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Los jóvenes saharauis reclaman acciones concretas

Es mediodía y la explanada central de Dajla -uno de los campamentos de refugiados saharauis emplazados en el suroeste de Argelia- disfruta de una animación excepcional, infrecuente, nos dicen, el resto del año. Cientos de refugiados saharauis, entre los que predominan los jóvenes, han viajado hasta Dajla procedentes del resto de campamentos de refugiados para asistir a las proyecciones de películas, a los talleres audiovisuales y a los conciertos que tendrán lugar durante los cuatro intensos días de la octava edición del festival de cine Fisahara, cuya inauguración se celebra esta noche.

        Viejos modelos de coches Mercedes, todoterrenos, camionetas pick-up y algún que otro camión atraviesan la explanada de arena esquivando a mujeres vestidas con las coloridas melfas, las túnicas tradicionales saharauis. Los niños, solos o de la mano de sus madres, caminan sin dejar de mirar con ojos sorprendidos el fluido pulular de tráfico y de gente. Observan con especial curiosidad a los extranjeros que han viajado hasta Dajla para participar de uno u otro modo en el festival de cine: actores invitados, miembros de la organización, cooperantes, periodistas o asistentes que han pagado su viaje con el propósito de conocer en primera persona la vida en los campos. Los hombres saharauis de más edad, tocados en su mayoría con turbantes para protegerse del intenso sol, se saludan con largas y elaboradas fórmulas rituales. También hay grupos de jóvenes vestidos a la manera occidental que fuman a la entrada de las jaimas y de las construcciones con paredes de adobe y techos de uralita que delimitan la explanada. Otros recorren la plaza tratando de hacerse notar ante las chicas de su edad, que pasean acompañadas casi siempre al menos por otra chica envueltas de pies a cabeza en sus melfas, los ojos ocultos por gafas de sol y con guantes en las manos para evitar que los rayos del sol toquen su piel. Según me comenta Sidi, un joven saharaui que está ejerciendo con infinita paciencia como intérprete y fixer del grupo de periodistas que compartimos jaima, el deseo de tener una piel lo menos oscura posible hace que muchas chicas se apliquen productos blanqueantes fabricados a menudo sin control sanitario, por lo que pueden producir abrasiones en la piel. Una tendencia extendida en otros países de África y de Asia.

       Los saharauis se han negado desde el inicio de su exilio a consolidar infraestructuras permanentes en los campos. Tratan así de evitar que se conviertan en ciudades estables. En cierto modo, las carencias y la incomodidad de la vida en los campos -mayores en algunos como Dajla, sin luz eléctrica, sin agua corriente en la mayoría de las casas- tienen el propósito de no hacerles olvidar que están allí de paso. Aquella no es su tierra. Su patria está en el Sáhara Occidental ocupado por Marruecos.

        La vida en los campamentos no ofrece muchos alicientes para los jóvenes. Apenas existen espacios para el ocio. No abundan por tanto las oportunidades para que chicos y chicas de la misma edad se encuentren. Tampoco ayudan las estrictas reglas sociales del decoro ni la escasez de fiestas nacionales. En este sentido, el Fisahara supone cada año para los jóvenes saharauis algo parecido a lo que suponían las antiguas romerías españolas, convocatorias para gentes de toda una comarca que difícilmente se volvían a encontrar en los próximos doce meses en unas circunstancias tan propicias para el intercambio de miradas y el cortejo.

        Llevo un buen rato hablando con cuatro jóvenes, entre los veinte y los veintitrés años, que han venido a pasar en Dajla los días del festival. Dos de ellos hablan bien castellano. Disfrutaron del programa Vacaciones en Paz, un programa que gestiona la acogida de niños saharauis, entre los 7 y los 12 años, en casas de familias españolas durante todo el verano. A esta hora del día el sol cae casi en una vertical perfecta. Apoyados contra la pared de una construcción de adobe para aprovechar la escasa sombra, conversamos sobre cómo es su vida en los campos mientras fumamos cigarillos Legend, la marca de cigarrillos más extendida en los campamentos.

