Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Frontera DigitalLos Gazules

Los Gazules

El negro y los caniches

Cuando se bajaba del tranvía, caminabas un tre­cho y se llegaba a la amplia escalinata de la Privada moderna. Por supuesto, desde la parada del tranvía hasta el an­cho rellano de cemento con baldosillas, no había ace­ras. Por eso, en los días de lluvia, al llegar allí te encon­trabas a salvo. La gente batía los pies para quitarse el barro y echaba una mirada a los cien escalones, anchos y largos, que le quedaban por subir. A ambos lados ha­bía unos sólidos pasamanos de cemento rematados en los rellanos con unas soberbias bolas que el judío Lutenberg debió ordenar colocar con hierros por dentro, porque no había quien las moviera. Y mirad que Felipe Areosa y Enrique Tribes lo intentaron.

Tenía la escalinata un cierto desfallecimiento que se remansaba en dos anchos rellanos. Allí se detenían los hombres para saludarse y charlar y las mujeres pa­ra apoyar las bolsas de la compra y para informarse so­bre el mercado. En verdad que la escalera se había ins­pirado en la que aparece en la Odessa del acorazado Potenkin o en la Miguelangelesca del Campidoglio, aunque sin tantos desvanecimientos que la hacen in­comparable. Esta escalinata era como una aduana, co­mo una frontera que ponía en comunicación a dos mundos. Y las gentes que vivían en otras partes lo sa­bían. Se notaba en el ambiente. Cuando los «extranje­ros» subían respiraban de otra manera. Y al llegar arri­ba ya estaban estudiados.

Una vez, llegaron unos personajes pintorescos. Estábamos a comienzos de los años cuarenta, en plena guerra mundial, que allí se vivía de cerca. Ella era una señora estupenda, ya en su madurez, que llevaba altos zapatos de tacón, medias de seda, traje entallado negro con unas vueltas y botones en blanco que se rizaba en unas solapas de encaje. Vestía un cinturón de charol blanco como los zapatos. Aunque el traje era de manga corta, llevaba los guantes puestos y una cartera muy larga, también en charol blanco. Pero lo más destacado era un sombrerito con el ala delantera caída sobre los ojos que también celaban un velo negro con bodoques. Iba muy pintada. Eso ya se comentó. Y lucía pulseras de marfil, así como un pendantif que colgaba de cade­na de oro. La gargantilla no recuerdo como era. Pero la llevaba. Y se apoyaba en una sombrilla de seda blanca que todos hubieran querido ver abierta pero que ella usaba para apoyarse ya que no osaba hacerlo en su acompañante. Con la otra mano sujetaba con una co­rrea a seis caniches blancos.

Él era negro. Muy negro. Con zapatos de charol en blanco y negro, traje color hueso, camisa floreada y una inmensa corbata de lunares grandes con un suje­tador que tenía música y, además, decía palabras soe­ces. Y el negro bien que reía cuando ponía en marcha el artilugio con voz de loro. Ponía colorados a sus in­terlocutores porque pensaban que el negro era ventrí­locuo. También llevaba un sombrero de pajilla y una boquilla muy larga con un puro al extremo que te ha­cía estar en suspenso. Claro. Se le cae, no se le cae. El negro lucía sortijas en varios dedos, pulsera de cadena de oro y tenía un palillo de marfil para escarbarse los dientes.

«Qué vaina, mijita. No me habían hablado de es­tas escaleras». «…». «Pues mira tú, qué vaina». «…».

Ella no le contestaba y seguía subiendo. No se ha­bían parado en los rellanos y, por eso, todos supieron que eran extranjeros.

Los Trullos, Alberto, Beltrán, el chino Gumersin­do e Iván, que estaban sentados sobre la balaustrada que coronaba la escalinata, dejaron de hablar y con­templaban en silencio balanceando las piernas. La Mo­rocha, Paquita, Adelina, Enma, Lurdes y Catia dejaron de comer manises y aceitunas y los cosieron con las mi­radas. Parecían gatas agazapadas. «Pues tampoco se paran en el segundo», decía la Morocha que era una rata. Los demás seguían en silencio.

