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Mientras tantoLos genios

Los genios

La vida en Comala City   el blog de Bruno H. Piché

Pensar [y escribir] es dialogar sin tregua con interlocutores muertos.

Nicolás Gómez Dávila

En algún clip de YouTube, quizá en su programa televisivo desde Miami, escuché a Jaime Bayly decir que llevaba años, lustros, maliciando su más reciente y ambiciosa novela, Los genios. No me extrañó la confesión, pues si bien toda novela tiene un pie, por así decirlo, anclado en eso que todavía llamamos “realidad”, lo cierto es que siendo Los genios una novela en esencia de no ficción —ojo: la no ficción no excluye las intromisiones que su autor literalmente fabrica con ayuda de su memoria e imaginación, sea para destrabar un pasaje de complicada resolución, sea para apuntalar o dinamitar algún tramo fundamental de la novela.

No hay que ser un genio para inteligir que hasta la ficción más convulsa y arriesgada, pide a gritos elementos de la no ficción con la misma urgencia que un hombre extraviado durante tres días en el desierto necesita un vaso con agua.

Quienes me conocen saben que casi no leo novelas: releo novelas, que es distinto, y que ese universo de relecturas disminuye con cada día que pasa.

Sin embargo, con esta recientísima novela de Jaime Bayly —cuyo temperamento literario, ideológico y personal he defendido aquí mismo como un Lone Ranger— al menos me he reconciliado temporalmente con el género, pues durante las dos sentadas que me llevó leer Los genios no paré de reír a sonoras carcajadas, casi como un demente, además de que me dio una muy íntima y reaccionaria, sí señores y señoras, leyeron bien: reaccionaria satisfacción al ver reivindicado a Jaime luego de años de ostracismo. A pesar de esta muy jugosa novedad literaria, con certeza lo seguirán queriendo marginar: precedido por un par de novelas que le ganaron un merecido lugar —y también muchos problemas de índole familiar, en 1997, un año antes que Roberto Bolaño, ganó el premio Herralde con La noche es virgen; su editorial, Anagrama, lo siguió publicando (1999, 2000 y 2001), tres libros magníficos. La gauche divine barcelonesa llegó a consagrarlo, fíjense ustedes que fidelidad de la editorial con sus autores, como “una de las voces más originales y poderosas de la nueva literatura hispanoamericana” (Yo quiero a mi mami).

Hasta que algo se truncó o se trabó o se destapó desde Barcelona hasta Lima, pasando por Miami. Es cierto que Bayly no las tuvo todas consigo algunos años, dejar los vicios duros, bajarle a la ansiedad y a la depresión, no es como cambiar de zapatos y tirar las frutas podridas a la basura —aunque nunca falta el escritor macho y cabeza hueca que se ufana de su envidiable salud mental y eructa la típica condena: es que ese cuate tiene muchos problemas, no como yo, que llevo veinte años sin probar una bebida espirituosa, lo que me hace un santo entre los santos—, pero tampoco es motivo para mandar a “uno de los más atractivos narradores jóvenes de la literatura hispanoamericana” (La noche es virgen) a morir al Gulag en compañía de presos comunes —menos aun cuando por esos años la editorial de marras dio en publicar a patéticos remedos de Bukowski que, a diferencia de Bayly, distinguido caballero de saco y corbata, se mostraban en público, creo que todavía siguen haciéndolo, yo no frecuento esos círculos selectos, ya sin un mísero cabello en la coronilla, ataviados como adolescentes o bien portando sus raídas camisolas centelleantes y sus sombreros mugrosos y estropeados de faux Bukowski.

Obedientes súbditos de la república de las letras o bien nunca se enteraron de los talentos literarios no menores de Jaime, o lo desecharon por prejuicios propios de humildes párrocos ungidos de la más santa idiotez: es que Bayly es un sensacionalista adicto a los reflectores, ese que va a ser un escritor verdadero, no es lo suficientemente cerebral, no es un intelectual serio, es un frívolo, por favor, además vive en Miami, dios bondadoso sácalo de ahí, ciudad desde la cual conduce un programa de actualidad en televisión, vive a cuerpo de rey en Key Biscayne, el desalmado, en lugar de alquilar un piso pestilente de azotea en cualquier ciudad latinoamericana, y se pitorrea lo mismo de la chusma política de izquierdas que de derechas, eso sí, sin jamás ceder un milímetro ante la defensa de la libertad y la democracia.