       Escucho las mismas quejas que escucharé en los próximos días conversando con otros jóvenes saharauis. Dicen que resulta difícil encontrar un empleo estable y que se ven forzados a desempeñar trabajos temporales y no muy bien remunerados. Cuando les pregunto si les gustaría irse a trabajar a Europa, dicen que sí. Han crecido viendo que los viven y trabajan en países europeos, como España, regresan a los campamentos en sus viajes anuales cargados de regalos para la familia. Pueden permitirse también enviar remesas de dinero durante todo el año, con la consiguiente mejora en las condiciones de vida de sus parientes. Uno de ellos me comenta que en los campamentos, además de contar con un pariente trabajando en el extranjero, las opciones para progresar económicamente son pocas. “O eres político o ex político, o te dedicas al contrabando de tabaco y de droga”, dice uno. La economía de los campos es realmente precaria, con pocas fuentes de ingresos, si excluimos la ayuda humanitaria internacional y las remesas de los migrantes. Al margen de estos dos pilares, destacarían el pastoreo, cada vez menos relevante, y las actividades de intermediación y transporte en el comercio que aprovecha aquella zona del Sahel para comunicar el Mediterráneo y el África subsahariana a través de rutas usadas en algunos casos desde hace siglos tanto para el comercio como para las migraciones.

        Me dicen que un funcionario del gobierno saharaui, un maestro o un militar, por ejemplo, cobra unos 33 euros al mes. Ellos a veces no consiguen ganar esa cantidad. Aunque en los meses buenos, me dice uno, él pueda llegar a ganar hasta 60 euros trabajando en la construcción. Cuando hay trabajo. Con esos salarios resulta muy difícil vivir. Un kilo de carne, que no está incluida en la ayuda humanitaria que se distribuye periódicamente a las familias, ronda los 5 euros. Las posibilidades de realizar planes con esos salarios también son muy escasas. A todos les gustaría poder formar una familia, pero me dicen que resulta casi imposible reunir los aproximadamente 4.000 euros que suele costar hacerse con un jaima de su propiedad con todo el ajuar básico necesario para una vida en pareja.

       Cuando nos estamos despidiendo me preguntan si podemos intercambiar nuestras cuentas de correo electrónico, de Facebook y de Skype. Internet llega desde hace algunos años a los campos vía satélite, gracias sobre todo a compañías proveedoras argelinas. Se quejan de que la conexión es demasiado lenta. Se deben afrontar con mucha paciencia acciones tan simples como adjuntar un archivo de texto a un correo electrónico, lo que termina encareciendo las sesiones de navegación en los cibercafés. Unos días más tarde, cerca de Rabuni, otro de los campos de refugiados, más próximo a las infraestructuras argelinas y por tanto algo más urbanizado que Dajla, mi intérprete me señaló las obras casi terminadas para tender cable de fibra óptica.

 

 

Legalidad internacional vs. política

 

“El conflicto del Sáhara se ha ido complicando a lo largo de los años pero en realidad es un asunto muy sencillo de entender”, dice Francesco Bastagli, ex enviado especial del secretario general de las Naciones Unidas para el Sáhara entre 2005 y 2006. Bastagli ha venido a Dajla invitado por la organización del Fisahara para ofrecer una rueda de prensa y mostrar su apoyo a los saharauis. Un tanto fatigados de los previsibles y politizados discursos que las autoridades del Frente Polisario han pronunciado en los últimos días, los periodistas presentes en Dajla agradecemos la exposición clara y analítica de Bastagli.

       “Respecto al Sáhara hay cosas que ya se saben, pero que tal vez merezca la pena recordar”, continúa el italiano. “Se trata de un caso de descolonización no completada, con una potencia colonizadora, España, que no cumplió con sus obligaciones, establecidas por la ONU. La principal de estas obligaciones era celebrar un referéndum que permitiera cerrar el capítulo de la descolonización y en el que los saharauis decidieran su futuro como hicieron otros países africanos colonizados”. Bastagli explica que en lugar de concederles ese derecho de autodeterminación, reconocido expresamente en el caso del Sáhara desde mediados de los años 60 en varias resoluciones de la ONU, España abandonó el Sáhara tras la ocupación ilegal que supuso la Marcha Verde en 1975.

        Tras el abandono a finales de 1975 por parte del Ejército español de los puestos militares que mantenía en el interior del Sáhara Occidental, las tropas de Hassan II entraron por el norte y las fuerzas de Mauritania por el sur. La guerrilla del Polisario tuvo que desdoblarse para combatir a los invasores en ambos frentes, comenzando una guerra que duraría hasta 1979 con Mauritania y hasta 1991 con Marruecos. Se calcula que cerca de 40.000 civiles saharauis, en su mayoría ancianos, mujeres y niños, fueron bombardeados con napalm y fósforo blanco mientras huían a través del desierto en el inicio de un éxodo que dura todavía.

