“Respira y canta. Donde todo se termina abre las alas”
Blanca Varela
Imagina que es el fin de semana de tu cumpleaños y es primavera y estás en París. Imagina que en el hostal, por las mañanas, cuelgan del pomo de la puerta una bolsita con croissants calientes. Has dormido bien. Tienes ganas de empezar el día. Entonces lees el mensaje de Eileen, desde Estados Unidos, y Eileen pregunta si tu familia está bien y escribe esa palabra: terremoto. Imagina que estás a diez mil kilómetros y alguien te dice que ha habido un terremoto en la costa de Ecuador. Es decir, en casa.
Imagínate imaginando que todos ellos están muertos.
Hasta que logras conectarte –porque hay daños en las comunicaciones y la electricidad– el mundo te estalla en la cabeza.
Por fin, mamá:
—Nosotros estamos todos bien.
—¿Y en Manabí?
—…
—Mami, ¿qué pasó en Manabí?
* * *
En Manabí, una de las provincias ecuatorianas bañadas por el Pacífico, hace mucho calor. Pero Portoviejo, su capital, es el infierno. El sol es tan sicópata, tan hijo de puta, que al mediodía, al cabo de un rato a la intemperie, sientes que podrías perder el conocimiento. Este dato no es menor. Ahí, bajo esa furia de astro, se cuecen cientos de personas que se quedaron sin casa el sábado 16 de abril de 2016, una fecha que ya no necesita precisarse, que se sobreentiende: la del fin del mundo.
Ahora estás bajo el sol que odia, después de dos meses del terremoto de 7.8 grados en la escala de Richter que tuvo su epicentro aquí, en Manabí. Has llegado a la terminal Reina del Camino de Portoviejo. Un hombre vende a los viajeros dulces de Rocafuerte, de coco, de maní, famosos en todo el Ecuador. Llegan y se van autobuses. Todo parece normal.
Zoilita Sornosa, tu anfitriona –pronto será Mamá Portoviejo– llega y, lo primero que te dice es: “ya no conozco esta ciudad”. Luego, al recorrer unas pocas calles en su carro, te descubre que aquí nada volverá a ser como fue, que Portoviejo hay que volverla a hacer.
Imagínate una tierra bombardeada –edificios destrozados, sostenidos por algún milagro del equilibrio, cascarones vacíos donde hubo hoteles o centros comerciales, grietas gordas como una moto y todo el centro acordonado, vacío, silencioso, fantasmal–. Imagínate que cientos de bombas han caído sobre un mismo lugar. Imagínate un tipo de destrucción que persevera. Quisieras no mirar, pero miras. Quisieras no decir dios mío, pero dices dios mío. Quisieras no acordarte de que ciento cuarenta personas, según los datos oficiales, murieron solo en Portoviejo. Pero te acuerdas. Ya no te vas a dejar de acordar.
* * *
El terremoto de Chile del 27 de febrero de 2010, uno de los diez peores terremotos de la historia, fue de 8.8 grados en la escala de Richter. Se ha calculado que la energía que se liberó ese día fue equivalente a diez mil bombas atómicas.
El terremoto de Ecuador fue de 7.8 grados. Lo de las bombas atómicas, al ver el centro de la capital de la provincia de Manabí, se entiende perfectamente.
