Somos una peste cuando empezamos a hablar de nuestro país. Lo reconozco. Se nos va la lengua mientras enumeramos mentalmente las callecitas orinadas de las ciudades serranas, las piedras desordenadas y casi siempre abandonadas; y los paisajes infinitos que hemos conocido –la mayoría de nosotros en tediosas y complicadas mini-aventuras de viajes de promoción o de fines de semana largo (muchas veces semi o totalmente alcoholizados)– para confirmarnos, ante el mundo entero, que venimos de una tierra maravillosa.
Cuando nos ponemos a hablar del Perú frente a los ignorantes que se arriesgan a indagar sobre nuestro país, se repite aquella escena de las tiras de Mafalda en que ella le pregunta al padre sobre sus años de servicio militar. Si nos jalan la lengua la víctima tiende a ser sumergida, sin compasión, en esa larga lista de exageraciones que conforman las «verdades» de nuestro patriotismo: la capital gastronómica de América; el milagro económico (que nadie sabe a quién adjudicárselo); el auténtico pisco, la reserva biológica de la humanidad, la cuna de la papa, etc. Tendemos a indigestar con la violencia de un rocoto relleno arequipeño sobre el estómago poco preparado.
No sé si suceda lo mismo entre otras tribus de Newyópolis. Me ha tocado conversar con españoles a los que es difícil contradecir cuando empiezan a enumerar la calidad de vida en sus pueblos (pre-recesión europea) allá en la península; con colombianos que me han dado clasecitas magistrales sobre la calidad única de su café y la pureza de su castellano; con un turco que comparó a sus playas mediterráneas con el paraíso; y con algún argentino que me repitió en alguna época (también pre-recesión) que Buenos Aires es la Nueva York del sur. Pero repito, ninguna tribu tan capaz de exagerar sin argumentos ni tan insoportable cuando habla de su país como la nuestra: la peruana.
Claro que a veces los otros se la buscan. Nos mencionan algún ají de gallina –que nosotros sabemos mal hecho– como lo mejor que han comido en su vida; o nos dicen–como un amigo brasileño–que su sueño era morirse tocando flauta en las alturas de Machu Picchu. De repente nos sorprenden con su conocimiento de las 8,000 variedades de nuestra papa y nos jalan la lengua comparando un viaje al Perú en la época del terrorismo (mucho peor: en la época en que Alan era presidente y Gorgojo Del Castillo era alcalde de Lima) con su última travesía durante este año donde se empacharon en cuarenta restaurantes distintos y subieron 8 kilos mientras miraban el mar, alucinados por la transformación de Lima.
Me duele reconocerlo, pero los peores peruanistas–es decir los más acérrimos–son los chilenos. Es como si se sintieran culpables de algo. Ni bien reconocen tu peruanidad te dicen de frente que el pisco no lo crearon ellos, que es un hecho evidente que el pisco peruano es más rico que el chileno y que ellos solo han sabido comercializarlo mejor. O les pongo el caso de un poeta mapochino, moderno y antipoeta hasta el tuétano, que con casi 60 años en la brega literaria me soltó en la cara que «Neruda no es nadie si lo comparas con Vallejo».
¿Qué responderle? Si nuestro ego ya está demasiado torcido por nuestra auto complacencia. Si nuestra sangre ya casi corre en chorritos blanquirrojos. ¿Cómo evitar hablarles de nuestro último viaje a la bellísima sierra de La Libertad donde Vallejo creció incubando esa dulce tristeza que impregnaba sus versos? Y si una amiga serbia nos dice al vernos–casi conteniéndose de abrazarnos al saber que somos peruanos–que estuvo en Cuzco y Machu Picchu y que aquella fue la experiencia más impresionante de su vida ¿Cómo no mencionarle las recién descubiertas estructuras de Choquequirao, en un paisaje tan imponente como el que ella acaba de visitar? Y si nos jalan la lengua no nos queda otra cosa que hablarles de las ruinas de Sipán y su museo; de Kuélap, de la momia Juanita en Arequipa, de Caral, la ciudadela más antigua de América; de la Semana Santa ayacuchana, etc.
En fin. Creo que me entendieron. No quiero ser comparado con un rocoto relleno.