“Para pintar una batalla, se necesita uno de esos pintores poderosos que tenga algo del caos en el pincel”
Victor Hugo
En Victor Hugo, la meditación es siempre líquida. Situado en la estela de Nerval, el ensueño en él no hace más que derramarse como fluido eruptivo sobre la vida cierta o visible. “Bajo algunos soplos violentos del interior del alma”, escribe Hugo, “el pensamiento se convulsiona, se eleva, y de él sale algo parecido al rugido sordo de la ola” (El hombre que ríe, IV, 1). Océano o caos, las salvajes oscilaciones de la naturaleza aparecen aquí como estados de la mayor profundidad de la conciencia, en esa suerte de analogía universal que caracterizó el concepto romántico de la poesía, ya desde los alemanes[1]. Por eso la contemplación, la observación de un paisaje, por ejemplo, deviene siempre abandono o hundimiento en una insondable condición interior del hombre, que, por supuesto, ya no le pertenece. Hay siempre algo inhumano en los dibujos de Hugo. O a-humano: es la fuerza del universo, el arrastre de los elementos, la plenitud de una multiforme presencia cósmica que se hace visible en una correspondencia espiritual tan sombría como inhóspita. Imagen-turbulencia, abertura temible que fascina y espanta entre el afuera del hombre y su alma pre-consciente; expresión de una fuerza vital, con toda su potencia y aspereza, que sobrepasa en mucho cualquier medida humana[2]. Pues “la geometría engaña: sólo el huracán es verdadero” (Los miserables II, I, 5). Hablamos, entonces, de un compuesto de fuerzas naturales antes de toda razón que, sin embargo, configura el sin-fondo natural de los hombres, al igual que la materia misma. Inmensidad íntima, la intimidad como infinito: “Todo en el infinito dice algo a alguien”, susurra en el poema la boca de sombra. Ello es así en la medida en que, para Hugo, sólo desde ese punto de indiscernibilidad en que las cosas, los animales y las personas se han fundido, donde ya no cabe, pues, ninguna diferenciación natural, ha de construirse la sensación, y se alimenta en definitiva el arte. Sed y persistencia del infinito, he ahí la marca del genio para Hugo; sobre la que, como se sabe, trazará toda su teoría estética. Por ejemplo, cuando comenta a Shakespeare, un semejante, casi un hermano: “Se diría que por momentos Shakespeare le da miedo a Shakespeare. Tiene horror de su profundidad. Esta es la señal de las supremas inteligencias. Es su misma amplitud la que le agita y la que le comunica no se sabe qué oscilaciones enormes. No hay genio que no tenga olas. Salvaje, ebrio, sea. Es salvaje como la selva virgen; y es ebrio como la alta mar.”[3] El creador como hombre océano, en esa imagen se condensa la teoría estética del autor de Las contemplaciones[4] .
Por eso, la contemplación resulta antes que nada ensoñación, turbia visión con los ojos abiertos, interior visión abisal. Como Hugo mismo declara: “C’est au dedans de soi qu’il faut regarder”[5]. Pero, claro, se trata de una visión ya no regulada en absoluto por ningún sentimiento subjetivo; una suerte de mirada de pulpo o prospección medusea que no muestra más que una suprema aniquilación, fin de mundo o juicio final del que las imágenes o los dibujos no serían más que pecios, fragmentos angustiosamente rescatados de un apocalipsis inmenso. Ficción suprema o arquetipo del naufragio, allí donde el vértigo es, al tiempo, promesa de una lucidez formidable. El sujeto se abisma en la inutilidad sublime de un espectáculo tan espléndido como inmisericorde. Sólo desde este punto, nudo problemático en que la naturaleza aniquila la civilización y lo que se entiende por cultura, la naturaleza misma iguala o incluso supera al arte. No cabe duda, la mirada terminal y alucinada de Hugo, condena y pasión de lo ilimitado, se declina casi siempre como pérdida o fuga irrevocable; inundación o desborde; en definitiva: nada más que naufragio: “El naufragio es lo ideal de la importancia. Estar cerca de la tierra y no poder alcanzarla, flotar y no poder bogar, tener el pie encima de algo que parece sólido y es frágil, estar lleno de vida y lleno de muerte al mismo tiempo, ser prisionero de la inmensidad, estar emparedado entre el cielo y el océano, tener sobre sí lo infinito como calabozo, tener en torno de sí la inmensa evasión de los vientos y de las olas, y estar cogido, agarrotado, paralizado, esta postración asombra e indigna” (El hombre que ríe, II, 15). Hugo o el siniestro fulgor del Finisterrae, atracción continua de un paisaje-fin, precisamente como si el poeta sólo pudiese alcanzar el ensueño a través de lo inmenso[6]. Edwin Strauss lo expresó magníficamente: “Todos los grandes paisajes tienen un carácter visionario. La visión es lo que se vuelve visible de lo invisible… El paisaje es invisible, porque cuanto más lo conquistamos, más nos perdemos en él. Para llegar al paisaje, tenemos que sacrificar, tanto como nos sea posible, cualquier determinación temporal, espacial, objetiva; pero este abandono no sólo alcanza el objetivo, nos afecta a nosotros mismos en la misma medida. En el paisaje, dejamos de ser seres históricos, es decir seres por sí mismos objetivables. No tenemos memoria para el paisaje, tampoco la tenemos para nosotros en el paisaje. Soñamos de día y con los ojos abiertos. Somos sustraídos al mundo objetivo pero también a nosotros mismos. Es el sentir”.[7]
