adquirir un valor simbólico, y sus cumbres ser una afirmación de las posibilidades disponibles para aquellos que se inclinan a la ascensión espiritual, sin importar lo difíciles que puedan ser las circunstancias de la escalada. Pero, en el caso de Cézanne, lo metafísico se mantiene a distancia; el campo sigue siendo campo, y la montaña se sigue visualizando como montaña. Sin embargo, esto no disminuye en modo alguno el aspecto de lo que vemos, ya que el realismo del artista es un suceso visionario, donde el color y la línea –los atributos fundamentales de las bellas artes– construyen un reino de asombrosa claridad. Así, la luz misma adquiere el carácter de un objeto, incluso cuando se utiliza para iluminar las formas del mundo natural. Esto es lógico, ya que la naturaleza, por sí sola, posee tanto significado cuando es representada de forma realista que uno no puede sino elogiar el concepto tardío de Cézanne de las formas naturales, donde las flores de los campos que conducen a la montaña de Sainte-Victoire sirven como introducción para el pico pedregoso, por el cual la imponente cumbre de la montaña actúa como algo más que como mero telón de fondo, sin que su inclinación alegórica ceda a la vaga importancia de una visión simbólica. Cézanne se niega a llevar su visión hacia el simbolismo, y prefiere pintar las cosas como son.
Así, los tratamientos densos y apasionados del artista sobre el mito dan paso a algo sumamente refinado, pero todavía contundente, debido a su concepto de la estructura y la pasión inherente a su carácter. En un sentido técnico, el concepto de Cézanne de la estructura es tan profundo que la traslada a otro lugar: la abstracción. Es cierto que las flores y las rocas siguen siendo lo que son incluso en la última etapa de su trayectoria, pero ocurre algo más. Tras décadas de trabajo, la percepción del pintor es tan aguda y culta, que el significado del arte abre una oportunidad a futuros desarrollos. Así, el logro creativo no se basa solo en un presente que se desvía del pasado; es también un movimiento hacia lo que está por venir: el cubismo no podría haber existido sin los planos alisados y las formas fragmentadas presentes en la valoración acumulativa de Cézanne sobre la naturaleza. Cuando dibujaba en sus años postreros, de pronto la visión no solo incluyó el exterior del objeto o la persona, que tan bien había aprendido a describir, sino también su existencia interior. Uno podría –con cierta justificación– plantear una pregunta: ¿cómo pinta uno la vida interna de algo tan reacio a la motivación interior como la piedra? La única manera de justificar el efecto que logra Cézanne en los estudios de la montaña de Sainte-Victoire es ver la obra como una proyección de la vida interior hacia formas externas. Las rocas no tienen vida, en el habitual sentido del término, pero en manos de Cézanne la roca misma se convierte en material vivo. Así, su imaginación se convierte en una fuerza trascendente que anima incluso las sustancias más recalcitrantes.
En el excelente dibujo La montaña de Sainte-Victoire vista desde Lauves (1902-1906), la propia montaña, representada en gris claro –la obra es una mezcla de acuarela y lápiz– ocupa el tercio superior de la composición. La parte inferior de la imagen es un campo irregular salpicado aquí y allá de matorrales azules y verdes, acompañados de marrón claro y amarillo, con la intención de sugerir el terreno. El cielo es de un blanco luminoso, con manchas de azul claro, y a toda la pieza la impregna un efecto brillante que transmite la belleza de la estación del año; cabe pensar que se trata del final de la primavera o el principio del verano. Se siente una tremenda emoción al ver que el dibujo es, a un tiempo, extraordinariamente atmosférico y preciso. Y el campo, en su mayor parte plano, que tenemos ante nosotros, unido a la perfilada elevación de la montaña de Sainte-Victoire, ofrece a los espectadores la oportunidad de estudiar dos tipos de paisaje en la misma obra de arte. Para este escritor, es la notable transparencia de la atmósfera, junto con la intuitiva precisión de las formas, lo que da a La montaña de Sainte-Victoire su intuitivo derecho a nuestra imaginación. También podemos decir que un espíritu, de un sentimiento casi clásico, ha reemplazado al tumulto y las oscuras implicaciones de las obras más tempranas, las cuales se destacan principalmente por su fuerza emocional, más que por su sutileza o su destreza. Como atestiguan los dibujos, la visión de Cézanne se tornó más purificada y etérea, sin desprenderse de la fuerte emoción que asociamos con el comienzo de su carrera. Pero una vez que transformó su sentimiento mediante la moderación, sus formas cobraron mágicamente vida.