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En la pista de lo que iba a ser el aeropuerto de Portoviejo, 1.191 personas –320 familias– viven en 229 carpas de la cooperación internacional, sobre todo de ACNUR. La pista es de asfalto negro, pensada para aviones, no para niños ni familias, así que desde las once de la mañana hasta las cuatro de la tarde alcanza unas temperaturas insoportables, quema. La carpa, pensada para guarecer, se convierte en un afinado instrumento de tortura: sauna es la palabra que más se escucha por ahí. También infierno. También horno. También morir. Por eso, el lugar más deseado, por su techo, es el comedor: enorme, comunal, como de verbena. Por el techo, sí, pero también por los dos televisores de plasma, a lado y lado, donde se ve en uno fútbol y, en otro, la telenovela de la tarde. Correteando entre las mesas –de plástico, rojas, playeras– hay pequeños de varias edades. Uno de ellos lleva un teddy bear y por un segundo es una imagen idílica: niño abrazado a oso de peluche. Hasta que empieza a dar de osazos, ahogado de risa, a los otros niños. En una mesa, la que está junto a un pilar con tomacorrientes, unos hombres parecen hacer negocios, pero, en realidad, juegan naipes. En otra, un hombre mayor con camisa verde, abierta, bosteza. Varias mujeres de diferentes edades con vestidos largos de colorines comentan la telenovela en la zona en la que, parece, hay un matriarcado. Dos chicas adolescentes y una mujer de unos treinta años miman a un bebé en un cochecito. De pronto, si no lo piensas mucho, es decir, si no piensas que todas estas personas han perdido su casa, su negocio, y a gente que amaban, todo esto tiene un cierto aire vacacional. Entonces unos niños deciden cambiar de canal la tele del fútbol. Viene un militar alto, de piel morena, vestido con su uniforme verde oscuro y con una cara y una voz en absoluto festivas:
—Para nada esa tele es de ustedes.
Los niños huyen. El militar se queda custodiando el televisor.
Se acerca la hora de la cena. El olor de la fritura es como campanazos que levantan a todo el campamento. En Manabí, mientras se come se habla de comida y, mientras no se come, se fantasea con platos pasados, presentes y futuros. En Manabí no se come para vivir, sino todo lo contrario.
El mismo militar que prohibió cambiar de canal a los niños te dice que durante la cena no puede estar nadie que no sea damnificado, que hagas el favor de levantarte, que te va a acompañar a la puerta.
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“El mundo nos rompe a todos, pero después algunos se vuelven fuertes en los lugares rotos”
Ernest Hemigway
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Resulta que tienes un primo en Manabí que no conocías. Se llama Diego. Los manabitas hablan muy rápido, comiéndose unas sílabas, arrastrando otras, como un rally en la lengua. El primo Diego tiene la escudería Ferrari en la boca: habla más rápido que cualquier persona y de cada cinco palabras que dice, tres son blasfemias. Hace reír. Es fácil querer al primo Diego. El primo Diego dice:
—Tengo un pana que tiene familia en Pedernales, dice para ir mañana. Toda esa huevada es zona cero. Eso sí que está en la verga.
* * *
Pedernales es un cantón de la provincia de Manabí, tiene algo más de cincuenta mil habitantes y casi todos ellos vivían del turismo porque allí, a sus playas, el Océano Pacífico llega como una postal. En Pedernales la onda del terremoto fue tan bestia como la sacudida de un tentáculo monstruoso, que el setenta por ciento de las construcciones quedaron destrozadas: setecientas edificaciones. Según datos oficiales, murieron 184 personas, aunque quienes viven allí dicen que son más, muchos más, que hay mucha gente que enterraron sin registrar, en el apuro de que los cadáveres rescatados de debajo de las toneladas de cemento ya apestaban, ya contaminaban. Quienes viven allí dicen que convivir días y días con el hedor a podrido de los cuerpos fue lo peor. Lo que más se escucha es que Pedernales olía a muerto.
De entonces, ya han pasado sesenta días y sólo ves cascotes. Allí donde estuvieron los hoteles con vista al mar: pilas de cascotes o terrenos baldíos. Allí donde hubo comercio, viviendas o restaurantes: tierra. Es como una vuelta al pasado, un pueblecito. Desde la carretera ya se ve el mar. Está por todos lados. Dicen que desde los ochenta no se veía el mar en Pedernales hasta que llegabas al pie del mar.
