Hace dos meses corregía un trabajo de una estudiante de mi curso “Exils et migrations” cuando me llevé una pequeña sorpresa. Trataba de una familia rusa, cristiana ultra-ortodoxa, al parecer, que había decidido vivir apartada del mundanal ruido, en un valle perdido de Siberia. La estudiante, a la que no conocía pues en este curso tengo estudiantes de todas las facultades, tenía un apellido de resonancias eslavas y sostenía que este caso era un exilio. En un principio anoté con rojo que no me parecía un exilio porque, por la misma regla de tres, calificaríamos de exiliados a los anacoretas del primer cristianismo o a los eremitas de la Edad Media. Un exiliado —pensaba—no se aleja de su patria porque desee vivir una religiosidad más (presuntamente) genuina o porque le repugne la vida en sociedad… Poco más tarde, y no satisfecho con mis anotaciones, le empecé a dar vueltas.
Lo primero que hice fue comprarme el libro del que hablaba la estudiante: Vassili Peskov, Ermites dans la taiga. En español se tradujo hace dos años con el título de Los viejos creyentes, publicado en la editorial Impedimenta. La palabra “eremita” del título, así como la de “Robinsones”, frecuentemente utilizada por el autor a lo largo del texto, no parecían adecuadas para unos exiliados, pensaba yo. El eremita busca un recogimiento espiritual en un lugar apartado, pero no por eso es un exiliado. Se retira, pero no huye. Así mismo, un Robinsón es alguien que quiere vivir —o que “aterriza” involuntariamente—en un lugar deshabitado, de preferencia un islote, con el fin de medir sus propias fuerzas y demostrarse a sí mismo que puede vivir (y sobrevivir) en una soledad total, con la única ayuda de sus manos y de su intelecto. Al contrario que el eremita, no va a vivir una vida frugal porque lo desee, sino por pura necesidad. Es más, hará todo lo posible para hacer más confortable su vida, dentro de las limitaciones que le impone su medio. El Robinsón tiene un peculiar modo de “desexiliarse” de la vida social: crea humanidad y provecho allá donde no había más que naturaleza virgen, busca fortificarse y acomodarse allá donde se retira o donde lo deja el naufragio de su barco. Transforma lo que le rodea y somete la naturaleza a su buen arbitrio. De ahí que tenga algo del homo economicus, a la manera anglo-sajona, salvo en la peculiar y estimulante lectura que del libro de Defoe hicieron Tournier, en una novela, y Deleuze, en un ensayo. No obstante, tal vez un exiliado se acerque más a un Robinsón que a un eremita aunque pueda haber en él facetas robinsonianas y facetas eremíticas. De Robinsón tiene su capacidad de adaptación a un país extraño, de reconstrucción de su mundo, a través de un tejido de solidaridades. De eremita tiene el exiliado la necesidad de protección y de un cobijo seguro y austero, pero este cobijo para el primero será una opción definitiva, para el segundo un espacio mejor del que huye, pero provisional.