Otra bella obra tardía, de exterior, Paisaje boscoso (1904-1906) retoma el color brillante y claro presentes en el estudio de la montaña de Sainte-Victoire. El bosque azul y verde se apodera de tres cuartas partes del dibujo, donde los postes de luz de los árboles interrumpen tanto la estructura como la incandescencia en una composición que se destaca por su sentimiento etéreo. El suelo desigual, en primer plano, es resaltado por fragmentos en marrón, mientras que, a la izquierda, aparece un tronco de árbol, más grande e inclinado. En cierto modo, es un dibujo inusualmente optimista, un canto de alabanza al bosque como inspiración para el espectador. Cézanne ha dejado definitivamente atrás su ánimo sombrío a favor de una mano inspirada, más aún por la introducción de la precisión. Por supuesto, los colores y las formas de esta imagen boscosa no son reales, pero la impresión general de la escena nos recuerda que el arte, a veces, puede parecer real cuando sus atributos son más imaginativos que reales. Por esto, creo, disfrutamos tanto las obras de Cézanne; atrapa la mirada y la reviste de tanta imaginación que su realismo implícito adquiere plena credibilidad, a pesar de la naturaleza fragmentaria de la obra. El bosque, en un estado virgen, está inundado de formas anárquicas: las rocas irregulares, los retorcimientos y vueltas de los árboles, las hojas de diferentes tonos que cuelgan de manera dispar. El extraordinario viaje del artista hacia un exterior que es en igual medida luz y forma nos recuerda que, a veces, se necesitan décadas para que un pintor materialice su visión. Solo cuando empecemos a reconocer que las formas aparentemente simples de Cézanne son, en realidad, extrapolaciones de una inusual complejidad, podremos comprender a este gran artista con verdadera perspicacia.
Lo mismo ocurre en los demás géneros que Cézanne aborda. En Estudio de un cráneo (1904-1906), al que le falta la mandíbula inferior, ha perdido todo su significado simbólico, excepto el más obvio, el de la muerte, el destino que aguarda al artista y a su público. Aquí, sin embargo, es sobre todo un elemento de estudio, ya que descansa sobre lo que parece un estante cubierto con una tela de color tostado y negro. Los elementos de mesura y contención, tan profundamente importantes para un artista cuyo impulso clásico cobró fuerza con el tiempo, transforma una representación literal de la mortalidad en una imagen de cierta ligereza, si no auténtica levedad. La razón de ser de la carrera de Cézanne fue su alejamiento del movimiento simbólico hacia un universo más ligero, cohesionado por la evolución del artista en el color y la línea. En este sentido, el estudio del cráneo es un ejemplo particularmente bueno de la transformación de la intensidad temática del artista en las gozosas estructuras de la forma. Al hacerlo, allanó el camino al cubismo, la innovación más profunda en la historia del arte occidental. Tal vez Cézanne pudo acometer este cambio con tanta eficacia porque se alejó de la historia cultural hacia la cuidadosa y muy original interpretación de las cosas tal como son.