Algún día Jaime Bayly podría escribir otra novela de no ficción basada en todas esas canalladas, en esas bellaquerías de las que con certeza exprimiría el mejor humor negro, bajo el título Los pérfidos, Los felones, Los Trepas, o algo por el estilo. Estoy seguro que ahí hay una muy jugosa historia que contar.

Pero no me desvío más: ahora se trata de compartir el auténtico, singularísimo goce que me causó la lectura de Los genios. Y ya dije que no leo novelas, y si son novedades, olvídenlo, not a chance, me pliego a lo dicho por Cioran al respecto.

La sinopsis más extensa que se puede hacer de la novela es que trata del puñetazo que acabó con la amistad de diez años entre García Márquez y Vargas Llosa —si bien me quedan dudas de que hubiera tal amistad: o como recupera Bayly la ominosa, degradante, jamás witty, mucho menos ocurrente frase de la señora Mama Grande de puros adultos faltos de sus propias mamis, Carmen Balcells, una mujer cuya carencia de sentido del humor parecía ser inversamente proporcional a su peso en kilogramos:

Vargas Llosa es el primero de la clase, pero Gabo es el genio.

Vayamos por partes. ¿Quién es o era la elefanta, ansiosa de hacer millonadas de plata, capaz de dejar como a un pendejo a Mario Vargas Llosa, como a un relamido y aplicado alumno, el tipo de guiñapo al que se refiere Hegel en la célebre relación, central en la segunda fase del idealismo alemán, entre el Maestro y el Esclavo/Sirviente, pero en el caso de los genios una relación vuelta tangible entre el sonriente rey de la cumbia García Márquez y el estoico “cadete” Vargas Llosa, criado a golpes y puntapiés por su señor padre don Ernesto? En esa muy sana relación, el genio García Márquez no solo proveyó la indispensable tercera rueda, sino que además asió con gusto el manubrio del infernal y lucrativo triciclo.

Regreso a la pregunta acerca de la Mama Grande y Sustitutiva. Escuchen a Vargas Llosa en la muy convincente voz de Jaime Bayly en Los genios: “Yo hago lo que tú me ordenes.” Caray, no conozco a hombres ni mujeres adultitos que le respondan semejante cosa a sus madres biológicas, al menos que padezcan trastornos ya rayanos en el orden de lo clínicamente severo y de los cuales por fortuna no estoy enterado, aunque los entendería y extendería toda mi empatía —no soy una de esas bestias que condenan o señalan los problemas de salud mental.

Afirma Bayly que para montar su novela, dedicó un buen tiempo a hacer preguntas no siempre bienvenidas, a investigar, a contrastar fuentes. Se nota no únicamente en la mención exhaustiva de sitios, hoteles, domicilios específicos, Bocaccio, la célebre discoteca barcelonesa donde se reunían a enfiestar los escritores del momento y sus mujeres, sino también en el flujo convincente de la narración de los hechos, lo mismo aquellos que pueden ser ficticios de los que en definitiva no lo son.

Ese, precisamente, es el signo distintivo de una buena novela de no ficción. No otro.

Dudo mucho que para escribir Los genios, a Jaime Bayly el testimonio de un escritor, ese sí, genial, Vicente Leñero, le hubiera resultado imprescindible. Pero resulta casi imposible tener una visión de 360 grados de Carmen Balcells sin haber leído su pieza de no ficción, “Las uvas estaban verdes”, incluida en uno más de los excelsos libros del autor de Los periodistas, la versión definitiva del golpe del presidente Luis Echeverría al diario El Excélsior en 1976, dirigido entonces por Julio Scherer. En este caso se trata del libro Más gente así, y Leñero, sin ensañarse, lleva a cabo una disección de la Mama Grande que, sin proponérselo, termina por dejar la imagen de una mujer aterradora, rodeada de genios no menos espeluznantes. Aquí una imagen precisa:

Le escribí [anota Vicente Leñero en “Las uvas estaban verdes”] esa vez y algunas más, pero dejé de hacerlo para que fuera ella quein me informara sobre sus gestiones. Pasaron Meses y nada.