Cuando llegaron a su altura, el Trullo que era tre­mendo, sacó fuerzas de su escuálido cuerpo y maulló como un gato. Los caniches se alborotan. Ella que in­tenta sujetarlos. Una mano la tiene en el sombrero, con la otra tira de la correa, el bolso que se le resbala, un ta­cón se le habanea … Al fin, el negro intentando ayudar, empuja a la madame al suelo y los caniches salen dis­parados como un monstruo de seis cabezas.

La Linda, que era una perra de Don Guzmán, al ver aquel tumulto de cascabeles y de rizos blancos pe­ga un salto y se achanta. El gato de la señora Inme enarca el lomo. Más visillos se van moviendo detrás de los cristales. Todavía no se asoman. «Son extranjeros». El negro sigue gritando detrás de los perros. «¡Qué vaina! ¡M’hijita, qué vaina!»

Ella, descompuesta, permanece en silencio. Pero al ver a la Linda que vuelve contra los caniches, pues, al fin, no eran más que perros, no se le ocurre más que abrir la sombrilla y echar a correr tras ellos. Los taco­nes seguían moviéndosele imprimiéndole a la carrera un aire de calipso. El negro, que tenía los pies planos, se pone a correr dándose aire con el sombrero. Pero, no se sabe cómo, se le puso el artilugio en movimiento y, cuanto más corría, más se escuchaban los gritos del lo­ro y sus expresiones soeces. La madama que debía ser francesa, según dijeron después las hermanas de Pa­quita que todo lo vieron, sin dejar la aguja ni moverse de sus sillas ya que cosían con la ventana abierta, lla­maba a los caniches y seguía con la sombrilla llena de encajes y de puntillas como para cantar Luisa Fernan­da. Se iba acercando peligrosamente a la cancela del fondo. Ahí aguardaba el desastre.

Al otro lado se extendía la carretera llana y sin as­faltar. Sergio acababa de llegar a la tienda con su carro y no le había echado el freno. «Total, no es más que cambiar unas cajas de botellas de gaseosas por unos envases vacíos». Sergio no era muy alto, pero tenía un diente de oro que se le veía cuando sonreía. Y sonreía siempre. También tenía el pelo negro ensortijado y ves­tía un mono de mahón.

El caballo, que ve llegar corriendo y ladrando a los caniches perseguidos por la Linda, recula, recula ti­rando por tierra las cajas de gaseosas que Sergio acaba­ba de descargar. Después, llega la sombrilla, amplia, florida, llena de luz, como una aparición y el caballo ya no puede más. Da un salto de costado. Hace retumbar el suelo. La abuela de Celeste, que vendía manzanas y manises, pega un grito. El caballo se vuelve a asustar e intenta desprenderse, despavorido, de los caniches que se le meten entre las patas. Uno de ellos queda col­gado de un huevo con la boca desencajada. El carro salta al impulso del temblor del caballo. Las gaseosas, agitadas por ese movimiento, empiezan a reventar lan­zando los tapones por todas partes y convirtiendo al carro en una fantasía de verbena. Sergio, empapado, que intenta calmar al caballo. Salen los diecisiete hijos del Talabartero, todos de la misma edad, y «¡Oh, caba­llo, oh, caballo bueno. Bueno bah, eh, eh, eh!»

«¡El diluvio!», grita la hermana de Recio Tolo, que venía de la fuente con un balde en la cabeza y, como siempre, hablando sola, aunque el parvo era el herma­no. Ella se llamaba Enriqueta y era mujer de generoso y macizo pecho. Allí se le suben un par de caniches. «¡Manos quietas, caramba, manos quietas! ¡Vaya por Dios, no puede una ir tranquila ni por la calle!» Como siempre, creía que le querían meter mano y jamás pen­saba en que podía haberse pegado contra un árbol o llevado por delante una bicicleta con semejante pe­chera.