Conforme iba leyendo el libro de Peskov, la historia de esta familia me iba intrigando y me iba confirmando en la idea que no se trataban de exiliados. Un grupo de geólogos soviéticos habían descubierto, en 1978, en el fondo de un valle inhóspito, y particularmente frío, del sur de Siberia, llamado Abakán, una choza, una isba, como dicen allá, muy rústica y precaria, en la que vivían un matrimonio de octogenarios y cuatro hijos de unos cincuenta a treinta y tantos años. Dos de ellos habían sido invitados a independizarse, en los periodos más benignos del año, en una cabaña relativamente alejada de la parental, según parece para evitar el incesto con las hermanas. Más de 200 kilómetros los alejaban de la primera aldea, sin carreteras ni senderos entre medio. Pues bien, estos científicos, en cuanto establecieron contacto con ellos, se lo comunicaron a Peskov, periodista científico de reconocido prestigio en la URSS, quien poco después haría sucesivas visitas a esta familia apellidada Lykov. Vestían éstos con unos “abrigos”, que se habían confeccionado ellos mismos con cáñamo, tan sumamente rústicos, raídos y sucios que parecían sacados de la Rusia de hacía varios siglos. La lengua rusa en la que hablaban se asemejaba a la de la época de Pedro el Grande, en el siglo XVII. No comían apenas más que patatas, sabia de abedul, ortigas y piñones extraídos de piñas de cedros y pinos. No conocían el pan, ni siquiera la sal (lo que más echaban de menos). En principio, no podían comer ni carne ni pescado, pero uno de sus hijos se puso a cazar y pescar en el río y desde entonces comían lo que se terciase, ocasionalmente. No manejaban dinero. Habían olvidado qué era. Solían andar descalzos, a veces con una especie de pantuflas elaboradas con corteza de abedul. Muchos de los objetos corrientes en toda sociedad humana moderna eran considerados por ellos también “pecado”: el jabón, las cerillas (el fuego lo hacían con sílex), la cama, las bicis, la radio…Hasta la llegada de los geólogos y Peskov no tenían animales domésticos. A consecuencia de esta vida tan sumamente primaria y ruda, los hijos fueron muriendo en los ochenta por enfermedades intestinales, pulmonías o neumonías. Quedó en vida la hija menor, quien a pesar de tener más contacto con los científicos rusos y gentes del territorio, a pesar de aceptar algunas concesiones, de “pecar” aceptando adelantos modernos, nunca cejó en su ánimo de vivir en los bosques…
Ahora bien, algunas observaciones de Peskov me indicaban que esta familia (o sus ancestros) había huido, pero ¿de qué? Tuve entonces que informarme sobre esta comunidad de cristianos rigoristas. Lo primero que supe era que se llamaban “viejos cristianos” (raskóliniki, por ser el cisma raskol en ruso). Se habían separado de la Iglesia ortodoxa, en 1654, a raíz de la reforma del patriarca de Moscú, Nikón, quien había propugnado acercarse a la liturgia y usos de la Iglesia bizantina. Los partidarios de Avvakum rechazaron esos cambios con el doble argumento de que, en primer lugar, suponían un desvío de la tradición cristiana rusa y, en segundo lugar, aducían que Constantinopla había sido ocupada por los otomanos en el siglo XV, con lo que habían dejado de tener autoridad entre los creyentes ortodoxos. Curiosamente, pocos años después se aliaron con Stepan Razin, un líder que se rebeló contra el zar y los boyardos, proclamando la igualdad de todos los sujetos de la Rusia, al modo cosaco. Ambos, los nómadas y los rigoristas, se oponían al Estado, a sus férreos y jerárquicos imperativos, a su cuadriculación de las tierras y de las creencias. No obstante, ya antes de esta revuelta, cientos de miles de viejos creyentes habían huido de los centros urbanos debido a la feroz persecución de la que fueron víctimas. Hasta fines del siglo XIX los viejos creyentes fueron más duramente reprimidos por el poder zarista que los católicos o los protestantes.
Llegué entonces a la conclusión de que mi estudiante llevaba razón. Eran entonces exiliados, como nuestros sefardíes o nuestros moriscos, o como los hugonotes franceses, exilios predominantemente religiosos acaecidos en los dos primeros siglos de la era moderna. Ahora bien, estas tres comunidades tuvieron que huir de su patria e instalarse en el extranjero. Este no fue el caso de los viejos creyentes. Rusia tiene la particularidad de ser un territorio tan extenso que cualquier persona puede huir al sitio más apartado del mundo, sin abandonar el país. Uno puede ser olvidado de todos sin haberse expatriado. Me parece que es algo único en el mundo (y fascinante), algo que —qué duda cabe— ha debido de dejar una impronta en el modo de ser ruso. Otra diferencia importante es que tanto los sefardíes como los moriscos y los hugonotes se integraron allá donde hubiese comunidades de correligionarios, en general en centros urbanos. Es cierto que durante unos dos o tres siglos tanto los segundos como los terceros se fueron más o menos disolviendo en sus comunidades de acogida, no tanto los primeros pues mantuvieron la lengua castellana hasta ahora. Nada de esto ocurrió con los viejos creyentes porque su exilio fue un exilio también de las propias ciudades e incluso de las poblaciones. Esto es único, que yo sepa.