—Haces mal — me decía García Márquez cuando lo encontraba en el café Tirol de la Zona Rosa—. A Carmen hay que abrumarla. Yo le escribo casi a diario. La apapacho, le digo a qué gente y a qué editorial debe mandar mis libros. Le mando regalitos. Hay que abrumarla. No la dejes un momento tranquila.

De acuerdo a la escena que describe con precisión de arponero Vicente Leñero, al genio Gabo también le tocaba jugar en ocasiones, o más bien dicho siempre, eterna y abrumadoramente, el papel del cadete Vargas Llosa, además del obsequioso palafrenero al servicio de la señora Balcells 24/7. Comportamientos todos ellos no muy distintos de aquellos que, a diario, abruman a los señores diputados y senadores en los recintos legislativos típicos del tercer, cuarto y quinto mundos.

Luego rememora Leñero un paso por la feria de Frankfurt, donde el escritor mexicano comienza a mostrar su fastidio —solo los hipócritas profesionales o los genios más serviciales son incapaces de no alimentar el más sano rencor, la tirria, la lombriz de la inquina— ante su agente literaria, de quien parece recibir sutiles tratos dignos de una mama chica:

Era Carmen Balcells la culpable, no yo, de ser un desconocido en el extranjero.

Candidez de juventud. Petulancia. Ceguera frente a la realidad siempre implacable. Fuese lo que fuese yo me sentía inclinado a dejar de ser un mexicano servil a los dictados de mi agente literaria.

Durante los dilatados recorridos por Frankfurt, Darmstadt, Munich, Bonn, Colonia, Berlín, Carmen Balcells no se había hecho presente ante el grupo de escritores latinoamericanos. Se antojaba extraño porque ella debería de estar donde estuvieran García Márquez y Vargas Llosa, quienes por aquellos días parecían hermanos siameses. Era extraño, sí; de seguro sus transacciones la habían retenido durante los diez días que duró el viaje.

En Düsseldorf apareció por fin […]

—No tiene caso que sigas siendo mi agente, Carmen —. Me voy.

Se endureció el rostro de la Balcells. Por primera vez, desde nuestro primer encuentro, vi arrugarse su cara como una fruta seca.

—¿Estás rompiendo conmigo?

—Sí, estoy rompiendo contigo —repelé—. Porque nunca te importaron mis libros de verdad y me hiciste creer que te interesaban. Porque me tomaste el pelo. Porque tú sólo trabajas para tus consentidos.

Se dio cuenta de que estaba frente a un briago y giró como una pirinola para darme la espalda. Desapareció entre la concurrencia.

Miré a Manuel Puig.

El que respondió fue Vargas Llosa, que había escuchado mi exabrupto.

—Fuiste muy grosero —dijo.

Entrometido y regañón, el cadete Vargas Llosa se siente entonces obligado a confrontar al lépero e igualado escritor mexicano interesado en que se conociera su obra, no en abandonar la clase media para pasar a la clase media alta y, a dios gracias, acabar por transitar definitivamente al mundo de los nuevos ricos.

Otro título para la novela de Jaime Bayly: Los consentidos.

La trama de Los genios avanza zigzagueando, digamos que episódicamente en tanto no se trata de una narración lineal, que brinca en tiempos y lugares para tensar el flujo de los hechos que llevarán al famoso puñetazo que Vargas Llosa le encajó en pleno rostro a García Márquez el 12 de febrero de 1976 a las puertas del cinematógrafo de la Cámara Nacional de la Industria Cinematográfica en la ciudad de México, entonces llamado Distrito Federal.

Dicho zigzagueo, o avance por episodios no sucesivos ni encadenados de manera progresiva, trabaja en favor tanto de la historia que cuenta Jaime Bayly como de los muchos ángulos que posee su historia.