Sentir, pues, visionario, sentir como visión, entendiendo ésta en su poder de manifestar más incluso que ella misma. Don de segunda mirada con el que Albert Béguin ya caracterizara el soplo romántico. Este Hugo, el mejor Hugo en su escritura, es un voyant, un vidente en sentido rimbaudiano; un poeta eminentemente visual. En su caso lo significativo es que basta, al cabo, como escribiera Merleau Ponty, un poco de tinta para hacer ver bosques y tempestades, con tal que ella, la tinta, tenga, claro, su imaginario.[8] Lo cual no significa nada más que un individuo tratando –tal vez infructuosamente– de instalar de manera reflexiva su práctica de ver, o lo que es lo mismo: componer el caos. El ensueño romántico es, en este sentido, estar dentro y tratar de pensar desde el interior de ese universo vivo sin, no obstante, dejar de fundirse en los manantiales de la existencia. Pensamiento que no sólo piensa, sino vive, o tal vez: pensamiento que atraviesa y supera la conciencia para volver(se) (a) la materia misma como último y verdadero motor dialéctico de la realidad. Este pensamiento material, llamémoslo así, puede también llamarse lo inconsciente, una de cuyas experiencias directas es justamente el sueño, o el ensueño, en tanto que la capacidad para penetrar en esa dimensión de un todo de flujo indisoluble y continuo. Para Hugo, he ahí la prueba de la vida del universo; por eso a menudo encontramos en él, como en Nerval y luego en Rimbaud, la visión o el sueño como segunda vida, una vida otra de la que él ya no es el autor, pero que acaso resulte la más plena, al tiempo que la más maldita. En este sentido, Hugo es una conciencia invadida –nunca mejor dicho– por oleadas de imágenes tendencialmente oníricas; su imaginario se alimenta en consecuencia de la reanudación continua de un caosmos de variabilidad infinita, conflictiva, imprevisible. Ciertamente, nadie como Hugo se adentró en su tiempo con tanto empeño en esta necesidad de componer con sensaciones desorganizadas o incluso confusas. Le caracteriza un espíritu plástico voluntarioso y sumamente ágil que no responde en absoluto a ninguna aspiración de presteza o dominio técnico, sino más bien en la consideración –luego retomada por Proust, por ejemplo– de que para el escritor, como para el pintor, el estilo nunca es cuestión de técnica, sino, precisamente, de visión. Nadie como Hugo la emplazó con el ardor de que dan prueba sus casi 4.000 dibujos[9].
Ese poco de tinta, en todo equivalente al rumor poemático de la boca de sombra, se despliega obsesivamente en la matriz figural de la mancha, la sucia salpicadura o el borrón que actúa como principio generador de casi todos sus grafismos; igual que de un punto negro que el poeta ve sobre su cabeza arrancará el poema iniciático Dieu, la obra póstuma que concluye con el anonadamiento del yo y su reintegración en la divinidad. Por eso, la mancha no es sólo el germen o el esbozo de una figura; la mancha es en sí misma, la visión. Mancha que es combinación de tinta y de azar, inicio de un curso líquido que posibilitará el encabalgamiento asfixiante de formas y huellas, el reflejo de la confusión y la disgregación que reina, por ejemplo, entre el agua y las nubes (extraña dislocación enorme teñida de armonía, como se nos dice en Los trabajadores de la mar). Una mancha crea –o revienta– un paisaje, luego, las transparencias y los flujos lo dotarán de profundidad. Sobre la página de escritura, sobre el papel que está siendo manchado –Hugo emplea para dibujar casi siempre los mismos materiales que para escribir–, flotan los elementos y se descomponen las presencias, en una fascinante mixtura de estabilidad precaria y de incoherencia, de capricho funesto, sarcástico, angustioso. Mancha-devenir: mancha-universo que ninguna percepción humana puede en su totalidad alcanzar. Pensamiento más allá del pensamiento: pensamiento-sueño. No puede haber entonces línea recta que perfile ese complejo bloque de sensaciones –casi siempre nocturnas– que se evaden y que la mano inconsciente[10] no hace más que intentar deficientemente seguir, por no decir conjeturar, o palpar como presas de un mar agitado que se escurren por dedos sonámbulos. Jamás tampoco un solo contorno ajustado, nunca pureza, tan sólo inmensidad, allí donde domina lo informe. Porque en la creación, opina Hugo, hay siempre un resto de angustia del caos. El artista es un luciferino demiurgo que tratará de repetir ese gesto fundacional, siempre grande; y por tanto, nunca puro. “Mezclar lo alto con lo bajo es el caos, y el caos me agrada: todo principia y acaba por el caos. ¿Qué es el caos? Una inmensa mancha, y con esa mancha hizo Dios la luz y el mundo” (El hombre que ríe, VII, 4).
Esto, la creación como caos, el dominio soberano de lo no formado en todo aspecto de la existencia, es algo que está a lo largo de la entera obra de Hugo, como demuestra el hecho de que en su temprano Prólogo a Cromwell –texto que, como es sabido, funcionó al modo de un voluntarioso manifiesto del romanticismo en Francia– apareciese ya un entendimiento un tanto displicente de lo bello como una categoría demasiado humana; como lo que, además, lleva en la práctica a pensar la forma únicamente en su relación más simple, en su armonía “más íntimamente vinculada a nuestra organización”. Lo bello sería, para Hugo, algo completo, sí, pero limitado como el hombre mismo. “Por el contrario, lo que denominamos lo feo es un detalle de un gran conjunto que nos escapa y que armoniza, no ya con el hombre, sino con la creación entera”.[11] El paisaje dialéctico de Hugo acepta, pues, la situación entrópica, lo cual consistirá, por consiguiente, en aprender a incorporar ante todo aquellas cosas que parecen feas. Es en este punto donde se demuestra tal vez la propia capacidad de visión del genio (una suerte de intuición extraordinaria para captar, por tanto, lo invisible o lo sobrenatural) que, a su vez, se articula dentro de esta jerarquía; infinitamente por encima, claro, de la mera visión-observación con que se complace la triste y resignada humanidad. El genio es, por tanto, aquel individuo único capaz de habitar en lo irrespirable. El único dotado para hacer algo del caos, el único cuerpo que soporta sin desvanecerse las fuerzas no humanas del cosmos; el que las dibuja, o el que las escribe para inscribirlas poderosa y perennemente en la piel del tiempo, en suma: el que recorta el devenir, como un cabo el mar[12].
