Si no nos tocó, si tuvimos la suerte de estar metidos en casa trabajando, el 2020 estuvo lleno de tiempos muertos. Fue un año perfecto para leer.
Allá por abril, recuerdo escuchar a una amiga pronunciando su parálisis: ni escribir ni leer. El miedo al futuro la inmovilizaba. En mi caso, armado con tres carnés, constaté que las bibliotecas aumentaban sus títulos electrónicos. Había mucho que leer. Esta no será una lista detallada de los libros que abrí. Voy a confiar en la memoria. Esta será una versión recordada de los meses de encierro.
El año ha sido malo, que quede claro. Agradezco las noches en el Zoom con los amigos, las oportunidades de hablar de libros y proyectos, el vacío en el que pude concentrarme en terminar la propuesta de mi tesis de grado y defenderla. Sin embargo, eso no me hace olvidar que la civilización de las conversaciones y los abrazos se ha paralizado. Pero empecemos:
Marina Keegan, Anne Fadiman y Vijay Seshadri
La historia más impactante de estos meses de pandemia fue la de Marina Keegan. La escritora murió en 2012, cinco días después de graduarse de Yale. Su libro The Opposite of Loneliness es un formidable testimonio de lo que perdimos. Llegué a ella a través de Anne Fadiman. Fadiman, su maestra, escribió el prólogo.
La especialidad de Fadiman son los ensayos familiares, en la tradición de Charles Lamb. No creo que ningún lector se merezca seguir viviendo sin haber leído: Ex-Libris, Confessions of a Common Reader, el libro que me dirigió en 2020 hacia At Large and at Small: Familiar Essays (2007), una de las mejores lecturas de estos meses de pandemia, junto con Rereadings: Seventeen Writers Revisit Books They Love (2005) que Fadiman editó. Gracias a esa colección conocí la obra de Vijay Seshadri, extraordinario poeta de los Estados Unidos, ganador del Pulitzer, cuyo poderoso ensayo sobre Walt Whitman y la relectura de Leaves of Grass, me llevó hacia That Was Now, This Is Then, colección de poemas publicada en octubre de 2020. Leer a Seshadri es una magnífica experiencia.
Gracias a Fadiman también llegué a Clifton Fadiman, el padre. Hace algunas semanas me llegó en un paquete de la librería Strand una primera edición de la recomendable colección de sus ensayos publicados en 1955: Party of One. El prólogo describe todas las preocupaciones que agobian al intelectual que alcanza los 50 años. Es una joya que tuve a bien repartir entre mis pocos amigos que llegaron a viejos.
Los 125 grandes libros de la NYPL: De Hamilton a Wolfe
No suelo buscar lecturas en listas. Sin embargo, un panfleto con 125 títulos que celebraban los 125 años del sistema de bibliotecas públicas de Nueva York, trofeo de mi última incursión en el local de la calle 42 –prepandemia:cuando aún bajaba del tren sin restregarme obsesivamente las manos con jabón líquido– resultó una fuente de lecturas memorables.
¿Cómo era posible que nunca hubiera leido 1984? Sospecho que la experiencia ya estaba arruinada de antemano por tanta conversación sobre el Gran Hermano. Sin embargo, creo entender lo que intentó Orwell al escribir esta profecía de un mundo súper controlado.
¿Cómo pude sacar una Mestría en Literatura Inglesa sin leer Catch-22 de Joseph Heller?¿Por qué no me obligaron en la escuela a leer The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy? Leí también The Bonfire of Vanities, al principio de la pandemia: aquellas semanas cuando mi esposa me obligaba a lavar peras y manzanas con una gota de lejía y a desinfectar las barandas que habían rozado mis manos.
Leí la biografía Hamilton de Ron Chernow. La saboreé de a pocos. Me dejó una imagen muy clara de aquellos años cuando Jefferson, Madison, Adams y Hamilton se sacaban los ojos a través de periodistas que se vendían al mejor postor. También conocí a Burr, el ser abominable que le quitó la vida al héroe, en un duelo cruzando el Hudson, mirando a Manhattan.
La invasión argentina
Mairal es un fenómeno. Después de los ensayos me conseguí (tras esperar demasiadas semanas) Una noche con Sabrina Love, el libro que lo convirtió en pariente de Bioy Casares. La novela es divertida, ligera, bien escrita (como La Uruguaya). Ella trajo un poco de aire fresco tras respirar esos clásicos con olor a naftalina de la NYPL. El prólogo de Maniobras de evasión es de Leila Guerriero. Por asociación, tras escuchar en una radio de Buenos Aires la entrevista de Mairal a Guerriero, me pedí Opus Gelber, la brillante crónica sobre el pianista genio Bruno Gelber. Por esos meses me leí dos números de Orsai, otro antojo de tiempos de pandemia. Gracias a Orsai recibí un baño de la genialidad argentina con los textos de Josefina Licitra, Sofía Badia y los hilarantes comentarios post-lectura de Casciari con Basilis.
El taller
Y lo digo sin ningún ánimo de disminuir el talento del maestro: Villanueva, en su primera gran experiencia de educación a distancia. (Al final de la última clase se le acabó la batería mientras hablaba. Villanueva fue expectorado del Zoom. En un triunfo agotador, siguiendo las sugerencias disparadas en el chat por uno y otro alumno, su asistente limeña, María Luisa, pudo hacerlo volver para tomarnos las cervezas de fin de taller. Final memorable para cuatro noches memorables).
Al terminar el taller, yo había apuntado sugerencias suficientes como para leer hasta más allá del Alzheimer. Sin embargo, acá dejo un título que refuerza una vieja idea: para escribir bien hay que haber vivido. Se llama Motel Chronicles y lo escribió Sam Shepard. El libro es una colección de apuntes y notas. Son crónicas breves y poderosas.
Las relecturas
Entre todo lo que leí recuerdo a Cuaderno ruso, del director de esta casa, Alfonso Armada. Fue un regalo autografiado en algún momento madrileño feliz. No le había dado mucho tiempo, hasta este año. Los poemas de Armada están cargados de aventura, de corazón y deseo. Son fuertes. También volví a leer, cien veces, a Lucho Hernández, en ese libro magnífico que me traje de Lima hace un año: Vox Horrísona. Regresé al Chatterton de Elena Medel (cuyo libro en Anagrama, ansioso, sigo esperando que llegue por correo). Volví a Watanabe, a los poemas de LiPo, a Pound, a Dylan Thomas, que siempre me genera inquietud cuando recuerdo que se murió borracho sobre la nieve de Nueva York. Releí a Rodolfo Hinostroza, a Mercedes Cebrián, a ese tipo fascinante que era José Emilio Pacheco en Islas a la deriva, la colección de sus poemas setenteros (1973-1978).
Y hoy por hoy, sin que aún se acabe el año, ya pensando en la vacuna (y en el futuro sin Trump) eso es casi todo.
Que esta breve lista os sea propicia.