Anoche no me quedaban fuerzas para articular una sola palabra más. Se me habían echado las sombras encima. Me acosté a oscuras, en el salón, y un peso de cien atmósferas me aplastó contra el sofá. Cuando me desperté habían pasado dos horas y no sabía quién era ni dónde estaba. Apagué la luz del escritorio y, como un sonámbulo, me cepillé los dientes y me metí en la cama. Parecía un cazador furtivo. Derrotado.
Antes de la renuncia tenía el propósito de urdir un apunte con cuatro citas como cuatro estacas, una de Walter Benjamin, otra de Arcadi Espada, una tercera de Leszek Kolakowski y una última de Friedrich Nietzsche, y entre medias tender el cordel del artículo: ropa para que se airease. O bombillas de colores como en una fiesta de verano de cuando éramos felices e indocumentados y nuestros orígenes eran aldeanos. Sin duda, una fantasía retrospectiva.
Todas se las debo a Julio Villanueva Chang, a quien me gustaría poder deberle más cosas. Nos conocimos precisamente en ese salón donde anoche me anestesió el sueño. Él sentado en el mismo sofá de poder narcótico.
Porque anoche había vuelto a estar con él. En los últimos compases de la Antología de crónica latinoamericana actual, obra de Darío Jaramillo Agudelo para la editorial Alfaguara, hay un apartado casi a modo de apéndice titulado ‘Los cronistas escriben sobre la crónica’. La contribución (es una forma de hablar. Casi siempre es una forma de hablar) de Julio es El que enciende la luz. ¿Qué significa escribir una crónica hoy?
“En tiempos de Twitter, YouTube y Facebook, en la era de Wikileaks, en que el acceso a tanta información aturde y corre el riesgo de convertirse en una moderna forma de ignorancia, vale recordar lo que en la primera mitad del siglo pasado nos anticipaba Walter Benjamin: ‘Cada mañana se nos informa sobre las novedades de toda la Tierra. Y sin embargo somos notablemente pobres en historias memorables (…). Ya casi nada de lo que acaece conviene a la narración sino que todo es propio de una información. Saturados de información, los hombres han ido perdiendo la capacidad de comprender’”.
Comenta Julio Villanueva Chang que “una de las mayores pobrezas de la más frecuente prensa diaria –sumada a su prosa de boletín, a su retórica de eufemismos y a su necesidad de ventas y escándalo- continúa pareciendo un asunto metafísico: el tiempo. Lo actual es la moneda corriente, pero tener tiempo para comprender lo que está sucediendo sigue siendo la gran fortuna”.
He aquí lo que andaba buscando hace mucho tiempo, que había leído y había olvidado por completo. En vez de citar tanto a Kapuscinski es hora de volver a citar –de volver a leer- profusamente a Benjamin: “Los hombres han ido perdiendo la capacidad de comprender”.
Cada vez que sale a la palestra la cuestión de la verdad se suelen decir casi tantas tonterías –es decir, se suele recurrir a tantos lugares comunes- como cuando se habla de la objetividad. Para eso sirve el casco de fino minero intelectual de Arcadi Espada, a quien también convida Julio Villanueva. Para Espada, la objetividad “es la posibilidad de dar cuenta de los hechos al margen de las creencias”. No se puede decir mejor. Del mismo modo que se traiciona esa simple posibilidad de la forma más burda y frecuente y por las razones más peregrinas. Véase la prensa de Madrid los días pares y los días impares.
¿Tal vez por eso fuimos tan mezquinos a la hora de dar cuenta de la muerte del filósofo polaco Leszek Kolakowski, autor de la monumental Main currents of Marxism. The founders. The Golden age. The breakdown)? Anota Julio que Kolakoswki advirtió en su día de los peligros del posmodernismo: “La idea de que no haya hechos supone que las interpretaciones no dependen de los hechos, sino al contrario: que los hechos son un producto de las interpretaciones”, a lo que añadía: “La doctrina de ‘no hay hechos, sólo interpretaciones’ anula la idea de la responsabilidad humana y los juicios morales; en efecto, considera de igual validez cualquier mito, leyenda o cuento, en relación con el conocimiento, como cualquier hecho que hayamos verificado como tal, de conformidad con nuestras normas de investigación histórica”. He ahí el gran tema del periodismo de nuestra época y en concreto del español. Lo que es urgente acometer. La falta de respeto por la verdad es tal vez la más grave de nuestras crisis. Esa doctrina ha tenido efectos devastadores en la realidad española, donde parece imposible llegar a cualquier mínimo consenso, se hable de rescate o de la guerra civil. Acercando la sardina al ascua de lo que nos concierne, apunta el editor de Etiqueta Negra: “cada crónica que se publica es en sí misma una reflexión acerca de los límites del oficio, del problema de la verdad, o de estar en el lugar de la verdad”.
¿Qué mejor que terminar con alguien como Friedrich Nietzsche, cuyas palabras pueden ser empleadas como un ácido para corroer planchas de tipografía o como dinamita contra la molicie de no pensar? Recuerda el cronista lo que a fines del siglo XIX Nietzsche anunciaba: “Un siglo más de periódicos y las palabras apestarán”. ¿Dónde estamos entonces, con tantas palabras vendidas no tanto al mejor postor como al peor? Al que no se atreve a invertir en periodismo, en buscar la verdad, no sea que esa inestable nitroglicerina le estalle en la cara y todo el tinglado –nuestro precioso tinglado general de empaque- se venga abajo.
(Foto del lector de periódicos: David López)