Chimenta
Encima de la Carioca vivían Chimenta, patas tuertas, y su innumerable familia. Dicen, yo no lo pude comprobar, que las treinta y siete mujeres que habían acudido a Paca la Carioca, habían salido todas de la casa de Chimenta. Y yo me lo creo. Nunca pudimos saber cuanta gente vivía en aquel piso de cinco habitaciones. Chimenta era pequeña, oscura, fea y con las piernas en arco de trescientos sesenta grados. Cuando tenía prisa, se echaba a rodar para llegar antes. No tenía buen carácter y provenía de la aldea. No es que tuviera una pensión ni, ya no digamos, un cuartel, sino que, sin ella saberlo, pues era analfabeta y además no sabía francés, tenía un «pied á terre». Y por allí entraban y paraban y salían todas las gentes de la provincia de Borotono, aún parte de Mangustelén, que venían por nuestra ciudad. Nadie supo a ciencia cierta cuanta gente llegó a estar al mismo tiempo en casa de Chimenta. Pero una idea nos la puede dar el hecho de que, en aquella ocasión, sin contar hombres, ni niños, soldados sin graduación, mutilados de guerra, viejas palmas, camisas nuevas, antiguos militares, cordíge- ros, marineros en tierra, etc, se pudieron contar treinta y siete mujeres.
Chimenta era algo extraña. Cuando se cabreaba, y me imagino que no le faltaría motivo con aquella patulea en su piso, se enrollaba y se ponía a dar vueltas por nuestra entrañable calle particular de los Gazules. Daba un par de miles de vueltas y, ya más calmada, se desenrollaba se pasaba un peine, ponía los pies en su sitio y volvía a subir las escaleras sin hablar con nadie. Chimenta, era, en verdad, algo pintoresca.