Desconozco cómo llegó a montar esta estructura narrativa el novelista, es altamente probable que él tampoco lo tenga muy claro, pues en Los genios es notorio que, a pesar de abordar un célebre incidente que involucró a personajes mundialmente conocidos, cuyas vidas se encargaban de hacer públicas los propios protagonistas gracias a su afición por las habladurías, las maledicencias, las delaciones entre unos y otros y un imparable chismorreo que lograba cruzar países y continentes, el novelista también avanza intuyendo, infiriendo y columbrando —ojo— no alrededor del lado oscuro y hermético de los acontecimientos, sino precisamente de los hechos que, con alto grado de posibilidad, más se acercan a lo verídico.

Algo o mucho tiene que ver el estilo, la estrategia en el acercamiento de Jaime Bayly a sus personajes, algo que recuerda a los perfiles de Truman Capote. En sus magistrales Retratos, Capote incluye su testimonio del alucinante encuentro que tuvo con Marlon Brando mientras éste filmaba una película en Kioto. Tiempo después, en un rescate de textos dispersos, Los perros ladran, Capote reconocería el enfado causado a la estrella de cine por su retrato escrito, sin por ello negar, al contrario, la validez de su texto: “Aunque [Brando] no señaló ninguna exactitud, parece ser que lo consideró una intrusión muy poco amable, incluso traidora, en el ámbito secreto de una sensibilidad doliente e intelectualmente deslumbrante. ¿Mi opinión? Pues que se trata de una descripción bastante buena, y amable, de un joven angustiado que es un genio, aunque no precisamente inteligente.”

Al igual que Bayly, me considero no un creyente, sino un prosélito, siempre atento a la evidencia, de la economía de mercado —ni modo, así me formé: en las ciencias de la macro y la microeconomía, en los evidentes entrecruces en las curvas de la oferta y la demanda, en la economía de mercado tal como incluso sir John Maynard Keynes propuso una serie de medidas: precios, política monetaria, intervención estatal, con fin de aminorar las desigualdades en el punto de partida. Eso que hoy se designa con una fórmula hueca entre progres e izquierdistas: el famoso e inexistente piso parejo.

En otras palabras, si la Mama Grande, García Márquez y Vargas Llosa estuvieron dispuestos a truquear su genialidad a cambio de enriquecerse, de forrarse de plata por el intercambio de las rentas derivadas, en este caso por vía de la literatura, por cuantiosas sumas de dinero, las suficientes para adquirir pisos y caserones en Barcelona, París, Londres, Ciudad de México, no seré yo quien venga a impugnar el salto de García Márquez a la escalera del ascenso social, y en un segundo rango, de Vargas Llosa —no olviden que es, o era “el primero de la clase”, por lo que tendría entonces que chingarle el doble que el chambón colombiano para no rezagarse en la inexpugnable ley de los rendimientos crecientes de los derechos de autor, de traducciones a otros idiomas y, sobre todo, de los ingresos derivados de los simples y sencillos registros en términos absolutos de ventas.

Y muy en su derecho, todos ellos. It is what it is y se llama economía de mercado operando estrictamente by the book, como enseñaban Friedrich Hayek, Milton Freedman y el mejor de todos ellos porque con él estudié cuando visitó el lugar donde cursé mis estudios universitarios: Rüdiger Dornbusch. Es fama que la economía de mercado es inclemente, despiadada, requiere en efecto personalidades como las de Carmen Balcells para generar ingresos, riqueza, pues. No cualquiera soporta esos rigores. Miren el caso de Vargas Llosa, quien con razón nos informa Jaime Bayly, el galán peruano llegó a padecer unas hemorroides incendiarias dignas de las obras más angustiantes de Dostoyevski.

Un asunto que toca Bayly un poco más que tangencialmente en su novela pero que merece atención, resulta de un asunto más o menos manido, mal y bien estudiado (yo mismo le dediqué un breve texto al tema, que puede leerse aquí), pero que, al igual que el mítico puñetazo, seguirá persiguiendo y definiendo a las estrellas del Boom que hicieron de su relación con la revolución cubana y con Fidel Castro algo más que la manifestación de sus ideas políticas, sino que tornaron ese perverso vínculo en un desmesurado —y muy eficiente y oportuno— aparato de promoción tanto de sus personas como de sus libros.