Poco a poco, gracias al libro de Peskov y a otras lecturas, pude enterarme de que esta familia de viejos creyentes (“verdaderos ortodoxos” se llaman a sí mismos, por su rigorismo litúrgico y devocional) había huido de un lugar de Siberia, más cercano a poblaciones humanas, al final de la Segunda Guerra mundial, en 1945, para afincarse en el aún más apartado valle de Abakán. ¿Los soviéticos los persiguieron? No lo sabemos. Karp, el padre, ya en los treinta había “emigrado” (dice Peskov) con su familia y otras personas de su confesión por el río Kureika. Los Lykov habían huido de un lugar al que habían huido antes y, seguramente, sus progenitores o sus ancestros, ya se habían alejado de Moscú o de la Rusia europea, décadas o siglos antes, por la ruta de Mangazeya, según unos lingüistas de Kazán habían investigado… Lo curioso es que como el autor señala ellos nunca se autodenominaban “fugitivos” (begouny). No obstante, pueden ser considerados como doblemente exiliados. Habían, por así decirlo, radicalizado su gesto de apartamiento del “siglo”, pero, al contrario que las ordenes regulares del Occidente cristiano, no se habían retirado a vivir en monasterios o cenobios, en régimen de celibato, sino que habían decidido vivir en familia, alejados del mundo. Nadie los había expulsado, en sentido estricto. Su retiro se había convertido en un alejamiento cada vez mayor no solo de la religión, mal llamada para ellos ortodoxa, sino sobre todo de las bases materiales que constituyen la vida cotidiana y la vida en sociedad de una comunidad humana “europea”. Su desprendimiento de la mayor parte de los adelantos “tecnológicos” que nos constituyen como hombres desde el Neolítico era un rechazo al Mal que pululaba en muchos aspectos de la vida en el siglo. El patetismo de su situación puede ser comprendido mejor si se entiende que en ningún momento imitaron el comportamiento de las poblaciones autóctonas siberianas (samoyedos, evenkis, etc), las cuales, vivían de manera nómada, y no sedentaria, en estrecha relación con la naturaleza, adaptándose mucho mejor que ellos, a todos los niveles, al modo de vida que la naturaleza impone en aquellos lares. Querían desandar el camino de culturalización emprendido por el hombre europeo, exiliándose, de alguna manera, aunque no totalmente de la cultura, pero sin asumir un continuum entre los seres vivos y los seres humanos, como en los autóctonos animistas.
Así pues, el exilio de los viejos creyentes es un exilio muy peculiar porque reniegan de lo que a mi parecer constituye un rasgo indeleble de los exiliados: su voluntad de reconstruir, de fundar ciudades, como el Eneas de Virgilio, de integrarse en las ciudades para modelarlas a su manera, estableciendo hilos intangibles con sus ciudades de origen y con las ciudades que los acogen, a través de redes comerciales, vínculos solidarios, religiosos a veces, sociales y políticos. Tampoco enlazan estos rusos con otro rasgo que me parece fundamental en los exiliados: lo que llamaría su delirio nómada, su “línea de fuga” exílica, su capacidad de atravesar, de recorrer de un lado para otro, toda la senda de su sufrimiento, de sus múltiples nostalgias, para extraer de ella pensamiento, poesía, canto, epopeya o tragedia. Daba la impresión de que los Lykov querían desaparecer literalmente del mapa, no dejar rastro, vivir de la forma más pura posible, y para nosotros tan insensata, su religión, dando la espalda a casi todo lo que nos parece constituir el vivir humano, la convivencia. Estamos ante un exilio que casi ya no es exilio, no lo es en realidad, con lo que yo tenía algo de razón al decírselo a mi estudiante. Los caminos del exilio son insondables…
Le Mans, a 7 de mayo de 2022