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Y es que, como bien anuncia su título, Ladran los hombres (Pepitas de calabaza, 2017), de Diego Luis SanRoman es un libro en el que los hombres no dicen sino que actúan. De una manera evolutivamente retrospectiva. O sea, que en la escala de animalidad del ser humano se dedican a retroceder: unos más y otros menos, pero todos –sin excepción- van para atrás.
Para evidenciar tal cosa, Sanroman se sirve de diversas estrategias. Por un lado están los textos en los que los personajes sufren una incapacidad lingüística incomprensible y tratan de comunicarse en lenguajes arcaicos, otros delegan la comunicación al cuerpo y actúan con lenguajes kinésicos. Pero también sucede que se animalizan objetos (un zapato) y se convierte a hombres (brokers) en perros; en otros casos se recurre como argumento a la lujuria pre-verbal del sexo. Como colofón, además, está el relato “Blood red roses” en el cual se hace uso del lenguaje literario para dudar de su utilidad. Se sirve entonces Sanromán de la falsa confesión y de un rittornelo ya devenido en mitema: la inutilidad de la literatura.
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Versiones de un primitivismo atroz; eso es de lo que se compone Ladran los hombres.
12 maneras (relatos) de pensar la animalidad que anida latente –y a la espera de saltar al ruedo- en el ser humano.
Y una convicción, la expresa el protagonista de “Blood red roses”, al decir que: “Mucho he vivido y no he visto en los hombres nada que fuese libre, bueno, franco, sincero”.
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El reverso de lo dicho en el anterior epígrafe es que en todos estos relatos subyace un fervor por la palabra, aunque no tanto en cuanto medio para (re)crear el mundo, sino como pincel que traza los contornos claros y materializa de una manera ciertamente alegórica los temores de la contemporaneidad; dos, en particular: el infantilismo y la sinrazón.
De ahí que todos los personajes acaben animalizándose, volviéndose más elementales: cambiando la sutilidad del lenguaje por la opacidad de la mirada turbia, el gesto rudo, el razonamiento tosco y sombrío.
La palabra, entonces, sirve como instrumento para ilustrar el mecanicismo que gobierna a estos personajes que no piensan o se guían por algún tipo de voluntad, sino que apenas se dejan vencer por un instinto (fatal) y sobrevenido que les domina.
Es una especie de realismo mágico a la inversa, en el sentido de que no dispara la imaginación sino que, aun cuando Sanromán convierte la realidad en algo extraordinario, es una realidad mágica, pero por tratarse de existencias precarias: ancladas en la fábula, en un estado pre-científico (esencial), que los personajes perciben de un modo diríamos eidético.
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Dice el narrador del relato “¡Ñstafos Lñsfos dnetos!”: “Es preciso lo extraordinario, la crisis repentina de lo habitual para que podamos percibir el mundo: deambulamos entre lo acostumbrado y consabido como fantasmas sin piel, como gotas de agua entre millones de gotas de agua idénticas, y uno no lo siente, no se entera de nada”.
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Pues así estos cuentos de Diego Luis Sanromán.
Seres que solo consiguen sentirse únicos al aceptar la bestialidad de su naturaleza. La hipertrofia de su salvajismo. Seres que quieren reanudar esa fiesta en la que nunca estuvieron.
Seres que, como cuenta Simon Leys en La felicidad de los pececillos (Acantilado, 2011) citando a un apólogo de Zhuang Zi, ven la felicidad ajena “desde lo alto del puente”, a la distancia.