Mientras la Mama Grande movía todos los hilos para hacer una fortuna con la vida, libros y derechos de los hermanos siameses —para recuperar la bella y siniestra fórmula de Vicente Leñero que, tengo para mí, habría sido del agrado de Eugenio Trías—, los genios ya habían comenzado a llevar un tren de vida desconocido hasta entonces en la historia de la literatura latinoamericana, fabricada hasta entonces de miserias, favores ministeriales y de la más llana sobrevivencia.

Pero llegó el gran cambio, Tony Montana style: autos BMW, propiedades en barrios exclusivos de aquí, de allá y de todas partes, comilonas en los más exclusivos restaurantes de las capitales europeas, estadías en hoteles de lujo, colecciones de relojes, zapatos y cuanta chuchería pudieran fuera dable pepenar gracias al influjo constante de altas sumas de dinero —otra vez, insisto para vacunarme de los tarados y sus hueros argumentos: eso no se cuestiona, en efecto se trataba de riqueza creada tal como define Adam Smith, es decir no de rentas ni herencias, sino producto de exitosas transacciones económicas y, en menor medida, de actividades productivas—, los genios habían comprendido a la perfección el nombre del juego y la importancia para sus propios propósitos del pelotero principal: Fidel.

Ya he dicho que no es el trasunto principal en la novela de Bayly, pero ni él lo soslaya ni tampoco, por tratarse de los genios, puede el tema ser soslayable, tal como las rancias izquierdas, lo mismo de hace sesenta años o las actuales, aún más descerebradas incluso, han intentado justificar lo injustificable, sea con el cuento del embargo, de la dignidad del pueblo cubano, del patria o muerte, del único territorio libre de América y cuantas zarandajas más se quieran.

Vayamos a una escena fundamental, en realidad extraordinaria, de Los genios para mejor entendernos. Agosto de 1967. García Márquez y Vargas Llosa se encuentran en el hotel Humboldt de Caracas. El cadete ha ido a recoger el premio Rómulo Gallegos sin sospechar que ya la revolución la tendido una impecable emboscada. Lo que sigue es largo, paciencia, pero novelísticamente suculento:

—Alejo Carpentier vino a verme a Londres. Trajo una carta de Haydeé Santamaría. No me la entregó, no quiso dejármela. La leyó. Haydeé me decía que debía donar el dinero de este premio al Che Guevara, que lo necesita más que yo.

—¡Qué canalla! —dijo García Márquez—. ¡Y Carpentier haciendo de amanuense, qué triste!

—Me sentí francamente sorprendido y te diría que hasta violentado —prosiguió Vargas Llosa—. Aún no he recibido el premio y ya ellos decidieron por mí qué debo hacer con ese dinero.

—¡Mándalos al carajo! —dijo Gabriel—. ¿Hablaste con Fidel?

—No —dijo Mario—. Le dije a Carpentier que no me parecía una buena idea. ¿Y sabes lo que me dijo el muy cabrón?

—¿Qué te dijo? —se interesó Gabriel.

—Me dijo: Si donas el dinero a la revolución y lo anuncias públicamente, luego la revolución te lo devolverá discretamente y con creces.

—¡Hijos de puta! —se enfadó Gabriel—. Ni se les ocurra pedirme que done con las buenas ventas de esta novela! —añadió, señalando el ejemplar de Cien años de soledad que acababa de obsequiarle.

—Yo necesito esa plata —dijo Mario—. No pienso donarla a Fidel ni al Che Guevara, ¿comprendes?

—¡Claro que no debes donarla! —afirmó Gabriel—. ¡Qué insolencia, carajo! ¡Hablaré con Fidel!

[…] tres días después , al recibir el premio Rómulo Gallegos, en un discurso vibrante y conmovedor, titulado “La literatura es fuego”, Vargas Llosa dijo:

—Dentro de de diez, veinte o cincuenta años, habrá llegado a todos nuestros países, como ahora a Cuba, la hora de la justicia social, y América Latina se habrá emancipado del imperio que la saquea.

Tras oír esas palabras de compromiso con la revolución cubana, García Márquez se puso de pie y aplaudió vigorosamente, al tiempo que el numeroso público en el auditorio lo secundaba y se rendía al talento del escritor peruano. Gabriel pensó:

—Es un genio, quedó bien con Fidel y se guardó el dinero del premio.