Más que de creación, deberíamos sin embargo hablar de destrucción, porque de hecho la visión de Hugo nace siempre de la devastación, la desolación y la ruina. Por encima mismo de la debatida fascinación romántica por los elementos ruinosos, deberíamos notar que para Hugo ruina es el mundo todo como resto náufrago de la noche del tiempo: el lugar donde se manifiesta con toda su bárbara potencia el antagonismo entre naturaleza y cultura, ambos disputándose sus propios dominios. La ruina, pues, como expresión de la absorción del arte por la naturaleza, con seguridad la consideración de la naturaleza misma como único comienzo y final del arte. Como si la abertura engendradora de todo principio vital provocase sin pausa el hacinamiento de espantables restos salidos de las tinieblas del génesis, o mejor: de la bíblica torre de Babel. Esas emanaciones vegetativas, esas oxidaciones y excrecencias del ser, esos pasajes más que paisajes, Hugo los ve en sí mismo antes que nada, con él los lleva. Sólo que en él, al contrario que en Maurice de Guérin, por ejemplo, o en Novalis o en tantos otros románticos, el habitar en las fuerzas elementales de la tierra no determina alcanzar el seno de los misterios de la creación, sino justamente de su degeneración. De modo que en lugar de acceder al punto de partida de la vida universal, en lugar de sorprender la causa del movimiento al escuchar “el primer canto de los seres en toda su frescura” (Maurice de Guérin), se percibe antes que nada el atronador estallido final. El mundo como supremo fragor y exhalación –al modo de noche y niebla, humo, masa, bocanada, humedad, salpicadura, bronca respiración o espíritu inmundo, turbiedad, espuma, inundación o barco ebrio que se disolverá en ese preciso momento. Como si el sentido de los orígenes, por tanto, sólo fuese accesible a través del fin, en la convicción, acaso, de que, efectivamente, la meta es el origen. Así, la creación es antes que nada potencia de degradación y muerte, si es que el universo mismo no está sostenido por esa su voz o su esplendor sombrío que todo lo penetra, lo corroe, gasta y modula sin tregua; al punto que su propia enormidad nos espanta en lo que ella, la creación, tiene de irrazonable o inhumano. Naturaleza que erosiona y socava toda cultura, demostrando así que la civilización no es más que una leve muesca en una naturaleza colosal, y por ello inconcebible. El misterio, así, no nace más que de la propia precariedad de las apariencias, de ahí resulta su carácter equívoco, el hecho de que soporten varias lecturas, su tendencia a deslizarse constantemente de un orden de la naturaleza a otro; incluso, como sugiere Gaetan Picon, su intercambiabilidad metafórica: navíos que son acantilados, olas-dunas, árboles-algas. Otro signo de esto será el reflejo, último estadio de la dialéctica de una materia que se piensa a sí misma sólo en su despliegue: el reflejo traduce “no tanto la imagen de la conciencia de quien ve y dibuja (…) sino que más bien dice la conciencia de las cosas mismas: cada cosa hablándose a sí misma, nombrándose por su reflejo, pronta a expirar en él como la visión en la palabra, la forma en la palabra. El hecho de que todo se refleje y se mezcle, se responda y se llame, es el signo de que lo real, bajo el tabicado de las apariencias, está animado de parte a parte”.[13] En fin, morfología del terror, donde todo se difumina y se parece, pero donde todo, inconcebiblemente, se corresponde.