Bodegón con olla azul (1900-1906) presenta al espectador una olla azul oscuro y dos garrafas de colores claros, dispuestas sobre un mantel que se destaca por su complejo y colorido patrón abstracto azul, marrón y rojo oscuro. Los cacharros están rodeados de manzanas, de modo que la composición es una mezcla de lo natural, lo práctico y –en el caso del mantel– el material de la cultura. El mantel permite a Cézanne resaltar con brillantez los múltiples tonos que vemos, mientras que las manzanas y los cacharros están más orientados hacia las preocupaciones formales, con la excepción de la olla, de vívido color azul. La naturaleza de Cézanne era tal que supo dotar a su composición –incluso en su transmisión directa de un arreglo de bodegón– de una considerable emoción. Nunca perdió su sentimiento, incluso cuando se volvió más austero al explorarlos. En Bodegón con sandía cortada (c. 1900), el acento se pone en la luminosidad del tono, con la excepción del intenso rojo de la pulpa de la sandía. A su derecha, en primer plano, hay una cuchara y un cuchillo, y vemos otros utensilios de cocina dispuestos alrededor de la sandía. El énfasis del artista en la estructura individual de las formas, así como su ubicación en la totalidad del cuadro, parece racional y deliberado. Sin embargo, lo que se experimenta en general es el sentimiento, incluso en un punto de vista tan prosaico como el de una sandía cortada. Una y otra vez, lo ordinario se torna poético en manos de alguien que se aproximó a su tema con racionalidad y también con una profunda empatía.
Los bañistas, el gran e importante cuadro de Cézanne, terminado en 1905 (ahora en el Museo de Arte de Filadelfia), es la culminación del interés que mostró por los bañistas en un entorno selvático. En un dibujo sobre el tema, realizado entre 1885 y 1890, aparece un grupo de hombres sin ropa, en su mayoría de pie, cuyos cuerpos no son acentuados tanto por razones formales como por el reconocimiento de la tácita energía del desnudo masculino. Al mismo tiempo, Cézanne dota a las figuras, dispuestas en desorden unas junto a otras, de una virilidad tácita. No hay desnudez frontal completa; lo que se enfatizan son las espaldas. El dibujo es un estudio de la forma muy logrado y sutil. Bañistas (c. 1890) está compuesto de tres figuras ligeramente encorvadas, en su mayor parte desnudas. La figura central está de frente a nosotros, rodeado de azul y verde. Tiene flexionadas las piernas, mientras que sus manos, apoyadas en el suelo, sostienen su torso erguido. Estos dibujos no pretenden impresionarnos técnicamente; más bien, son expresiones de la actividad humana, alineadas con las trampas de la naturaleza. Los bañistas que vemos son parte de la naturaleza: no se sugiere ninguna lascivia, solo la presencia neutral del cuerpo humano. Una de las cosas que Cézanne evita discretamente, a mediados de su carrera y más tarde, es la sensación de agresión erótica, e incluso del desastre humano, que encontramos en las obras que realizó cuando solo estaba empezando. A diferencia de Picasso, el revolucionario artista de la época inmediatamente posterior a Cézanne en la historia del arte, este último materializó un interés en el realismo cuyas implicaciones bien podrían haber sido abstractas, pero que no fueron la decisión consciente de un gran pintor. Como podemos decir de los cambios que se producen al azar, pero también con verdadera fuerza, simplemente ocurrió así.
Una obra anterior, de 1878-1880, titulada La apoteosis de Delacroix, muestra al gran artista romántico francés elevándose desde la tierra hacia el cielo sobre una nube. Lo acompañan en su ascenso varias féminas atractivas, serafinas de carácter bastante erótico, mientras que, bajo el pintor ascendente hay un claro del bosque donde, a la izquierda, la gente alza sus manos unidas, en señal de oración o devoción. Uno puede ver las conexiones entre ambos artistas: Delacroix fue un artista de inmensa energía y sentimiento, y es lógico interpretar que Cézanne siguió el camino del primero. Lo interesante de Cézanne, sin embargo, es que parece haberse alejado del romanticismo hacia lo que podríamos llamar un clasicismo incisivo, donde la contención y las amplias franjas de papel intacto le permitieron tanto sugerir como describir con exactitud. Su capacidad para sugerir, en las obras más tardías, no tiene parangón. En cierto modo, la esencia de una manzana se vuelve más importante para él que los temas grandiosos, míticos, que lo preocupaban cuando era joven. Eso permitió a Cézanne aproximarse a un realismo visual y distanciarse de la narrativa literaria. Como resultado, su trabajo empieza a tratar de esencias definidas por lo que sugiere la luz, al menos en los dibujos. La obra se convierte de este modo en una visión básica de la atmósfera, así como en un impresionante tratamiento de la realidad de lo que veía. Unidas, las dos tendencias dieron como resultado unos dibujos particularmente logrados.