       Cuando el italiano Francesco Bastagli fue nombrado en 2005 representante especial especial de las Naciones Unidas para el Sáhara, las negociaciones entre Marruecos y las autoridades saharauis del Frente Polisario se encontraban en punto muerto. En realidad las negociaciones han avanzado muy poco desde 1991, año en el que se firmaron los acuerdos de paz con Marruecos. El país de la dinastía alauita se niega a considerar cualquier acuerdo que incluya la menor referencia a una futura autonomía total del Sáhara. A su vez, el Polisario no quiere ni oír hablar de una posible permanencia del Sáhara Occiental bajo el poder de Marruecos, lo máximo que está dispuesto a conceder Marruecos: una región con privilegios especiales, pero siempre sometida a las decisiones de Rabat en materia de política exterior y defensa. Un año antes del nombramiento de Bastagli, en 2004, James Baker, el diplomático estadounidense que había sido durante sido años el enviado especial para el Sáhara del entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan, había dimitido, cansado de que los actores implicados en el conflicto, en especial Marruecos, obstaculizasen sistemáticamente sus propuestas para una solución pacífica y consensuada a un conflicto que duraba ya 30 años. Marruecos manifestó que no aceptaría la celebración de un referéndum de autodeterminación en el que los saharauis pudiesen decidir su autodeterminación. Con esa declaración, Marruecos sentenció a muerte el Plan Baker en sus dos sucesivas versiones. La tarea de Francesco Bastagli, por tanto, era difícil.

    Desde sus inicios, el conflicto del Sáhara ha sido gestionado por la ONU sobre la base de las disposiciones del Capítulo VI (arreglo pacífico de controversias) y no sobre la base del Capítulo VII (uso de la fuerza). En otras palabras, el papel de la ONU y de sus tropas desplegadas sobre el terreno desde 1992 bajo la denominación MINURSO (Misión de la Naciones Unidas para el referéndum en el Sáhara Occidental) es únicamente el de un mediador y observador, en teoría neutral y sujeto a derecho internacional, que busca que las partes alcancen un acuerdo pero que no puede imponer ninguna solución.

       Bastagli afrontó su tarea consciente, según sus palabras, de que las relaciones internacionales dependen de un equilibrio precario entre el respeto debido a la legalidad internacional, representada por la ONU, y las agendas de las potencias mundiales y regionales más fuertes basadas a menudo en intereses de realpolitik que no siempre coinciden con la legalidad internacional.

        En este sentido, Bastagli destaca la postura casi irracional de Francia, uno de los actores más involucrados en el conflicto, negándose a reconocer la sistemática violación del derecho internacional y los derechos humanos en los territorios ocupados por parte de Marruecos. Pone a España como ejemplo para señalar que, en relación a este conflicto, en los principales países implicados se observa una gran divergencia entre las manifestaciones de los arlamentos y de las sociedades civiles, comprensivas con los saharauis, y las declaraciones institucionales de los poderes ejecutivos, más preocupados por defender los intereses económicos y políticos de sus respectivos países (el Rey de España visitaría un par de días más tarde Marruecos). Algo similar puede decirse de la Unión Europea que, como recuerda Bastagli, ha firmado un acuerdo de pesca con Marruecos para la explotación de bancos de pesca que pertenecen al Sáhara Occidental y por tanto a los saharauis.

        Al ser preguntado por la labor de la MINURSO, la misión de la ONU establecida tras el alto el fuego de 1991, Bastagli explica que su mandato inicial incluía dos tareas: supervisión del alto el fuego y preparación de un referendum que se debía celebrar en un plazo de nueve meses. Las objeciones de Marruecos al censo elaborado por la MINURSO consiguieron su propósito: a día de hoy la preparación del referéndum parece haber perdido actualidad. Tampoco se incluye en el mandato, renovado a finales de abril de este año por un año más, una herramienta que permita al personal de la MINURSO supervisar el respeto a los derechos humanos en los territorios ocupados. Para dar una idea de todas las trabas que Marruecos suele oponer a las acciones de la MINURSO no incluidas en su mandato, Bastagli explica que durante su año como representante de la ONU los militares de la misión se encontraban a menudo con migrantes abandonados en el desierto por los traficantes de personas. Les daban agua y comida, pero no podían hacer más por ellos. Cuando intentaron establecer algún tipo de acción que les permitiera ayudarles a contactar, por ejemplo, con sus embajadas, Marruecos protestó aduciendo que eso excedía lo contenido en la misión.