Salen a la puerta del garage Nicanor, Gregorio y Narciso el Capullo con sus monos azules y sus manos llenas de grasa. «¡Eh, Enriqueta, que te montan los pe­rros!» «¡Los muy brutos! Más quisierais. ¡Hala!»

Don Guzmán contempla todo desde la puerta de la tienda donde estaba hablando con el viejo señor Au- reliano que se moría de la risa y se le caían los dientes. Y él venga a colocárselos de nuevo. «¡Ah, son cubanos, don Guzmán! Ja, Ja, Ja».

Las gaseosas que continúan disparándose. Sergio que intenta contener al caballo. Los Talabarteros gri­tando, «¡Oh caballo bueno, careto!» La Linda que se lleva por delante la cesta de la abuela de Celeste con las manzanas y los regalices y todo por el suelo. «¡Ay, Vir­gen María, mi hacienda!»

Borja que sale a los gritos y reconoce a los clientes de su padre que venían a comprar candiles de carburo para exportar a América. «¡Papá, papá, papá!»

Pero no dice más. Entonces, sale la señora Oren- cia, la que tenía el espíritu de Don Julián y sanaba en Getsemaní, que allí no se lo permitía la madre de Borja que era muy rezadora y muy buena. «¡Orencia, di algo que esto es de brujos!» «Don Guzmán, usted siempre con bromas, je, je».

El señor Aureliano, mientras se ajustaba de nuevo los dientes, dice por lo bajo, «Pues que venga su hija Apolonia, que ésa sí que calma a los caballos».

Don Guzmán sigue riendo y, al fin, sale la tendera que tenía un carácter del diablo y era asturiana, muy alta y con algo de bocio. «¡Sergín, mis gaseosas ya es­taban pagadas!» «¡Qué pagadas ni qué coño!», gime el pobre Sergio que no puede contener el caballo y tiene la boca llena de bolas de cristal verde. Sí. De las que te­nían las botellas de gaseosa y que, al romperse las bo­tellas, saltaron por el aire y le caían dentro de la boca a la gente que gritaba. A Enriqueta se le colaron siete do­cenas entre los pechos. «¡Las manos quietas, las manos quietas!»

Encarna la de Noya, que estaría friendo castañe­tas para Genoveva y para Sebastián, salió a la puerta recogiéndose una punta de su mandil y se reía que se desternillaba. Desde dentro, su cuñada Andrea refun­fuñaba. «Ya está ésta. Por cualquier parvada le da la ri­sa. ¡Coño!»

Al fin, entre los diecisiete hijos del Talabartero, to­dos de la misma edad, logran deshacer el desaguisado. Toman el carro en volandas y lo suben encima de sus cabezas. El caballo venga a patalear como un loco aho­ra que no encuentra el suelo. El caniche sigue colgando como un badajo deslomado por la verga. Las gaseosas continúan disparándose y echando espuma como lo­cas. Los Talabarteros se desternillan de risa y muestran treinta y cuatro filas de dientes que rebrillaban con la espuma que les corría por el cabello y por el cuello. Sus potentes brazos en alto, musculosos y tensos. Sus risas estruendosas. Olían a ámbar y a almizcle y a carnero. Olían a brea.

Eufemia y Casilda, las dos maduras putas del puerto, venían somnolientas, con su pelo rubio, ralo y malo, recogido en un moñito, Casilda, y en una coca, Eufemia. Esta, seca y plana, va de luto como siempre. La Casilda de mil colores y con esa manía de ponerse calcetines con unas sandalias de medio tacón. Se detie­nen. Miran aquella especie de Fontana de Trevi, y no se les ocurre decir más que, «¡Eufemia! ¡Mira qué po­llas!» «¡Por Dios, Casilda, que eso es gaseosa!» «Tú que sabrás», responde filósofa. «Casilda, que nos per­demos». Don Guzmán, al oírlas, les dice, «¿Queréis subiros al carro?» «Ay, Don Guzmán, si vinieran esos Talabarteros yo me echaba debajo».