El sábado 16 de abril de 2016 a las 18:58, Erik Sabando, un hombre de 37 años, moreno, de pelo casi rapado, ojos negrísimos y piel marcada por el acné, iba a estar descansando en el hotel en el que vivía para salir por la noche. Poco pasadas las 18:00 lo llamaron los amigos: se había llevado el grinder y lo necesitaban para triturar la marihuana. Erik se levantó de mala gana y de buena gana a la vez. Tenía vagancia, pero quería fumar. Una cosa por la otra. Llegó, la gente grindeó, decidió quedarse.
El grinder de Erik está sobre una mesa redonda, negra, de plástico, que parece de exterior pero está en interior. Al lado hay un platito de taza con dibujos turquesas que tiene unas hebras de tabaco y un porro a medio fumar. El grinder es un aparato redondo de plástico transparente muy rasguñado y desgastado. Erik te repite que le salvó la vida y le da dos golpecitos con el índice. Te pide que le tomes foto. No, a él no, al grinder. Pasó que el hotel donde Erik vivía se vino abajo por completo: lo perdió todo, pero no la vida porque estaba en casa de su amigo Julio, una casa de una planta, sencilla, de cemento, firme sin aspavientos, muy cerca del mar, que fue la única de la cuadra y una de las pocas de la zona que quedó en pie. Ahora Erik vive allí, pone su grinder sobre la mesa de plástico negro y allí te cuenta cómo fue el terremoto:
—Aquí estábamos El Nariz, Julio, la mujer, yo. Entonces yo siento que se mueven esas cañas del patio. Yo estaba en una silla afuera, formateando la computadora. Miré el reloj: 18:57. En eso empieza. La tierra roncaba feisísimo. El movimiento hacía caer a los demás. La gente iba como zombies. Sonaba como el demonio, como el diablo. No podías caminar, te caías, como cuando te quiebras las rodillas. Eso era fin del mundo. Entonces escuchabas: “¡Auxilio! ¡Auxilio!”, pero no tenías huevos de meterte a ayudar. Se fue la luz. Nos abrazamos, rezamos. Era como que nos hubieran bombardeado. La policía gritaba: “¡Tsunami!”. Diez personas había en ese hotel (señala un terreno lleno de cascotes de enfrente). Cinco salieron y cinco se quedaron en los escombros. Muertos. Esto pasó en un minuto: cinco vivos y cinco muertos. Así. Me acuerdo que era una noche hermosa, como en los cuadros que tú ves de la religión, del fin del mundo, había una luna increíble y, de un momento a otro, llovió. Nosotros sí teníamos miedo del tsunami, pero dijimos también “si nos vamos, mañana no aparece nada”, así que nos quedamos. Yo de ocho de la noche a dos de la mañana me dormí, no sé cómo, pero me dormí. Después ya nadie pudo dormir, ya nadie puede dormir. Los mismos vecinos sacaron a los vecinos muertos. ¿La ayuda internacional? Eso se quedó en la sierra. Lo que fue ver esto al día siguiente… (Calla un largo rato). Esto quedó hecho galleta. Yo tenía el grinder y la billetera, nada más, pero estoy vivo. A mí se me murió un primo y dos sobrinos. ¿Qué es lo que más me duele haber perdido de mis cosas? La máquina de afeitar. Era de las buenas. No hay ni en Santo Domingo. A mí esto se me infecta (se señala la barba). Tengo que irme a Quito a comprar otra. Yo creo que me estoy poniendo depresivo, ando un poco salvajón: como encerrado, impotente, en el limbo, como sonámbulo. Viendo tanto y sin poder hacer nada. El trabajo de una vida perdido en un minuto. Sales y ves todo y dices “qué verga”.
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Eliges un terreno al azar. Rebuscas entre los escombros. Encuentras una falda de niña de tela jean, la suela con el tacón alto de unos zapatos negros hechos en Ecuador. Albendazol 100 mg. (un antiparasitario), un frasco de gel de pelo a medias, el libro En las calles de Jorge Icaza sin la portada, una cartuchera azul de marca Totto que pertenecía a Brayan Darío Cagua Patiño, un collar de cuentas de plástico amarillas y un papel de cuatro líneas, muy roto y muy doblado donde alguien ha anotado apellidos y, al lado, pagado o debe. En un par de esquinas del papel citas bíblicas. Isaías 58:1 y Juan 10:10.
