1.
Esa tristeza esperanzadora del lunes.
A primera hora te encuentras con alguien, como una sombra que viene directamente de tu pasado más remoto. Haces como si nada, dejando que quede fuera de la vista, alejándote. Yendo firme en tu rutina matinal.
Alejando los fantasmas.
Caminas recto, mirada fija al frente, concentrado en nada. Sin detener un pensamiento a valorar este recordatorio funesto.
Pero sí, ya en el metro, te dices: hay cosas (y seres) que nunca cambian y que nunca van a cambiar.
Los fantasmas siempre serán fantasmas, y nos acechan todo el rato, recordándonos lo que fuimos y lo que ya no queremos ser.
2.
Y no es que los demás sean peores o nosotros mejores. Es solo que uno se esfuerza más o menos. Debilidades, así grosso modo, todos tenemos las mismas. Solo que, denodadamente, las sepultamos bajo unas cuantas duras y férreas capas, abrigos protectores.
Y es menos para defendernos de la amenaza externa que para protegernos de nosotros mismos.
3.
«El ojo tiene un peligro en la luz, el oído en lo escuchado, el corazón en lo pensado con exceso: en todas las facultades hay un peligro. Y cuando dicho peligro, que estaba dentro, sale, ya no se lo puede eliminar ni corregir».
Chuang Tse
4.
He estado una semana solo en la ciudad. Hoy ya llega (ha llegado) la peque.
La casa ahora respira afán, y vertiginosa paz y cambio.
Pero todo siempre es cambio (o debiera serlo). No debiéramos olvidarlo. Todo es cambio. Tenemos que acostumbrarnos. Y el cambio es bueno. Nos obliga a estar vivos.
Los fantasmas, sin embargo, y aun cuando se nos presentan con disfraces seductores, siempre son los mismos; iguales que antes, ayer y hoy. Iguales en su infamia que, no olvidemos, también es la nuestra.