El señor Aureliano empezó a hacer unos extraños ruidos. «¿Qué le ocurre a éste?» El pobre viejo con la mitad de la dentadura en la mano señalaba hacia den­tro de la boca. «Ay, Santina de Covadonga, que este hombre se ahoga», exclamaba la tendera. «¡Vayan a por doña Martina!» Doña Martina era la dentista que vivía en el número seis bajo izquierda de los Gazules. Respondió que, «Consulta bajo petición».

Entonces, el animal de Narciso el Capullo se mete en el garage y vuelve con unas tenazas con las que in­tenta sacarle la dentadura. Casilda y Eufemia quieren ayudarle y se le agarran a sus musculosos brazos. Don Guzmán le increpa, «¡Animal, que no le caben!» Nica­nor y Gregorio, los otros dos mecánicos, corren dentro del garage para buscar otras herramientas.

En esto, pasó el Recio Tolo. Este era el parvo ino­fensivo que siempre vestía de mahón, pecho descu­bierto muy velludo, con una boina muy grande sobre su cabeza de pelo gris. Llevaba unos periódicos debajo del brazo y una arandelita de hierro en la mano dere­cha a la que daba vueltas. Dicen que, al pobre, como era tan fuerte, algunas viudas y otras desconsoladas y se­dientas le hacían feliz, de vez en cuando, con el pretex­to de darle un vaso de agua. «¿Quieres agua Recio?» y él sonreía y decía «Sí, Sí». Y se metía en la casa. Luego salía más colorado. Pues bien, el Recio, iba dándole vueltas a la arandelita y se paró precisamente debajo del caballo que pateaba en lo alto. Los Talabarteros, con la risa, no acertaban a decirle al Recio Tolo que se apartase. El caballo, no se sabe por qué extraña asocia­ción o reflejo o para librarse del caniche pendejo co­menzó a mear, aunque los caballos nunca mean desde lo alto, al menos no se había visto hasta entonces, y el Recio Tolo decía «Chove, carallo, chove».

Y como de siempre era conocido que al Recio lo que le privaba era andar debajo de la lluvia, por eso

Enriqueta lo tenía vestido con monos de mahón de quita y pon, no hacía más que reírse y buscaba el cho­rro caliente que, mezclado con las burbujas de las ga­seosas, parecía totalmente una «clarita».

Pasó doña Escolástica, la Rara, la madre de Ciscla, sí, la que dormía de día porque la noche la pasaba en sus menesteres, y se limitó a decir, sin volver su blanca cabeza de pelo corto sujeto con seis horquillas, «¡Di­chosas verbenas!»

Se asomó a la cancela Emeteria, la mujer del poli­cía secreto, que estaba rizándose el pelo con las tenaci­llas calientes y que acudía siempre que había jaleo o es­trépito, estuviera como estuviese. Un día vino hacien­do mayonesa y traía a su hija Restituía, que era medio enana, sujetándole la taza y ella seguía dándole vueltas para que no se le cortara. Lo malo es que venía en pan- taleta y con el liguero puesto, pues no se quería poner nunca la falda hasta que no salía para que no se le fue­ra a manchar. Sí. Aquella gente era muy peculiar y pin­toresca.

«¡Trae aquí esas tenacillas, Emeteria!» «Don Guz- mán, que se me deshace el rulo».

Y don Guzmán metió las tenacillas por la boca del pobre Aureliano que echaba espuma de rabia porque sentía que la Eufemia, mientras intentaba ayudar a que lo sujetase Narciso el Capullo, le estaba metiendo ma­no y éste, queriéndose liberar, le daba unos meneos al pobre Aureliano que juraba, «¡Me as haéis de a ar!» «¿Qué dice?, ¡Ave María!», preguntaba Eufemia ha­ciéndose la distraída pero perdiendo la mano hasta el codo por la cremallera del mono azul del Capullo. «Ja, ja, gritaba la Casilda. ¡Vamos a la ducha! ¡Que ya la ten­go, que ya la tengo!» «Eso digo yo, rezongaba Eufe­mia, eso digo yo».