Buscas en la Biblia:
Isaías 58:1: “Clama a voz en cuello, no te detengas; alza tu voz como trompeta, y anuncia a mi pueblo su rebelión, y a la casa de Jacob su pecado”.
Juan 10:10: “El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida y para que la tengan en abundancia”.
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Galo Menéndez ha venido a Pedernales a buscar a su padre. Él, que nació en el campo y se crio allí, no lo había visitado nunca. Su padre se llama como él: Galo Menéndez y está muerto.
En el cementerio de Pedernales no hay árboles, no hay sombra. Todas las flores son de plástico y el color está, como se dice aquí, comido por el sol. Hay blanco de cal y hay gris. Punto. Entre las tumbas, Galo, que tendrá entre sesenta y ochenta años porque su piel, la piel de la gente que trabaja en la tierra, un pergamino de líneas sobre cuero, no permite una certeza, busca a su padre. Va lento, el suelo está cuarteado, estallado. En las tumbas no se leen bien los nombres. El terremoto ha roto las que no había dañado ya el tiempo. No está, Galo Menéndez padre no aparece, y el calor es como un grito en el oído y el sudor moja su camisa de un color amarillento que fue blanco y se curtió, como él, con los años. Galo te coge del brazo y te pide que vayan mejor allá, a un mausoleo de alguien que hasta en la muerte quiso marcar la diferencia: tiene techo. Galo, para secarse con un pañuelo la frente empapada, se quita el sombrero de paja toquilla, el famosísimo sombrero de esta zona, ese al que le dieron un nombre de otra patria: Panamá. Aunque se hace aquí, en Montecristi. Le llama al terremoto “el arrebatamiento” y te dice que fue un castigo, una advertencia de Dios.
—Este pueblo es muy corrupto, mucha cosa mala, por eso vino el arrebatamiento.
Galo termina de hablar y un animal como una rata grande, una especie de zarigüeya llamada guatusa, te cruza por los pies, a centímetros y se esconde más allá, en un ataúd café, muy viejo y podrido, que la tierra devolvió en abril, cuando decidió revolverse: el arrebatamiento.
Galo se despide, se calza su sombrero y vuelve al sol, a buscar a su padre.
En el cementerio hay nuevas tumbas: las del 16 de abril. Hay una que es nada más una caja de cemento encalado donde con un lápiz han escrito:
Te quiero
Muxo
Mamita
Te
Extrañaré
Att
Veintimilla, Javier
L
Te extrañaré
Hernos.
Veintimilla
100 pre
mi
mamita
vivirá
Arminda Martínez
(17/04/16)
L
Descanza (sic) en paz
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Las paredes de Pedernales están llenas de grafitis.
“Mi corazón está en Pedernales”.
“Pedernales nos quedaremos para sacarte adelante”.
“Juntos te levantaremos”.
“Vendrán mejores días”.
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La Chorrera era el paraíso, te cuentan. Un pueblo pequeñito en forma de ensenada dedicado a la pesca artesanal y, desde hace poco, al turismo de lo auténtico: casitas de madera y caña, un bosque con pájaros y monos aulladores, barcos en la playa. Allí, además, se come bien: cada año se celebra el festival del langostino y la langosta. En la entrada de La Chorrera, casi pegada a la carretera, está Gloria María Moreira Valdez hamaqueándose con cara de aburrida. Te mira. La miras. La saludas. Te saluda. Contiene con el tono marcial de un capitán retirado a los perros que no quieren extraños cerca de sus dueños.
—¡Muñequita! ¡Ruffo! ¡Top! ¡Pigua!
Y se quedan todos inmóviles.