Pero nada de esto podría haberse hecho sin un fuerte sentido de la historia cultural. En torno a 1890 realizó un exquisito estudio titulado Mercurio después de Pigalle (un artista francés del siglo xviii cuya versión de Mercurio en mármol es muy admirada). El dibujo de Cézanne del dios desnudo, con una tela que le cubre parcialmente las piernas, es un homenaje a una poderosa obra de arte; su rostro es el de una determinación concentrada, que podría ser una muy buena manera de describir el aprendizaje y la larga carrera de Cézanne. Esta es una copia de una obra anterior basada en la mitología griega, de modo que su atractivo se basa, al menos en parte, en el trasfondo histórico-artístico del tema. A pesar de que Cézanne se abrió camino en un territorio inexplorado, es obvio que sus progresos, en términos de color y línea, obedecieron en no poca medida a su consciencia del arte del pasado. Sería un completo error decir que desarrolló sus habilidades sin un contexto previo. De hecho, parece que la belleza que logra en los últimos dibujos son fruto de décadas de observación minuciosa e interiorización, lenta pero segura, de la destreza técnica. Como resultado, cerró la brecha entre el academicismo que estudió y su clara y limpia descripción de las manzanas, rocas y árboles y la montaña de Sainte-Victoire.
Cézanne no fue un poeta de las intimidades domésticas, como vemos en las obras del posterior Vuillard, sino alguien que conservó su afecto por la naturaleza y la luz. Sus dibujos de su esposa y su hijo son más interesantes por razones técnicas que por la emoción con que los retrató. Esto no significa que su temperamento fuera frío o meramente analítico; solo que deseó plasmar su apasionado realismo de una manera nueva. A veces –y esto ocurre muy raramente– un solo artista se abre paso hacia una nueva descripción de lo que ve, adelantándose a cualquier otro. En el caso del artista, no tenemos grandes logros creativos que se establezcan sin precedentes, tanto en términos técnicos como temáticos. Lo que tenemos es la lenta insistencia de alguien que quiso descubrir las energías internas de los objetos y la naturaleza, iluminadas por una luz de origen desconocido. En los estudios de la montaña Sainte-Victoire, la piedra se vuelve tan radiante como las flores, provocándonos casi el sobrecogimiento ante la capacidad del pintor para fusionar su ojo y su mano con algo tan reacio a una interpretación interna como la elevación pedregosa de una montaña. Me he concentrado en las últimas obras de Cézanne porque es ahí donde su largo aprendizaje de la naturaleza y el arte se vuelve maravillosamente evocador. Uno duda al emplear superlativos en cuestiones de arte, pero los dibujos exigen algo más que grandes elogios. Rara vez nos encontramos con un artista como Cézanne; con alguien que encontró la manera de salir de la turbiedad de los comienzos de su arte hacia un campo abierto o un bosque luminoso, ambos transformados por la luz. Aunque muchos escritores puedan calificar su logro creativo como principalmente técnico, también es justo decir que Cézanne fue un poeta que tradujo lo ordinario en afirmaciones de claridad, visión y contención. Quizá vayamos demasiado lejos si decimos que la transformación de sus creaciones asumió incluso un nuevo tipo de ética, dado el innovador modo de ver del artista. Casi nunca asociamos una evolución del estilo visual a una nueva visión moral, así que tal vez esta afirmación parezca exagerada. Pero tal vez sea posible interpretar la grandeza de su logro de este modo.
Traducción de Verónica Puertollano
Original text in English