Casilda se metía debajo del carro y venga a hacer­les cosquillas a los Talabarteros pretextando que estaba apañando las bolas de cristal verde que, al saltar de las botellas, se les habían metido por las camisas de aque­llos diecisiete hermanos altos como castillos y fuertes como mulos. «¡Casilda, no seas puerca!» «¡Ya las ten­go, ya las tengo! Ja, ja, ja».

Los Talabarteros estallan en carcajadas al sentirse violentados de semejante manera y empiezan a mover el carro de un lado para el otro. «¡Deja las bolas, Casil­da!» «¡Ya las tengo, ya las tengo!» Y la gaseosa seguía cayendo.

Al señor Aureliano le sacaron tres chapas de bote­lla de gaseosa, un tintero, dos paquetes de estropajo, unas pinzas de la ropa, una herradura, cuatro muelas, un sujetador que hizo explotar a todos en carcajadas. Y no sé cuántas cosas más. Pero la dentadura no apare­cía. En esto, que aparece el Trullo con la dentadura en la mano. Le pegan una bofetada y luego le preguntan. «¿De dónde has sacado esto, desgraciado?»

El Trullo se echó a llorar. Era muy llorón y lloraba por nada, por eso la madre, Olegaria, que era bizca, le pegaba siempre con la zapatilla que, quizás por eso, las llevaba de chancleta. «Es que me crispa que llore por nada. Vas a llorar por algo», decía. «¡La llevaba la Lin­da prendida en el rabo!», gritaba el Trullo que ya lo te­nía la madre bien agarrado y había hecho su gesto in­confundible de echar el pie para adelante, luego, como que lo recogía en leve torsión de dedos, y ya estaba allí la zapatilla al alcance de la mano parricida.

En fin, que si no llega a venir Gertrudis, la madre deBorja, «¡Jesús, Jesús, Ave María, por Dios!», y toma a la madama por un brazo ayudándole a colocarse el sombrero, que se le había metido hasta el cuello, aque­llo no acaba hasta la noche. Y a saber de qué forma. Gregorio y Sebastián, que ya se habían acercado para intentar sacar el sombrero, pero por abajo, se detuvie­ron en seco y se retiraron piafando. Los Talabarteros, que temían los desalojase del garage, bajaron el carro sin acordarse que Casilda estaba debajo. El Recio bien se apartó aunque era tonto. Eufemia grita como una lo­ca. «¡Hay que sacarla, hay que sacarla!» El Capullo, que estaba de espaldas y se creía que la Eufemia aún andaba de peregrinación, le espeta muy serio, «¡Eso no, coño, ya está bien!»

El viejo Aureliano, «¡Me las haeis de a ar!» El quería decir que el Capullo y la Eufemia se «las ha­bían de pagar», pero nadie entendía bien, y la tendera que era de Asturias dijo muy puesta «Ay, no, aquí no. Vaya, manchar la acera. Faltaría más».

Cuando la madama, que no era de Cuba sino francesa avencidada en Venezuela, logró tener de nue­vo el sombrero en la cabeza y cinco caniches en los bra­zos miró buscando al negro. Lo encontró haciéndole sonar el artilugio a Enriqueta, que se moría de la risa y subía y bajaba el pecho. El negro se contoneaba ense­ñando cuatro hileras de dientes. Por eso hablaba por señas, y no se le caía la boquilla con el puro, ¡Ah, el es­cualo! «Si estos negros…», decía doña Olimpia Gómez de Artacho que se había acercado a por achicoria a la tienda y que era de pocas palabras.

Pero a Casilda no la socorría nadie y maullaba co­mo una gata. Los Talabarteros bastante tenían con abrocharse y Gregorio apareció con un gato enorme ayudado por Nicanor. Lo colocaron debajo del lado iz­quierdo del eje del carro y comenzaron a levantarlo. «¡Con la picha tenías que hacerlo, cabrón!», gritaba Casilda.