      En el mandato inicial de la MINURSO se incluía también la labor de supervisión del proceso de repatriación de los refugiados saharauis que malviven en la red de campamentos del suroeste de Argelia. Esa repatriación ni siquiera se ha llegado a poner en marcha. En los campos siguen viviendo en torno a 165.000 personas. La comunicación física entre los territorios ocupados y los campos de refugiados está limitada por el muro de unos 2.700 kilómetros -rodeado por campos de minas y punteado de puestos militares- que divide en dos el Sáhara Occidental y que fue construido por los marroquíes durante la guerra.

       “Creo en la ONU, he trabajado para ella 36 años. Pero en relación al Sáhara no tengo más remedio que decir que el comportamiento de la ONU -y de los países que se han ocupado de este conflicto en su seno- splo puede calificarse de vergonzoso”, afirma Bastagli.

 

 

Conservar la memoria

 

Me fui a Cuba en 1986, con once años, y no regresé a los campos hasta el año 2001. Durante todos esos años, no sabes cuántas veces pensé en cómo sería mi regreso…Sin embargo, al abrazar a mi madre por primera vez en quince años me di cuenta de que no la reconocía, era como abrazar a una extraña”, me dice Hammada Chej, profesor de lengua española en el centro de enseñanza secundaria de Dajla. Durante esos 15 años en Cuba su único contacto con la familia que había dejado atrás -una madre viuda y sus hermanas, el padre fue asesinado en la campaña de represión que siguió a la Marcha Verde- consistió en una o dos cartas enviadas cada año. En Cuba los trataron bien. Pudo estudiar Derecho y disfrutar de una vida comparable a la de otros jóvenes cubanos, con estreches y trabajando duro además de estudiar, pero relativamente feliz.

       Hammada es uno de los cientos de cubarahuis, como se les llama en los campos, que de niños fueron enviados a Cuba para que estudiaran. Eran los años de la guerra entre el Polisario y Marruecos. La guerra fría contribuyó a que se estrecharan los lazos entre Argelia y Cuba, cuyas relaciones que comenzaron tras la independencia argelina. El Che Guevara, por ejemplo, encontró en Argelia financiación y apoyo para sus campañas guerrilleras, incluida la campaña final en la sierra boliviana. Los niños saharauis viajaron a Cuba durante la década de los 80 hasta pocos años después de la caída del Muro de Berlín, cuando el colapso de la economía cubana era ya un hecho. Además de Cuba, los jóvenes refugiados saharauis han podido disfrutar de becas en Argelia y en Libia. Gadafi comenzó a prestar apoyo a los sahrarauis, en forma de ayuda económica y envío de armas, desde los primeros años setenta. Hace unos meses muchos jóvenes saharauis tuvieron que abandonar sus estudios en Libia tras el estallido de la guerra civil.

        A su regreso a los campos, los cubarahuis se encontraron con unas condiciones de vida de pesadilla: habían vivido durante 15 años recreando sus recuerdos infantiles y ahora contemplaban la realidad con ojos de adulto. Algunos de ellos optaron por volver a exiliarse, buscando trabajo y otra vida en el extranjero. Se sentían unos extraños. Otros, como Hammada, decidieron quedarse y contribuir a mejorar las condiciones de vida, sobre todo las de los jóvenes, con su trabajo y su sacrificio personal. Si cuando estaban en Cuba echaban de menos a sus familias, en los campos echaban de menos la vida que habían dejado en Cuba. “El futuro de nuestro pueblo está en los jóvenes, no podemos perderlos”, me comenta Hammada. “Los jóvenes saharauis han nacido y crecido en los campos. Para ellos el Sáhara Occidental es sólo un tierra extraña, una madre de la que saben que proceden, pero hacia la que no pueden sentir una afecto real”.

