La conocí cuando ni ella sabía lo que buscaba ni yo sabía lo que ya había encontrado. La conocí cuando sus intuiciones eran tan poderosas como su perseverancia y yo intuí que con ella podría llegar muy lejos.
Ha sido un largo viaje de casi treinta años en el que nos hemos ido acompañando, a veces desde tan cerca como el sótano de su estudio, donde yo invocaba a mis fantasmas en la gran mascarada del teatro (a veces tan reveladora) mientras ella hacía aparecer los suyos. A veces aparentemente desde muy lejos, pero nunca desconectados, como si ya no pudiéramos, y no quisiéramos, que para eso sigue ella invocando a los dioses y a las fieras, a la profundidad de la piel y a las sombras oleaginosas del deseo que impregna la noche, que nos desdice, que nos hace ver lo que temíamos.
No se sale nunca del todo incólume de estos viajes. Ella lo sabe. Y lo asume. A eso ha entregado su vida. Y ya no va a volver atrás. Podría, tal vez, pero no puede. No debe. El fetiche que convoca en estas fotos es algo más que un fetiche ritual. Es el símbolo que involucra tanto al que retrata como al que lo ve. Animales simbólicos somos desde que empleamos palabras como estas para aclararnos los dedos y la boca, para nombrar lo que los ojos atisban en un parpadeo, en la negrura que la cámara logra atrapar porque ella lo ha buscado. Cuando lo consigue, el deslumbramiento es de una negrura de antracita, pero que también contiene una gama de grises que nos hace temblar de tanta emoción como de miedo. Como si nos volviera lúcidos. De experiencia que ella trae aquí como si no quemara, como si no fuera peligroso, como si no fuera más que una exposición.
Me asombra en cada envite, y no porque siempre acierte, porque quien acierta siempre es que está equivocado, porque no se arriesga a extraviarse. “Tuve que desandar el camino por haberme extraviado”, nos dictaban cuando no sabíamos que la vida iba a ser esta, así, maravillosa. Con el riesgo de parecer pueril y sentimental, cosa que no solemos permitirnos, podemos dar gracias a la vida, y cantarlo cuando nos quedamos solos y la lluvia arrecia, en el sótano del teatro, en el estudio que se ilumina de relámpagos: bajo el gran tragaluz se inclina una vez más Isabel Muñoz al regreso de su viaje al interior de ella misma, que es el exterior íntimo del mundo, donde se impregna de lo que ve hasta que parece que no hay separación entre la carne y la máscara, entre la realidad y el deseo, entre el mito y el eros, entre lo que somos y lo que soñamos ser… Seguir siendo, explorar la carga del fetiche, invocarlo con todas las consecuencias… Asomarse a la profundidad vertiginosa de la piel, que se incendia, que arde, que nos quema con su fulgor, que nos interroga, que nos interpreta, que nos deja a la intemperie, a cuerpo gentil con las preguntas que ella se sigue haciendo con la cámara en medio del río caudaloso e hirviente de la vida.
Viene de la India con los rostros de las hijras que, como escribe José Antonio Arcila, “nacieron hombres, pero hace tiempo dejaron de serlo. (…) Entre sus piernas no hay más que una cicatriz. Como en la mayoría de los rituales hindúes, la castración se practica a medianoche, en una estancia vacía o atado a un árbol. En uno de cada diez casos, a la emasculación le sigue la muerte”. Ahora nos interpelan desde las paredes de la galería Fernández-Braso y no nos queda más remedio que mirarlas como si nos fueran a invitar a una travesía para la que no estamos preparados. ¿Todavía no? La cicatriz. ¿Qué estamos dispuestos a hacer por nuestro dios, por nuestra salvación, por darle sentido a nuestra existencia?
¿Qué sigue buscando Isabel Muñoz?
Mientras escribo, Franz Kafka me mira. Foto de pasaporte. Es el mismo cuadrito endeble que me acompaña desde el final de la adolescencia. Alzo la mirada hacia él justo este 4 de junio por la noche, el mismo día que en 1924, en un sanatorio checo, dejó de respirar. De hacerse preguntas. Mientras escribo, la gran máscara congoleña de Bukavu, de los silencios tenebrosos del lago Kivu, me cubre las espaldas. No la temo, aunque acaso debiera temerla, porque parece que no me mira, con los ojos bajos, entrecerrados, como aspilleras, como si durmiera el sueño de la madera de quien la concibió. Fabricante de deseos.
“Dicen que las máscaras son tan antiguas como la autoconciencia. En nuestro entorno, la máscara juega un doble papel: nos acerca a lo que deseamos y nos aleja de lo que tememos”, escribe José Antonio Arcila. La máscara que nos revela, la máscara que nos desenmascara, que nos “acerca a lo que deseamos” y nos “aleja de lo que tememos”. ¿De lo que tememos o de lo que tenemos?
“Los humanos nos debatimos entre el sueño y la realidad, entre lo deseable y lo existente. La realidad nos aprisiona pero el espíritu nos libera. ¿Quién es el fabricante de máscaras sino el espíritu inquieto que todos llevamos dentro?”, continúa Arcila en el hermoso catálogo de la galería, en pdf, como mandan los cánones de esta época de austeridad impuesta por la necesidad, pero acaso también por la voluntad de volver a pensar quiénes somos, de dónde venimos, en qué nos hemos convertido, qué debemos ser.
Como las máscaras bolivianas que Isabel Muñoz ha hecho que bailarinas con la piel barnizada de barro enarbolaran, cubrieran sus rostros. Para que la fragilidad y el misterio, lo profano y lo sagrado, el viaje y la permanencia, el movimiento y la quietud, el filo y la herida, el silencio y la palabra hicieran masa aquí, de nuevo, otra vez ante nuestros ojos perplejos, que acostumbrados a ver lo previsible no ven lo insospechado. ¿Qué va a hacer con su deseo y el nuestro esa bailarina boliviana, de largos brazos y esternón quebradizo, con las manos formando un signo que acaso sea una palabra que la máscara no se atreve a pronunciar, ni ella ni nosotros, sus intérpretes, acobardados en este mundo simbólico y ancestral, en el que nos debatimos en un constante devaneo entre nuestros asuntos y la irrelevancia? ¿Qué sigue buscando Isabel Muñoz? ¿Qué nos dice ahora con ese gesto que se queda aleteando en la oscuridad que se come aparentemente todas las formas, pero que acaba invocando otras, en nuestros sueños, fotografías como plantillas de una senda que lleva a un faro que no habíamos vuelto a ver desde la infancia?
La fotografía de Isabel Muñoz pertenece a la serie Mitologías, S/T. 2012. Platinotipia color.