El lugar
Le llamaban «La Privada moderna». Eran una serie de casas, alineadas unas enfrente de otras y con una calle en medio por la que no podían transitar vehículos. De hecho, los Gazules estaban en un alto al que había que llegar por unas anchas escaleras de piedra. Por el otro lado había una gran cancela que comunicaba con otro mundo. No era una cuestión social. Era un ambiente que marcaba a los habitantes de esta comunidad en relación a los del «túnel», en donde había otra serie de casas alineadas pero más modestas, o el barrio donde estaba el peluquero, que ya comunicaba con los arrabales.
Los Gazules los había construido un judío alemán llamado Lutenberg. No gozaba de simpatía. No sé por qué. Vivía separado de su mujer que era rumana y no habían tenido hijos. Los había edificado con perspectivas de promoción inmobiliaria ya en aquellos años treinta. Durante la guerra civil ya estaba construido, pero era muy reciente.
En cada casa vivían cuatro familias. Se componían de bajo y de primero con derecha e izquierda. Creo que, más tarde, les echaron otro piso. Pero yo ya no conocí esa época. Y del otro lado, a la salida, en un piso bajo, estaba la tienda abacería. En ese sentido era una comunidad autárquica. Aunque la gente solía acercarse al mercado de Getsemaní, que estaba a diez minutos de allí. Las gentes que vivían en las plantas bajas, como tenían patios, solían criar gallinas y conejos. Esos huevos de producción casera eran preciosos en aquel tiempo.
Al pie de las grandes escaleras pasaba el tranvía que llevaba, hacia abajo, a la ciudad, hacia arriba, a Getsemaní y al Arrabal. Para mí, el Arrabal ya era casi el límite de la civilización. Pero no se oía el ruido del tranvía. Por eso, en cierto modo, había una sensación de aislamiento.
Por la parte de atrás pasaba una carretera no asfaltada, de tierra, por la que se veía, de vez en cuando, a los peones camineros. Por allí pasaban carros tirados por bueyes, por caballos, por burros o empujados por gentes sencillas. También pasaban coches y camiones. Pero no muchos, porque no tenían hacia donde ir. Más allá, hacia la derecha, y pasado el peluquero y una serie de viviendas muy modestas, se iba hacia San Benito, donde tenían su hermosa casa de campo los padres de Recaredo. Y desviándose a la derecha, pasados el jardín de las Clarisas y la finca que había sido de los nazis y que entonces habitaban los Landeira, se llegaba al Campo de las Trastadas camino del convento de los Padres Capuchinos.
Por la izquierda, a la salida de los Gazules, por la parte de atrás, se iba hacia Getsemaní o, tomando a la derecha, hacia Nemure y San Cosme de Gándara. Lugares ya francamente campesinos y con el encanto de las aldeas gallegas. Allí íbamos de excursión o a pescar al río San Cosme. Y la hermana de Beatriz, creo que se llamaba Anémona, iba a dar clase a Nemure porque era la maestra de aquella escuela. En esa dirección había de marchar el carro de la funeraria con los caballos al galope y la caja retumbando y dando botes sobre el piso y con toda la comitiva corriendo y dando saltos para no pisar los charcos llenos de agua.
En esa calle o carretera, al otro lado de los Gazules, estaban los grandes garajes con piso de tierra que la familia de Borja tenía arrendados a don Guzmán. Este, a su vez, subarrendaba o prestaba uno de ellos a la familia de los Talabarteros. Gente bizarra. Todos vivían en primitiva promiscuidad. Allí engendraban los hijos. Allí abortaban las mujeres y alguna se moría y se montaba el inolvidable velatorio entre cocina y tarteras, entre camas y arreos de las caballerías con las que trabajaban los diecisiete hijos del Talabartero, todos de la misma edad.
A la izquierda de los garajes, según sales de los Gazules, estaba la casita humilde, y llena de ternura para mí, de Encarna la de Noya. La llamaban así porque era originaria de Noya de Valera en donde había conocido a la familia de mi madre y por eso nos tenía tanto cariño. Para mí aquella casa siempre fue como un refugio en donde siempre hallaba el regazo de Encarna como el de una vieja ama que me llamaba «meu rei pa- rrulo» y me escuchaba siempre.
A la derecha, había una entrada a la que llamábamos «el túnel», porque se pasaba bajo un arco, y donde se alineaban, a un lado, una serie de casas muy sencillas, pero de gran encanto. Enfrente de ellas se extendía la huerta de Borja y, al final, abajo, se alzaba su casa con la fábrica de candiles de carburo en la que, al parecer, trabajaban la mayor parte de las gentes que vivían en aquellas casitas.
Y ya nada más. Si acaso, sí, deciros que detrás de los Gazules esto es, al otro lado de los patios, hacia la derecha, estaban la fábrica de gomas de Alan, el aserradero, la casa de Rebeca la rusa, el chalecito de Florentina y Alejo, y la finca de Marisa. Por detrás de los patios de la izquierda se extendían huertas particulares. Una de ella había de ser famosa, durante los comienzos de la guerra. Desde allí, los falangistas se parapetaron y disparaban a los manifestantes de aquel barrio de Maroto y Getsemaní que debían de ser de izquierdas en oposición a la oligarquía, tan de derechas, que rápidamente se hizo con el mando en la ciudad. Un poco más arriba estaban la tienda de Domitila la Luenga, la frutería de Eusebio el Cojo, la tintorería, la droguería, y la panadería de aquel hombre pequeño y chepudo casado con la Nenita y que hubieron de llevar a la cárcel por intentar propasarse con niñas pequeñas que iban a comprar el pan.
Seguro que había muchas más casas, pero, para lo que importa de mis relatos, estos son los puntos cardinales de referencia pues ellos son los del recuerdo. Ah sí, en esa misma dirección, pasada la finca de los Vergara y la casa de la tintorería, me parece, vivía Lily Fontela con sus hijas. Ella constituía un enclave del nazismo en los años de la guerra. Pero mucho más poderoso y fuerte era el de su hermano Gonzalo que vivía en una finca en el Maroto, antes de llegar al Arrabal.
En aquella finca jugué de niño con mis hermanos viviendo el paraíso de Tarzán con las lianas colgando de los árboles, con las chozas, con las lanzas y los arcos, con las mil aventuras de una infancia feliz. Aunque, también, luego me enteré, había la otra realidad que se ocultaba a nuestros ojos de niños: la de los «paseos» que se organizaban desde allí en la torva madrugada.
Este es el lugar. Veamos, al filo de los recuerdos, quienes eran las personas que daban su coordenada al tiempo.
Próximo envío: segundo capítulo…El negro y los caniches.