Para un Hugo, digamos entropólogo, esto es: inclinado a ver la vida y todas las cosas en su devenir, en su evolución (sin caer no obstante en la nostalgia germánica por remontar la corriente de esas metamorfosis incesantes con el objeto de contemplar la posibilidad de un supuesto estado original), el dibujo concreto que él gusta de practicar ha de ser entonces, en su propia inmediatez, en su determinante espontaneidad, la llamada o persecución de ese acontecimiento fascinante y desastroso[14]. Hugo sabe, como lo sabrá después Artaud, que esta revelación que carece todavía de imagen, que incluso no se puede aún pensar pero precisa en todo de representación, ha de ser duramente conquistada, por eso su estética bascula continuamente entre la tectónica o la arquitectura y la desintegración, entre la forma y su descomposición, entre el lugar y su dislocación. Por ejemplo: el empleo tan significativo de los encajes y las siluetas como patrones de modelado plástico. Redes con las que atrapar una elusión. En su inmediatez, la propia obtención de una imagen por contacto del papel y el líquido con un tejido de encaje (encarnación sutil del arabesco, de la línea gótica de Worringer: he ahí una geometría verdaderamente viva[15]) determina la extraordinaria fusión entre la realidad y su representación –semejante, en este sentido, a la dependencia entre el reflejo y lo reflejado. En ambos casos se podría dudar sobre el autor real de la imagen: ¿Hugo?, ¿el propio encaje?, ¿la naturaleza? Es como si por este medio no fuese el artista quien obtuviese la imagen, sino que es ella la que se obtiene a sí misma. Estaríamos ante una producción que circula de nuevo ambiguamente entre la naturaleza y la cultura, o entre el signo y lo real, desestabilizando ambas categorías: el dibujo resultante, al transformar un trozo de encaje en un signo del encaje, ha construido además un duplicado espectral, o una sedimentación por simetría inversa, de la identidad del encaje[16]. Con este ejemplo queremos destacar que, para Hugo, dibujar constituye antes que nada una experimentación, un proceso a lo inaudito que se funda en conceptos como reversibilidad, metamorfosis, repetibilidad, pliegue, simetría, negativo, reflejo o fusión, elementos todos ellos también muy presentes en su escritura que acaban por delimitar ese su característico universo arcaizante, caprichoso y recargado, tan ornamental como fantástico, preciso y sádico al tiempo. Cortes, sinécdoques, equivalencias, confusiones, inversiones y analogías nutren continuamente su poética y su plástica, en la tentativa de configurar una estructura fenomenológica de problemas y preguntas que haga nacer sólo y precisamente lo inesperado, o mejor: lo que no existe todavía. Pues no hay, en ningún caso, como dijimos, ningún tipo de nostalgia edípica o natal en Hugo, como no hay tampoco búsqueda de un primer aspecto de las cosas; de una mirada primera o virginal que procure descubrir el universo como en un inaudito contacto paradisiaco. Más bien lo contrario: el mundo se dibuja sólo en su derrame, como derramamiento de tinta, y por tanto la mirada que él solicita no puede ser otra que la del agonizante, mirada del náufrago o moribundo, mirada última, postrera, sino póstuma[17]. Sucede, en fin, como si a través de la visión centelleante que se ha vuelto dibujo, entendido siempre como proceso, como producción del acontecimiento, alcanzase a entrever la liberación o la pureza de un instante póstumo liberado él mismo, como por segregación o culminación insuperable, del curso del tiempo, en todo análogo a lo que será después del propio fin de los tiempos. No se trata, entonces, tanto de crear el mundo a cada instante –objetivo común de la imaginería romántica, del propio uso de la metáfora– cuanto de descrearlo[18]. Porque el poeta, en cierta forma, co-muere con las cosas. Tal vez sea esta la causa de que no exista en su obra ninguna confianza en la capacidad de evocación rememorativa o redentora que esa contemplación del turbio devenir arrancaría, sino más bien profecía funesta, visión fatal, accidente o crimen que siempre se potencia, o se sugiere. Y así, no encontramos jamás serenidad en su visión, a no ser únicamente el reposo de un horizonte devastado por completo, ascesis suprema que habrá de sumir al poeta en un “inmenso y razonado trastorno” (Rimbaud). Más bien, la voluptuosidad en Hugo se manifiesta por la acción poderosa, por el tránsito violento y fecundante como una irrigación de tinta por el precipicio metafísico en que la vida se declina. Melladuras, por ejemplo, del cielo por el relámpago, del océano por el promontorio: el arte de Hugo es salvaje en el sentido de que, al igual que las fuerzas elementales, trabaja por erosión, por contaminación fenomenológica. Desmantela todo marco de referencia y con ello devuelve toda la estructura diferencial a un estado de absoluta indistinción categorial (el infinito) en el que ya nada tiene integridad. No tanto, pues, alegría del ser, cuanto drama, incluso tragedia del ser[19]. Vida irritada, que hierve, se desborda y desmorona. Una vida que se va y, sin embargo, acosa, sin tregua acosa; no es otro el objeto de su meditación obsesiva. La materia, de esta manera, se acumula como una multiplicidad de cadáveres que se corrompe demasiado aprisa, o como objetos gravemente deteriorados a punto ya de convertirse en polvo. En ese humus de angustia arraiga, sin embargo, cada cosa; de tal modo que se ha vuelto difícil todo reconocimiento, imposible devolverle ya a los objetos la leve felicidad de unos perfiles. De modo que aquí el cuadro sólo puede admitirse como depósito, como acumulación de todo tipo de potencias vegetativas que se mezclan y parecen redoblarse al negro mientras dormimos o pensamos. “Fragmentos monstruosos del gran Todo ignorado que en medio del crepúsculo vagan y se deforman, siniestros, en la frente de los hombres que duermen” (Dieu)[20]. Pero, ante esto, ¿podríamos imaginar la forma, acaso, como la felicidad de la materia? No para Hugo, que se enorgullecía de encarar el universo entero; al menos no una felicidad intensa o profunda, desde luego nunca lo suficientemente duradera para quien sufre ardiente ansia de disolución, embriaguez verdaderamente cósmica.