Otro pasaje de antología en Los genios se refiere al episodio del arresto, proceso y lamentable acto de contrición del poeta Heberto Padilla. La historia es universalmente conocida: Vargas Llosa organiza una misiva dirigida a Fidel en defensa de Padilla y convoca cuantos escritores alcanza a pepenar desde París, donde se hallaba en ese momento. No eran los tiempos del WhatsApp, no se diga del fax. Y García Márquez no aparece. Sin su firma la carta a Fidel vale lo mismo que un cucurucho para envolver los fish and chips más grasosos a la salida de la estación londinense de Saint Pancras.

Viene entonces el prodigioso y cómico twist que propone Jaime Bayly, y que, escritor hábil en quitar y volver a colgar los velos que ocultan la realidad; en siete palabras que son capaces de contener el mundo: el verdadero arte de la no ficción.

Como García Márquez no contestaba el teléfono (se había ido a Përpiñán con Mercedes y los Feduchi a ver buenas películas que no podían verse en Barcelona, porque eran censuradas por los comisarios de la dictadura franquista) Plinio Apuleyo Mendoza anunció, por teléfono, eufórico, extranjero a toda duda:

—Yo firmo por él. Yo a Gabito lo conozco mejor que su esposa. Yo sé que él firmaría esta carta.

—¡No firmes nada!, —le gritó por teléfono Carmen Balcells a Vargas llosa, al leer la carta—. ¡No te metas en ese lío político! ¡Te recuerdo que eres un escritor, no un polóitico!

[…]

—¿Qué carajos has hecho? —le gritó García Márquez a Plinio, al día siguiente, al ver su nombre entre los firmantes de la carta de los intelectuales a Fidel Castro— ¿Quién te has creído para hacerme firmar esa carta, sin consultarme?

[…]

—¡Son todos unos imbéciles! —continuó García Márquez, exasperado—. Si querían que Fidel deje en libertad a Padilla, me hubiesen llamado, y yo hablaba con Fidel y lo convencía de soltarlo. ¡No conocen a Fidel! ¡Ahora no lo soltará ni a cojones! ¡Fidel sabe de política y de literatura más que todos ustedes juntos, los firmantes de esa jodida carta!

¿Hace falta recordar el número de ocasiones en que García Márquez se ufanó de que, debido a sus buenos —por así llamarlos— oficios, miles de presos políticos que su pudrían en las cárceles de Fidel lograron ser liberados gracias a la sacra bondad y mutuo acuerdo de los dos hombres más cojonudos, los dos hombres que más sabían de literatura y política al menos la isla totalitaria?

Reinaldo Arenas no salió de Cuba por efecto de la alta gracia concedida por Fidel y García Márquez, sino como parte del tumultuoso y desmadrado éxodo del Mariel, año 1980. Diez años después, Arenas escribía ocho páginas, me refiero a la introducción de Antes de que anozchezca, veinte millones de veces más valiosas y corajudas que las demasiadas páginas publicadas por su odiado García Márquez, en novelas, reportajes y crónicas, desde la soledad más desgarradora, al interior de un cuartucho sin calefacción en Nueva York, rodeado de los ruidos de la urbe que nunca duerme:

Yo pensaba morirme en el invierno de 1987. Desde hacía meses tenía unas fiebres terribles. Consulté a un médico y el diagnóstico fue SIDA. Como cada día me sentía peor, compré un pasaje para Miami, y decidí morir cerca del mar. No en Miami específicamente, sino en la playa. Pero todo lo que uno desea, parece que por un burocratismo diabólico, se demora, aun en la muerte.

En realidad no voy a decir que quisiera morirme, pero considero que, cuando no hay otra opción que el sufrimiento y el dolor sin esperanzas, la muerte es mil veces mejor.

Vamos cerrando con este tema de índole política, diría la señora Carmen Balcells, para terminar con el gran finale que maquinó, que malició Jaime Bayly en su novela Los genios.