        Dicen que cuando comenzó el éxodo de los saharauis y se establecieron en estos campos de refugiados a finales de los años setenta se decidió distribuir a la población en campos aislados unos de otros para evitar que se expandiesen las epidemias, habituales por aquel entonces. Dajla es el campo más aislado de todos. Para llegar hasta aquí, desde el aeropuerto de la ciudad argelina de Tinduf, se ha de conducir durante casi cuatro horas a través del desierto por una carretera completada hace solo unos meses. El campamento se formó hace treinta años en torno a un palmeral que contaba con un pozo de agua hoy ya seco. Cuando uno piensa en el Sáhara una de las primeras imágenes que le vienen a la cabeza es un mar interminable de dunas de arena. Sin embargo, las casi tres cuartas partes del Sáhara están constituidas por llanuras pedregosas que se extienden hasta donde alcanza la vista. Las temperaturas en verano pueden alcanzar los 50º C a la sombra y las diferencias térmicas entre el día y la noche son elevadas, de hasta 20º C. Las tormentas de arena, que pueden durar horas, complican aún más la habitabilidad en esta región. Los árabes llaman a estas llanuras pedregosas hamada y la expresión en árabe equivalente a nuestra “véte al infierno” es “vete a la hamada”. Los campos de refugiados saharauis se emplazan en una de las mayores hamadas del Sáhara.

        Hace unos meses, conversando en un recreo con otros profesores en la escuela en la que imparte clases, Hammada decidió poner en marcha junto a sus compañeros una brigada de trabajo voluntario. Los ocho hombres y las dieciséis mujeres que forman parte de la brigada se propusieron evitar que los más jóvenes olviden la historia de su pueblo. Les hablan de la tierra de la que los saharauis fueron expulsados hace más de tres décadas y les explican por qué se ven obligados a vivir en campos de refugiados. La televisión e internet contribuyen a mostrar que fuera de los campos hay unas condiciones de vida más dignas, y las demandas de esa vida son fuertes.    Marruecos parece empeñada en jugar la estrategia de vosotros tenéis el reloj, pero nosotros tenemos el tiempo. “Si la juventud comienza a olvidar su cultura y luego a emigrar, la lucha de tantos años se perderá y no habrá servido para nada”, me comenta Hammada.“Cuando llegamos a los campos de refugiados la gente no tenía apenas bienes materiales, pero tenía esperanza. Se fijaron unos objetivos concretos que se fueron logrando con mucho esfuerzo. Ahora, sin embargo, la gente no cuenta con objetivos a corto y medio plazo. Los jóvenes perciben esta carencia y están desencantados. Hay que entenderlo. El gran objetivo final, nuestro regreso a los territorios ocupados, parece demasiado lejano”, me dice.

Hammada y sus compañeros de la brigada de voluntarios han instalado una jaima en la explanada central de Dajla para dar a conocer su labor durante los días que dura el festival. Aprovechan la ocasión para vender pasteles típicos y refrescos fríos -un lujo en Dajla- y recaudar así un poco de dinero que les permita financiar sus actividades.

        Mientras estamos conversando el siroco comienza a soplar levantando densos remolinos de arena que forman figuras caprichosas. Un velo amarillento ha cubierto el sol, a baja altura ya a esta hora de la tarde, y la luz que ilumina la explanada de Dajla parece irreal. Cuando sopla el siroco resulta casi imposible impedir que la arena te ciegue si intentas caminar en espacios abiertos. Los hombres ajustan los turbantes sobre sus rostros tapando la boca y la nariz para evitar que los pulmones se llenen de arena. El sílice se deposita en las vías respiratorias llegando a provocar afecciones pulmonares agudas, muy extendidas en los campos. Además de lo incómodo que resulta, el siroco puede llegar a ser peligroso. Me dicen que cuando sopla con fuerza, junto a los remolinos de arena, el viento levanta pequeños fragmentos de metal que pueden llegar a producirte graves cortes. La vida en los campos se detiene cuando se levanta el siroco. Lo mejor es encontrar refugio dentro de una jaima y esperar a que pase.

        “Cuando tu vida depende de otro te conviertes en cierto modo en su esclavo. Así que se puede decir que nosotros somos esclavos de aquellos que nos envían la ayuda humanitaria”, me dice Hammada. La jaima en la que conversamos, como otras muchas, utiliza viejos sacos de ayuda humanitaria vacíos rellenos de arena como lastres para tensar y anclar la carpa. Consistente sobre todo en sacos de arroz, harina y pasta, además de aceite y algunas latas de conserva de atún y sardinas, la ayuda humanitaria que han ido recibiendo durante décadas los saharauis ha provocado que en los campos afecciones como la diabetes o la hipertensión se hayan convertido en endémicas. También hay un número considerable de celíacos, como consecuencia de una dieta excesivamente rica en gluten contra la que el sistema inmunológico de muchos saharauis ha reaccionado manifestando los síntomas de la alergia. Aunque disponen de agua potable, esta suele ser muy rica en flúor, lo que genera manchas parduzcas en los dientes y otros problemas bucales. En ocasiones los refugiados se ven obligados a beber agua en no muy buenas condiciones, con el riesgo de padecer problemas estomacales y procesos diarreicos severos.