Nadie, sin embargo, ve impunemente su océano. “Desde ese momento será el pensador dilatado, agrandado, pero flotante; es decir, el soñador”[21]. Al haber entrado lo ilimitado en su vida, en su conciencia, cierta cantidad de él pertenece ahora a la sombra. Mejor, entonces, para el hombre profano, para quien no es poeta, no acercarse demasiado a las sagradas fuentes de la existencia, porque es ahí donde reside el peligro irrespirable y fanático de la poesía, la cercanía devastadora de la tumba y el sueño (así, en El hombre que ríe, por ejemplo, novela que es todo un catálogo de la dispersión de existencias misteriosas que se amalgaman en la vida “por ese borde la muerte” que es el sueño). Pero, al tiempo, en el imaginario de Hugo, sobre ese caos o universo informe que ha instaurado la mancha originaria, no puede más que superponerse la fuerza visionaria de una poética: soberana escritura, potencia salvadora del texto y la palabra. Es la fuerza del libro de las civilizaciones que forjan los poetas en los albores –pero no sólo– de la humanidad, al modo de Homero o Juan de Patmos, Dante o Shakespeare. De este modo, el modo romántico en que Hugo se ve a sí mismo como (des)creador por la palabra, el poeta es antes que nada un conductor de energías, y en última instancia de pueblos, y en esa excesiva medida resulta en todo equivalente a los fundadores de religiones[22]. Esta concepción sagrada de la poesía, rasgo fundamental de las esforzadas tentativas de un tiempo que percibe con melancolía el fin del mito (esto es: el eclipse de lo divino y la consabida orfandad de un lenguaje que ya no depende de ninguna trascendencia) contagia su potencia, incluso, a la imprenta misma, o más aún: a las letras, como esas que con tanta sorpresa aparecen a menudo en sus dibujos. Corresponden a las iniciales del nuevo profeta, del salvador surgido del Apocalipsis: V. H, pues a Hugo le gusta dibujar su propio nombre enredado entre los hilos del tejido plástico. Firma ególatra y sobredimensionada que, a menudo, coloniza la (casi siempre diminuta) imagen y que, de modo críptico, tal vez resulte, sin embargo, la única forma de esconderse: mostrándose absolutamente. De hecho, es evidente que en el acto de dibujar la propia firma toda su función indicial se enturbia: el ritmo, la presión y el trazo, tríada reveladora de la grafología, dejan de ser espontáneos para jugar a la mixtificación. Lo cierto es que, en Hugo, el lenguaje dibujado alcanza siempre una materialidad monumental (o sombría) que lo hace funcionar en verdad más como opacidad quimérica y fulgurante, levitación monstruosa e inalcanzable, al fin: trampa o barrera que como transparencia del sentido. Como si ese abismo de vértigo y negrura que gusta presentar este demiurgo aciago bajo sus siglas no fuese más que el resultado de la rotación o la gravedad poderosísima de esas letras, convertidas entonces en símbolo de un derrumbamiento universal. De esta forma, y tal como sucede en tantos pasajes bíblicos que el escritor admira, no sería aquí únicamente la acción lo que infunde el miedo, sino también y más que nada la palabra misma, extrañeza suprema que habla una lengua otra, perturbadora y trastornante y, sin embargo, insuperable, inarrestable: lo que dice la boca de sombra.
Ambigüedad esencial de las palabras, poder tremendo del lenguaje que habla a través del gran narciso sin que él mismo pueda evitar sus terribles efectos, y de ahí todas sus estrategias de simulación y trastorno, su voluntad de ofrecerse y su encubrimiento y, a la vez, su contradictorio orgullo, su imposición suprema y su furtiva venganza. Como la araña, animal totémico del escritor, Hugo también se verá como una criatura que “está atrapada en su obra”. Del mismo modo, la figura del pulpo, otro semejante y hermano, ronda continuamente sus escritos y sus manchas de tinta, para entremezclarse con sus propias iniciales. El pulpo es la “siniestra aparición”, figura de tumulto que reposa bajo el agua, que expulsa él mismo tinta y añade así su propio líquido nebuloso al caótico océano. “No hay pintor capaz de reproducir su inexplicable matiz de polvo. Diríase que [el pulpo] es un animal formado de ceniza que vive en el agua. Es araña por su forma y camaleón por su color. Cuando se irrita se vuelve violáceo. Y lo más espantoso: es blando…” (Los trabajadores del mar, II, IV, 2). El pulpo: encarnación perfecta de la mancha, y de la escritura, de la mancha, en fin, de la escritura, genius loci del inconsciente gráfico.
Por eso mismo, esa boca y sus manos resultan sin duda a menudo excesivos, su gesto abraza un paisaje sin límites que vibra en los confines mismos de la inspiración soportable. Para Hugo, del mismo modo que la profundidad se halla tras la oscuridad, la sutileza y las tinieblas, la imaginación sólo respira bajo la exageración[23]. No es extraño que por estos dominios aparezcan continuamente esos seres turbados de infinito, homúnculos o criaturas frustradas que a veces adoptan la solemne fijeza de los fantasmas. En este punto, la teoría del genio incluye, naturalmente, toda una muy interesante fenomenología del fantasmismo, algo por otro lado lógico en un Hugo que, proscrito, habitante solitario en medio del inmenso océano, vive obsesionado por el mundo y los mensajes del más allá, por los espíritus de seres queridos y desaparecidos y por los de los inmortales de la cultura, incluyendo en esta categoría a la muerte misma, con la que el poeta llegará a comunicase por escrito. “Todo gran espíritu –señaló Hugo– cumple dos obras en la vida: como viviente y como fantasma. Mientras el hombre se dispone a cumplir lo que debe hacer, el pensativo fantasma que hay en él, durante la noche, en el silencio, se despierta en el hombre vivo”.