Primero, Julio Cortázar también tuvo a la Mama Grande de agente literaria. Aparece en Los genios en un breve cameo, enamorado de Cristina Peri Rossi, lesbiana resuelta. No habrá ganado las millonadas, ni cercanamente, de los genios, era aún más testarudo y ciego en su apoyo a los cubanos, a los sandinistas y si hubiera vivido eternamente, hoy apoyaría, a no dudarlo, al mismísimo Kim Jong-un. Y sin embargo, no menos genial, al inocente escritor que comenzó a comportarse como un tardío adolescente una vez alcanzada la adultez, parecía preocuparle más la suerte de sus gatos, mantener una vivienda cómoda, nada del otro mundo, en París, fumarse toda la marihuana que no se había fumado durante su inexistente juventud, viajar en compañía de su última mujer arriba de una camioneta que, por las fotografías incluidas en Los autonautas de la cosmopista, no se ve ni remotamente tan cómoda como los BMWs y los Mercedes-Benz de los genios.

Segundo caso, el de mi admiradísimo Augusto Monterroso, hombre bueno e inocente si los hubo en este planeta. Que yo sepa, jamás fue fichado por la Mama Grande; él, que era tan pequeñito, apenas 1 metro 50 centímetros de altura, se habría sentido incómodo, intimidado, junto a la portentosa elefanta, tan dada a levantar la voz y dar órdenes marciales a sus escritores. Imposible: Tito Monterroso, encarcelado en Guatemala por el generalísimo Federico Ponce Váldez, asilado en México como el mismo relata:

El 8 de septiembre de 1944 llegué a la Ciudad de México en calidad de asilado político, gracias a las gestiones del embajador mexicano en Guatemala, don Romeo Ortega, que me concedió el asilo aun en contra de la voluntad del gobierno local. Días después me envió a México por tren acompañado por el secretario de la embajada, quien durante todo el trayecto de un día llevó una bandera mexicana en sus rodillas, listo a desplegarla como símbolo de la extraterritorialidad ante cualquier intervención del ejército guatemalteco.

Monterroso fue consecuente con los sandinistas, los Ortega y la pandilla de sátrapas carroñeros que, con conocimiento de todo el mundo, cometieron la famosa “piñata” —en otras palabras: apropiarse ilegalmente, por supuesto, de las propiedades, mansiones, motocicletas, lo que hubiera, de quienes habían salido al exilio, una vez que Violeta Chamorro los echó del poder mediante elecciones en 1990, no a balazos ni represión ni persecuciones políticas— hasta el día de su muerte, en 2003, a la provecta edad de 81 años. Sin duda es en su diario La letra e (1987), donde Monterroso exhibe su devoción a los sandinistas, habla de sus amigos a quienes frecuentaba en Managua, Carlos Martínez Rivas, Ernesto Cardenal, Ernesto Mejía Sánchez. Según el registro del propio Monterroso, las conversaciones no iban acerca de ganancias, libros premiados, derechos vendidos, conspiraciones socialistas. Aquellos hombres parecían charlar como si estuvieran en cualquier café o bar del mundo. Sus temas eran Whitman, Pound, William Carlos Williams, Emerson, Melville, Thoreau, Hawthorne, el filibuster William Walker y el comodoro Vanderbilt.

El lugar común —común entre quienes solamente han leído un libro— dice que Cien años de soledad es lo mejor que se ha escrito en lengua española desde El Quijote. En esta y mil vidas más, yo no cambiará los extraños y originalísimos cuentos, ensayos y la mezcla de ambos, incluidos en libros como Movimiento perpetuo, La palabra mágica, Los buscadores de oro, Vida y literatura, e incluso el mencionado diario, La letra e, incluso si las preferencias ideológicas y políticas de su autor me parecen harto cuestionables y equivocadas, ratificadas además por los trúhanes que hoy gobiernan a punta de hierro y fusil ese infortunado país, Nicaragua.

De paso menciono a otro escritor, o debiera decir anti-escritor, Juan Carlos Onetti, también fichado por el cachalote Balcells pero sin los resultados esperados: un tipo triste, reservado, en cuyas novelas no renacen los muertos ni los pobres se hacen justicia, apenas sobreviven en un lugar huidizo llamado Santamaría, cuál Macondo ni McOndo —así ridiculizado por Alberto Fuguet tiempo después—, despreocupado no solo de la política sino hasta de la vida, al punto tal que decide pasar el resto de su vida, de 1987 a 1994, arropado en su eterna piyama y echado en la cama de su pobretón piso madrileño en la avenida América, recibiendo apenas a algunos curiosos, siempre bajo el influjo de un sano whiskey. Se ignora que tuviera gusto por las poderosas máquinas automotrices alemanas o por lujosas propiedades en los cuatro puntos cardinales.