        “Una de las actividades que nuestra brigada ha puesto en marcha es la construcción de un vivero de hierbas medicinales saharauis. Nos han ido trayendo las semillas desde los territorios ocupados y poco a poco vamos consiguiendo que germinen y se mantengan con vida. Se las mostramos a los niños y les explicamos su utilidad para que puedan reconocerlas y usarlas cuando regresemos a nuestra tierra. Las plantas medicinales que se han empleado en nuestra cultura durante siglos no crecen en el desierto”, explica Hammada.

          Le comento que hace unas horas he estado conversando con un joven que forma también parte de una brigada de voluntarios. A pesar de que su brigada es una de las que dependen del Polisario -que desde hace tiempo mantiene un política que propugna continuar las negociaciones con Marruecos-, el chico me decía que en su opinión los saharauis deberían tomar de nuevo las armas. La misma convicción que mostró otro cubarahui con el que conversé el día antes. Ambos afirmaron que esperaban que en el próximo congreso nacional saharaui, previsto para los meses finales de 2011, se votase una resolución en favor de reiniciar la guerra. En los congresos nacionales saharauis, que se celebran cada cuatro años para consensuar las políticas que llevarán a cabo durante los próximos cuatro años, están representados todos los estamentos del pueblo saharaui. Incluidos representantes de organizaciones como las brigadas voluntarias. Hammada me dice que él es partidario de que se decida emprender acciones concretas, no necesariamente violentas, como las llevadas a cabo en los territorios ocupados hace unos meses a las afueras de El Aaiún.  Algunos saharauis comentan con orgullo que aquella protesta pacífica que se llevó a cabo el otoño del año pasado en la ciudad del Sáhara Occidental, y que fue brutalmente reprimida por las autoridades marroquíes, se puede considerar como el antecedente de las revueltas que meses más tarde recorrieron el mundo árabe.

“Se podría pensar en convocar, por ejemplo, una Marcha Verde a la inversa”, me dice Hammada. “Nadie quiere la guerra, aunque diga que sí”, añade. ¿Y si esas acciones que reclamas no dieran resultado?, le pregunto. “Necesitamos cambios. Y es hora de hacer lo necesario para lograrlos. Incluida la opción de retomar las armas”.

        En agosto de 2008 se publicó en el diario español El País un artículo del diplomático holnadés Peter Van Walsun -al que el actual secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, acababa de comunicarle que no le renovaba el mandato como su enviado especial para el Sáhara, un despido de facto- en el que se hacía eco de una opinión que entonces parecía ya consolidada en las Naciones Unidas: la independencia está fuera del alcance del pueblo saharaui. Bastagli comentó lo mismo durante su rueda de prensa en Dajla.

        Walsun terminaba su artículo con unas palabras que definen muy bien el momento en el que nos encontramos en la actualidad: “Nada cambiará por el momento: el Polisario seguirá exigiendo un referéndum, Marruecos continuará rechazándolo y el Consejo de Seguridad seguirá insistiendo en alcanzar una solución consensuada. Entre tanto, la comunidad internacional continuará acostumbrándose al statu quo”.      Conscientes de que la perpetuación de ese statu quo no hace sino beneficiar a Marruecos, los jóvenes saharauis reclaman que se lleven a cabo acciones concretas que pongan fin a una inercia que consideran insostenible. Si se opta por la vía de las armas, como piden muchos, los saharauis -y los marroquíes- tendrán que afrontar más dolor y más muertes de las que ya han tenido que afrontar en estos últimos 35 años. Lo saben. Pero si nadie les escucha parecen dispuestos a reclamar por la fuerza su derecho a ser oídos.

 

 

* Lino González Veiguela es periodista. Sus últimos más recientes en FronteraD han sido Vivian Maier: balada fotográfica de un corazón solitario y Patrice Lumumba: 50 años del magnicidio neocolonial

 


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