[24] Hacer, frente a ver, acción contra revelación o desvelamiento. Como ha escrito G. Macchia: es en su calidad de creador eminentemente visual que se conformó la tendencia en Hugo a entrever lo invisible, de aspirar a expresar lo inexpresable. Ciertamente, tras las fronteras de la oscuridad, Hugo siempre lo espera todo del lado impenetrable, al que sólo la visión accede. “Ese ‘doble’ monstruoso, subterráneo, se ha escrito, no lo descubría sino por un ‘horreur sacré’ y se lo encuentra bajo aspectos múltiples, espantosamente contraídos, desde la figura de Cuasimodo hasta el sol negro desde donde irradia la noche”.[25] De él dijo Baudelaire, con ambigua admiración, que mientras Voltaire no percibía el misterio en nada, la desmesura de Hugo era capaz de descubrirlo en todas partes, incluso en aquellas manifestaciones de la vida psíquica que parecen ser las más normales. Hipnosis, paranoia o hipernoesis, incluso, del fantasmismo: tal vez no sea sólo la capacidad de trasponer en misterio lo real mismo, trasposición o transporte que, como vimos, siempre conduce a la dispersión, a la pérdida o el abandono apasionado de un centro y, por tanto, a la deserción o desaparición de cualquier unidad interior. Habría además que considerar el hecho de que en Hugo ese proceso de transformación hacia lo fantástico se vincula casi siempre con las figuras de la muerte, al tiempo que las formas de lo invisible se entrecruzan con los trazados elementales, en lo que conforma un territorio simbólico tremendamente significativo. Es ese un ámbito que enlaza las cadencias interiores y más angustiosas de la psique (morbidez que colinda con la propia extinción) con las sombras fugitivas de las apariciones que corresponden al misterio propio del universo entero, sin embargo turbadora e insultantemente vivo. Aunque, por último y en no menor medida, este fantasmismo debería también interpretarse a la luz de las conocidas reflexiones de Guattari y Deleuze en torno al artista como una figura de visión, esto es: alguien que, esencialmente, ha visto. Sucede que se ve algo demasiado grande para cualquiera, para el creador mismo, y ello no puede más que marcarlo funesta y furtivamente con el sello de la muerte. De ahí que, como señaló Hugo, sea “preciso que el soñador sea más fuerte que el sueño. De otra manera hay peligro. Todo sueño es una lucha… Un cerebro puede ser roído por una quimera…”.[26] La forma que engendra el creador para habitar y recorrer estos territorios de lo inexpresable, para tratar de resistir el acoso de esas zonas de indeterminación, fondo donde se disuelven las formas (humanas y no sólo humanas), no puede ser otra que el fenómeno espectral que se despliega en la pluralidad de la voz acusmática, la boca de sombra, los reflejos, la llamada de los espíritus, la escritura revelada de la mesa giratoria, en fin: el espectro. He ahí el doble fantasmático y nocturno de Hugo, una suerte de proyección afectiva que “sería el doble inorgánico del otro, un atletismo del devenir que revela únicamente unas fuerzas que no son las suyas, ‘espectro plástico’”.[27] El fantasma –y la idea fantasma de la que “el ser que se llama Muerte” habló a Hugo– es, por tanto, en su propia calidad de acompañante oceánico, una figura de contención o de concentración de las potencias elementales (al modo, por ejemplo, de la tela de la araña, o de los restos de un dique: el dique de Jersey que Hugo transforma en admirables despojos humanos, por ejemplo). Una entidad protectora y a la vez presencia, presencia eficaz por mediadora, entre el viviente de Hugo –sujeto de vigilia, el hombre de la coherencia consciente–, y el pulpo: puro soñador colonizado absolutamente por lo inconsciente, exiliado en su isla de hermético onirismo de todo lo efectivamente vivo, y por tanto, a todos los efectos: un muerto, al menos socialmente. El espectro, lo que queda de la pérdida, oscilante muerto-vivo, admirable resucitado, entidad dudosa e informe: él mismo una mancha en lo infinito desolado, algo que se desvanece en el pozo, resto náufrago e interválico que aterra, grita, admoniza y a menudo salva –a su vez salvado del contacto prodigioso con el corazón terrible del universo–, es quien resuelve el conflicto entre ambos polos: el de la razón y la sensación, el de la naturaleza y la cultura. Como sucede desde un punto de vista procedimental con el uso de la aguada, el espectro es esencialmente un medium de abruptos movimientos y transiciones, un foco también de ambigüedades.Y es que el fantasma resulta, en definitiva, motor y producto del hallazgo entre todos de la estética romántica: la facultad –intermedia– de la imaginación, doble lectura simultánea de la vigilia y el ensueño, de la mera contemplación y la visión. De esta manera, entre la descripción y el trastorno, entre la afección y el concepto, tan sólo la imaginación, que es quien en definitiva gobierna siempre la mano entregada a lo premorfo de la plástica en Hugo, hace que tomen sentido y resulten legibles ambas prácticas, y que, por fin, se fusionen en la cuestión fundamental de un imaginario poético, esto es: un delirio narrado, un caos construido[28]. En Hugo, sólo a esta facultad le cabe, entonces, reordenar, articular y organizar al cabo en un discurso legible, como quien dice en visibilidad, el principio visionario de la mancha, ese primer efecto tanto de la violenta confusión de las imágenes del exterior, que por su propio movimiento sólo tienden al negro absoluto del fin mezclado, como de las impresiones puramente psíquicas de una celeridad tan irruptiva como cegadora, que no es otra que la velocidad de un caos que huye.
Alberto Ruiz de Samaniego es profesor titular de Estética y teoría de las artes de la Universidad de Vigo. Crítico cultural y comisario de exposiciones, ha sido director de la Fundación Luis Seoane de La Coruña. Es autor de libros como Maurice Blanchot: una estética de lo neutro; Apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo; La inflexión posmoderna. Márgenes de la modernidad; Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral, y Las horas bellas. Escritos sobre cine. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Ludwig Wittgenstein en su cabaña. El engaño y el estilo, Tocar una flor con las manos sucias. A partir de Wittgenstein y El corazón, si pudiese pensar, se pararía. Deporte y pensamiento.