Gloria María tiene 58 años, un gran sobrepeso, diabetes y problemas para caminar. Para que vaya al baño, su marido, Frowen Inocencio Torales, se ingenió hacer un agujero a una silla plástica roja que tienen muy cerca de su hamaca. Ella y todos sus familiares, es decir, su madre Enedrina Margarita, su hija Dioselina Natividad y sus nietos Daniela, Albert y Jennifer, están viviendo en un terreno al pie de la carretera que pertenece, te cuenta, a “un señor Arcentales”, pero que, dicen, la semana que entra volverá a ocuparlo en su negocio: hacer fibra para lanchas. No saben, Gloria María no sabe y parece que es la que lleva la voz cantante en la familia, qué van a hacer. No quiere ni escuchar de volver a su casa frente al mar.
Lo que es su casa ahora es un asentamiento con colchones, sábanas haciendo la vez de paredes, una cocina, una mesa plástica, cajas de cartón, algunos muebles que rescató, fundas donde intentaron que cupiera la vida, y la hamaca. En unas carpas donadas por la República Islámica de Irán duerme la madre, doña Enedrina, que tampoco puede caminar y, en otra, su cuñado Ángel Torales, que perdió a su hija, sus dos nietas y a su nuera embarazada y no sale de ahí.
—Si nos coge dentro de la casa no estaríamos aquí, estábamos en la playa, nos quedamos toditos mojados. Vea, la tierra revolvió así (mueve las manos con rapidez). La refrigeradora se salió por la pared de la cocina. La cocina se salió por el baño. Todita esa casa se bailó. Pasamos dos días sin ropa. Salados. Ay, aquí era una tristeza grandísima, ¿cómo le digo? Como si hubiera caído una bomba atómica. Como el fin del mundo. Yo tengo como presentimientos le digo, tengo temor. Nosotros hicimos el intento de volver, pero vea lo que pasó el 18 de mayo (hubo una réplica de 6.8 en las provincias de Manabí y Esmeraldas). No, yo he aguantado el mar mucho, es el sustento de la vida de nosotros, pero no. Aquí no estamos bien, no se puede dormir con el ruido de los carros, el remezón de los camiones, pero no queda de otra. Dicen que arriba van a reubicar. Allá en esa loma en lo alto. Vaya a ver que hay una casita.
Los niños te llevan a ver la casita. Es muy hermosa, muy de cuento. Una casita que, te dice la nieta mayor, Daniela, de trece años, que supuestamente todos podrán comprar con unos préstamos de diez mil dólares que va a dar el gobierno. La casa modelo, la que vemos, aún está construyéndose. Los niños hablan del horror del terremoto de una manera distinta, más truculenta y a la vez más sincera. Daniela dice que el impacto de una viga que recibió la esposa de su primo, que murió embarazada de ocho meses, la partió e hizo que el niño quedara a la vista. Albert, de ocho años, mira con atención a su hermana. El primo, el viudo, al que le dicen Ito, ha intentado suicidarse ya dos veces. No dicen la palabra suicidio. Sólo dicen que va en la moto muy rápido, que se choca, que termina en la clínica y que después no habla ni se levanta de la cama.
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El camino de vuelta a Portoviejo es silencioso. La carretera, cuarteada, rota y desnivelada por el sismo, obliga a zigzaguear, los saltos son interminables: como si hicieras la ruta a caballo. Ves pasar grandes camiones que transportan puertas rotas, trozos de techo de zinc, hierros doblados, vigas chuecas, piezas de construcción deformadas y muchas veces irreconocibles: chatarra para la chatarrería.
Intentas hablar de sexo, de borracheras, de historias de terror. Terminas hablando de gente que tenía sexo en moteles durante el terremoto y salió desnuda, aterrorizada, a la calle; de gente que estaba borracha durante el terremoto y después preguntaba: ¿Cuál terremoto? De fantasmas del terremoto, con una vela en la mano, buscando el camino al más allá, pero atrapados para siempre en el centro de Portoviejo.