Y ya por último al grande, el verdadero genio entre los genios, Guillermo Cabrera Infante, ganador indisputable del premio Biblioteca Breve de Seix Barral en 1964. Exilado, enemigo de Fidel y sus matones. Con ese currículum, estaba difícil que Carmen Balcells lo reclutara en su agencia de progres. Por cierto, me habría encantado leer las diatribas de García Márquez y el cadete Vargas Llosa en contra de Cabrera Infante justo en esos años de noches de cristales rotos cuando Guillermo deja la embajada cubana en Bruselas, lo deja todo y se va a vivir a Chelsea.

El o la valiente que haya leído hasta aquí se preguntará: ¿Y bueno, todo esto qué tiene que ver con la feroz, contundente trompada digna de Mike Tyson que Vargas Llosa le propinó a García Márquez en el año de 1976?

Pues tiene que ver todo, créanmelo, ya dije antes que la novela de Jaime Bayly, una gran novela a mi juicio, avanza hilando episodios y hebras sin un orden estrictamente sucesivo; como buen prosista, va y viene, adelanta, se detiene y regresa para añadirle candela —no hay mejor manera para llamar a las tropelías, desmanes domésticos, bufonadas con dinero a manos llenas por parte de los genios—;digamos que se acerca sin apuros a su presa, se da el tiempo —y el lujo— de tomar decursos y desviaciones que terminarán por llevar al desenlace que el lector conoce de sobra.

No cualquier valiente —lo dijo Roberto Bolaño: la de Bayly es una prosa valiente y luminosa— se arroja, mucho menos en estos tiempos de idiotez literaria que premia la falsa sorpresa, el asombro confeccionado a la medida de pequeños cerebros y los desenlaces supuestamente inesperados, a contar una historia por todos conocidos como si, y ese uno de sus puntos más fuertes, en verdad nadie la conociese.

No voy a cometer el pecado aquí de arruinarle con un spoiler al lector de Los genios el par de episodios en los que Bayly hurga en las posibilidades de la historia que cuenta, en cuál fue la cómica —para doblarse de la risa— sucesión de episodios ahítos de deseo sexual, intoxicación alcohólica y mental, que llevaron al cadete Vargas Llosa a romperle la jeta a García Márquez. Baste decir que, sin seguir una línea argumental ni mucho menos una trama predecible, qué va, Bayly explota lo que sabe y algunos sabemos de los genios y de su mundo: la muy severa adicción a la confabulación, al chisme, a la indiscreción, al ocio que se resuelve en ociosos embustes y habladurías, en ridículas y, como fue el caso entre los genios, hasta violentas revanchas. Eso sí, siempre enalteciéndose a sí mismos, dándose golpes de pecho, presentándose como los buenos, los mejores de la película, y a la hora que la película no convence a la audiencia, nadie como ellos y su mundo para desencajar golpes, vituperios, amenazas, difamaciones. Pura linda gente, pues.

Los genios es una novela construida con cuidado en los detalles, atendiendo a la ficción y la no ficción, con lo cual logra una mezcla tan interesante que no dudo que será referencia en lengua española no solo como obra literaria, sino que además, por las situaciones, las conjeturas, las malicias cometidas por los genios, desde García Márquez, Vargas Llosa, las señoras Mercedes, Patricia y Carmen Balcells, el libro de Jaime Bayly quedará ahí, con sus preguntas no resueltas por algún historiador de la literatura latinoamericana, ni por los biógrafos, pero sí como una novela surtidora de imágenes y situaciones indelebles ya en la mente de los lectores, presentes y futuros, producto de la creación que, en el caso de Bayly, se tomó con mucho y buen humor el viejo y repetido sermón de Vargas Llosa acerca del íntimo vínculo entre la literatura y la famosa verdad de las mentiras.

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