Notas
[1] “La poesía emanada de la vida secreta no se puede asimilar a un conocimiento sino a condición de que la estructura más profunda del espíritu o del ser total y sus ritmos espontáneos sean idénticos a la estructura y a los grandes ritmos del universo. Para que a cada hallazgo de imágenes corresponda una afinidad real en el universo objetivo, es preciso que una misma ley impere en lo que llamamos exterior y en lo que nos parece interior a nosotros mismos.” (Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, Fondo de Cultura Económica, México, 1954, 2ª reimpr. 1993, p. 485.).
[2] En todo caso, cualquier medida familiar. Encontramos en Hugo una fascinación por lo extraño que se manifiesta o bien en lo desmesurado, o bien en lo ínfimo. A los envolvimientos de las fuerzas cósmicas corresponden los hormigueos vertiginosos de lo molecular, o de lo microscópico. Ambos movimientos hacen presa en el ser humano, desgarrando con ello el supuesto elemento culminante de la creación. No es extraño que Hugo esté obsesionado con la caricatura, o con todo tipo de cabezas grotescas y rostros deformados, no se trata más que de la potencia de la deformación corroyendo toda dimensión antropomórfica. La belleza, se dice en el prólogo a Cromwell, no tiene más que un rostro; la fealdad, mil.
[3] Victor Hugo, William Shakespeare, Miraguano Ediciones, Madrid, 2.004, pp. 215-216.
[4] Por ejemplo: “En efecto, hay hombres océanos. Esas olas, en flujo y reflujo, ese vaivén terrible, ese rumor de todos los vientos, esas negruras y esas transparencias, esas vegetaciones propias del abismo, esa demagogia de las nubes en pleno huracán, esas águilas de la espuma, esas maravillosas salidas de los astros que repercuten en no se sabe qué misterioso tumulto por millones de cimas luminosas, cabezas confusas de lo innumerable, esos grandes rayos errantes que parecen acecharnos, esos enormes sollozos, esos monstruos imprevistos, esas noches de tinieblas cortadas por rugidos, esas furias, esos frenesíes, esas tormentas, esas rocas, esos naufragios, esas olas que chocan entre sí, esos truenos humanos mezclados con los truenos divinos, esa sangre en los abismos; después, esas gracias, esas dulzuras, esas fiestas, esas alegres velas blancas, esos barcos de pesca, esos cánticos en medio del tumulto (…); esas cóleras y esos apaciguamientos, es todo en uno, lo inesperado en lo inmutable, ese vasto prodigio de la monotonía inagotablemente variada, ese nivel después de ese trastorno, esos infiernos y esos paraísos de la inmensidad eternamente conmovida, ese infinito, ese insondable, todo eso puede estar en un espíritu, y entonces ese espíritu se llama genio, y así tenéis a Esquilo, tenéis a Isaías, tenéis a Juvenal, tenéis a Dante, tenéis a Miguel Ángel, tenéis a Shakespeare, y es lo mismo mirar esas almas y mirar el Océano” (Victor Hugo, William Shakespeare, ed. Cit., pp. 19-20).
[5] Cit. En Ann Philbin-Florian Rodari (ed.), Shadows of a Hand. The drawings of Victor Hugo, The Drawng Center, New York, 1998, p. 113.
[6] Bachelard: “La inmensidad es, podría decirse, una categoría filosófica del ensueño” (La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, México, 1965, 2ª ed.: 1975, p. 220).
[7] Cit. En G. Deleuze-F. Guattari, ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, Barcelona, 1993, pp. 170-171, nota 1.
[8] Cf, El ojo y el espíritu, Paidós, Buenos Aires, 1977, p. 94.
[9] Algunas series de dibujos son las ilustraciones de la obra literaria (especialmente de El Rin y Los trabajadores del mar), pero otras, que datan de los años 40, ya prefiguran los textos que no escribirá hasta después de 1850: los poemas de lasContemplaciones, de los Cuatro vientos del espíritu, páginas de Dios o de El final de Satanás, el William Shakespeare o El hombre que ríe.
[10] Así definió la práctica del dibujo de Hugo su amigo T. Gautier.
[11] Victor Hugo, Manifiesto Romántico, Península, Barcelona, 1989, p. 40.
[12] “¿Habéis visto alguna vez un cabo que avanza bajo una nube y que se prolonga hasta perderse de vista en el agua profunda? Lo componen cada una de sus colinas. Ninguna de sus ondulaciones se pierde por su dimensión. Su poderosa silueta se recorta en el cielo y entra lo más adentro que puede en las olas, sin que haya una roca inútil. Gracias a ese cabo, podéis ir hasta el centro del agua ilimitada, marchar sobre las olas, ver volar a las águilas desde más cerca y nadar a los monstruos, pasear vuestra humanidad entre el rumor eterno, penetrar lo impenetrable. El poeta presta su servicio a vuestro espíritu. Un genio es un promontorio en el infinito”. (William Shakespeare, ed. Cit., p. 237).
[13] Gaetan Picon, ‘El sol de tinta’, en Las líneas de la mano, Monte Ávila, Caracas, 1976, p. 102.
[14] A juicio de Picon, es precisamente ese carácter de espontaneidad salvaje de los dibujos lo que permite a Victor Hugo superar la dinámica parsimoniosa del lenguaje en el fulgor de una visión.