Y es que era tan mal hablada que nadie se paraba con ella. Al cabo, salió gateando, empapada, desgreña­da, con un pecho fuera, furiosa. Y no se le ocurrió otra cosa, para vengarse de todos, que echar mano del puro del negro y ponérselo en la boca.

Las mujeres volvieron la cara horrorizadas. La madre de Beatriz dejó caer el visillo de su ventana. La tendera se metió en la tienda. Emeteria, la mujer del policía secreto, dijo, «¡Por Dios!» y se arregló los rulos. La señora Orencia, la curadora que tenía el espíritu de don Julián, se abrocha otra vez el abrigo. Siempre iba de abrigo, aún en pleno mes de Julio. La madre de los Talabarteros metió a Amadora para dentro del garaje, y eso que Amadora dejaba monjas a las gallinas. En­carna la de Noy a, dejó caer el extremo del mandil y se metió en su casa. La abuela de Celeste cesó de recoger manzanas y se puso la cesta en la cabeza desaparecien­do por el túnel. Olegaria dejó de atizar al Trullo y gritó, «¡Los niños dentro!» La verdad es que nadie le hizo ca­so y siguieron encaramados a la cancela hasta que don Guzmán les dijo, severo, con los dientes apretados, abusándose el bigote y con las manos bajas, pegadas a los muslos, «¡Adentro!»

Tan sólo quedaron los hombres. El caballo bajó la cabeza al suelo, envainándose hasta el pobre caniche que le colgaba exhausto. Eufemia se arreglaba la coca como si todo aquello no fuera con ella. Y Casilda con los brazos en jarras, los calcetines aún más caídos, el pu­ro en la boca y echando volutas, alzó el magro y desvaí­do pecho y les desafió diciendo «¡Eso! ¡Toma ya! ¡Eso!»

Don Guzmán miró a los diecisiete hijos del Tala­bartero, todos de la misma edad, que asintieron con un gesto; a Nicanor y a Gregorio que dejaron el gato quie­to. Miró a Narciso Capullo, alto y moreno, con su pro­minente nariz que movió medio frunciendo. Sergio, el de las gaseosas, se acercó a Enriqueta y le tocó en el co­do, «¡Las manos quietas!», que con lo del artilugio del negro no se había dado cuenta del espeso silencio que, por momentos, invadía la escena. Eufemia se arrancó la coca y la arreglaba entre los dedos, «Vaya por Dios! Estas cosas siempre tienen que pasarnos a nosotras que nunca nos metemos con nadie. ¡Vaya por Dios!»

Silencio, espeso, de tormenta, denso. Don Guz­mán mueve un pie. Los Talabarteros le imitan. Narciso Capullo deja en paz la cremallera. El negro se vuelve asustado creyendo que van a por él y vuelve a mostrar las cuatro hileras de dientes. Borja estaba en una esqui­na quieto, pero sin marcharse porque ya comenzaba a tener algo de bozo en la cara y rumores en el pecho. Aquello era cosa de hombres.

Casilda seguía desafiante y echando humo.

Don Guzmán la miró de nuevo y alzó una ceja. Igual hicieron los Talabarteros. Después, el mentón. También los Talabarteros. Adelantó el otro pie. Dijo, despacio, pero con la fuerza y el retumbar del trueno «¡Traga!»

Y la Casilda, al cabo de un rato, echaba humo por las orejas, por las narices, por la boca, por todas partes.

«¡Vaya por Dios, a nosotras tenía que pasarnos esto!». «¡Calla Eufemia! Y… ¡llévatela!»

Los hombres, sin hacer un gesto, se volvieron cada uno a sus puestos. Sergio arreó con suavidad al caballo, que se echó a andar sin decir nada, pero con el caniche dentro. La Linda se tumbó a la puerta del ga­raje. Y, entonces, fue cuando comenzó a llover de aque­lla forma que solía cuando había estas tormentas. Tres semanas duró la lluvia y la gente anduvo en silencio.

Después, volvió a salir el sol y ya nadie se acorda­ba de la madama ni del negro.

 

 

Más del autor