[15] Importancia suma del arabesco: “El arabesco en el arte es el mismo fenómeno que la vegetación en la naturaleza. El arabesco brota, crece, se anuda, se exfolia, se multiplica, reverdece, florece, se enrosca a todas las fantasías. El arabesco es inconmensurable; tiene una potencia inaudita de extensión y de engrandecimiento; llena unos horizontes y abre otros; intercepta los fondos luminosos con innumerables entrecruzamientos, y, si mezcláis la figura humana con ese ramaje, el conjunto es vertiginoso; es un sobrecogimiento. Se distingue con claridad, detrás del arabesco, toda la filosofía; la vegetación vive, el hombre se panteiza, se hace en lo finito una combinación de infinito, y, delante de esta obra en la que está lo imposible y lo verdadero, el alma humana se estremece con una emoción oscura y suprema”. (William Shakespeare, ed. Cit., pp. 200-201).
[16] Cf. Sobre esto el análisis que desarrolla Geoffrey Batchen en torno a las fotografías de encajes y tejidos de W. H. F. Talbot en AA. VV. Huellas de luz. El arte los experimentos de William Henry Fox Talbot, Centro de Arte Reina Sofía (CARS), Madrid, 2.001, pp. 53-59). Por cierto que merecería la pena trazar las muchas equivalencias que se dan entre Hugo y este pionero de la fotografía, no sólo de carácter temático y metodológico (la consecución de la imagen por impresión o contacto), sino más que nada por la similar disposición ante el hecho plástico. Citemos dos: 1) la atención que ambos prestan a los signos instantáneos o efímeros que transporta la imagen, también a los accidentes y contingencias que su realización conlleva. De hecho, Talbot consideraba que uno de los atributos específicos de la fotografía era captar dichos signos con la cámara. De esta forma, la fotografía era considerada por él como una “unidad de conocimiento”: un ardid heurístico mediante el cual se podían hacer visibles las dimensiones ocultas o desapercibidas del mundo. 2) La dialéctica de lo positivo y de lo negativo que actúa en la fotografía de Talbot de forma trascendental (él fue en realidad su descubridor) y que en Hugo activa muchas de sus aguadas, los pochoirs y las impresiones de siluetas, los papeles recortados, los reflejos y desdoblamientos. “El desarrollo del positivo a partir del negativo por medio de un agente químico de revelado le inspiraría a Hugo una gran cantidad de imágenes que pueden calificarse sin exagerar como experimentales, en el sentido estricto de la palabra” (J. J. Lebel, ‘El rizoma Hugo’, en VV. AA., Victor Hugo. Dibujos. Caos en el pincel…, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid, 2.000, p. 38).
[17] Podría valer, para Hugo, aquello que Guattari y Deleuze comentan de la obra final de Turner: “algo que no pertenece a ninguna época y que nos llega desde un eterno futuro, o huye hacia él. La tela se hunde en sí misma, es atravesada por un agujero, un lago, una llama, un tornado, una explosión. (…) La tela está verdaderamente rota, rajada por lo que la agujerea. Tan sólo sobrenada un fondo de niebla y oro, intenso, intensivo, atravesada en profundidad por lo que viene a rajarla en su amplitud: la esquicia”. (El AntiEdipo. Capitalismo y esquizofrenia, Paidós, Barcelona, 1985, 1ª reimp. 1995, p. 138).
[18] Acaso por ello mismo, ya en su prefacio a Cromwell Hugo se define como alguien que “ante todo ha pretendido, más que hacer poéticas, deshacerlas”. (Manifiesto romántico, ed. Cit., p. 79.
[19] “Toda la majestad de lo lúgubre está en Hamlet. Una abertura de la tumba de donde surge un drama, eso es lo colosal”.(William Shakespeare, ed. Cit., p. 234).
[20] Uno podría pensar en Smithson, otro entropólogo: “La mente de uno y la tierra están en un estado de erosión constante; los ríos mentales desgastan riberas abstractas; las ondas cerebrales socavan acantilados de pensamientos; y las cristalizaciones conceptuales se separan formando depósitos de razón arenosa”. (Robert Smithson, ‘Una sedimentación de la mente: proyectos de tierra’, en VV. AA. Robert Smithson. El paisaje entrópico, IVAM, Valencia, 1993, p. 125).
[21] Hugo, citado por Béguin, op. Cit., p. 451. (Las cursivas pertenecen al original).
[22] En parecidos términos, Bergson consideraba la fabulación como una facultad visionaria, que consistía en crear dioses y gigantes, “fuerzas semipersonales o presencias eficaces”. A juicio de Bergson, como de Hugo, tal facultad principia con las religiones, pero se desarrolla libremente en el arte y la literatura. Convendría apuntar, en este sentido, a un pulso masónico en Hugo. Lógicamente, se siente próximo de los canteros de alto linaje que en los adyacentes de las catedrales comenzaron con su logia trascendente y espectral. Eran constructores de templos como Hugo, sólo que él los levanta sobre líquido. (Debo esta sugerencia masónica a Mª Peña Lombao).
[23] Cf. William Shakespeare, ed. Cit., p. 99.
[24] Victor Hugo citado por Giovanni Macchia, Las ruinas de París, Versal, Barcelona, 1990, p. 305.
[25] Ibid.
[26] G. Deleuze-F. Guattari, op. Cit., p. 174. Como señalan Deleuze-Guattari, la expresión espectro plástico está sacada de los escritos de Artaud, cuya lucidez alucinada extremó, ya sin duda peligrosamente, los vértigos de Hugo.
[27] Ibíd.
[28] Cf., para el tema de la imaginación romántica, el excelente prólogo de Tomás Segovia a Gérard de Nerval, Poesía y prosa literaria, trad. Y notas de Tomás Segovia, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2004.