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“Hace dos días volví a entrar, después de una larga ausencia, a mi casa de Valparaíso. Grandes grietas herían las paredes. Los cristales hechos añicos formaban un doloroso tapiz sobre el piso de las habitaciones. Los relojes, también desde el suelo, marcaban tercamente la hora del terremoto. Cuántas cosas bellas ahora barridas con una escoba; cuántos objetos raros que la sacudida de la tierra transformó en basura. Debemos limpiar, ordenar y comenzar de nuevo. Cuesta encontrar el papel en medio del desbarajuste; y luego es difícil hallar los pensamientos. Mis últimos trabajos fueron una traducción de Romeo y Julieta y un largo poema de amor en ritmos anticuados, poema que quedó inconcluso. Vamos, poema de amor, levántate de entre los vidrios rotos, que ha llegado la hora de cantar. Ayúdame, poema de amor, a restablecer la integridad, a cantar sobre el dolor. (…) Sigo creyendo en la posibilidad del amor. Tengo la certidumbre del entendimiento entre los seres humanos, logrado sobre los dolores, sobre la sangre y sobre los cristales quebrados”.
Pablo Neruda, “Cristales Rotos”, Confieso que he vivido
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—Solamente estamos pensando en levantarnos.
Esto te dice, detrás de su escritorio, Betty Muñoz, una de las herederas de las empresas funerarias más importantes de Manabí, Santa Marianita, con tres salas de velación en Manta y dos en Portoviejo. A su alrededor, ataúdes, ataúdes, ataúdes. Unos brillantes, otros opacos, unos de madera muy oscura, grandes y con gran ornamentación plateada –crucifijos, herrajes– y otros sencillos, blancos y muy pequeñitos. La funeraria incluso tiene algunos cofres mortuorios pintados con los colores y la bandera de Liga Deportiva Universitaria de Portoviejo y de Emelec, dos equipos de fútbol nacionales. El de Barcelona Sporting Club, te cuenta, ya se vendió. Antes de hablar del terremoto o en lugar de hacerlo, Betty se mira las uñas, pintadas y muy cuidadas, acorde con su apariencia. En Ecuador se dice que las mujeres manabitas son las más guapas del país: Betty tiene el pelo negro, brillante y largo recogido en un moño, va muy bien maquillada, lleva zapatos de tacón, la ropa tal vez un poco ceñida de más, no es delgadísima, pero que le favorece. Sí, es guapa. No quiere llorar y no llora. Pero para huir a la emoción hace pausas y se esconde. Ella, por ejemplo, prefiere no hablar de la otra sala de velaciones, la suya, que se perdió, que fue aplastada por el hostal Marujita, que estaba al lado y que se desplomó. Tampoco puede explicar qué le pasaba por la cabeza todo el mes que se pasó en la cama, con las cortinas cerradas, con ganas de no estar en ningún lado. Sacude la cabeza.
—Mi mamá toda la vida se ha dedicado a esto, ya más de treinta y cinco años, siempre tuvo un cuarto en la sala de velaciones para que almorzáramos o hiciéramos los deberes cuando éramos niñas. Nosotras pasábamos la vida ahí. Toda nuestra familia se dedica a la muerte, es normal. Un hijo mío está estudiando tanatopraxia, que es para embalsamar y mi hija maquilla y peina a los cadáveres, los deja hermosos. Nunca me ha dado miedo ni tristeza la muerte porque es parte de la vida. Lo hemos visto natural. Pero el terremoto… Eso fue… Yo salí, no sé cómo salí, y miraba al frente, al frente, a mi alrededor todo se caía, yo miraba al frente y yo gritaba hasta que me quedé sin voz. Pienso en toda la gente que se ha muerto. Hemos visto tanto dolor. Mi mamá se pudo haber muerto, estaba en el sótano preparando a un fallecido para la velación y el edificio se cayó. No sé cómo la sacaron viva. Dios nos vio con ojos de piedad. Ahora solamente estamos pensando en levantarnos.
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De los carteles en las paredes de Portoviejo:
“Panadería Robert está ubicada en su nuevo local en la Ciudadela Municipal cerca del Redondel Monumento de la Agricultura”.
“Este es el nuevo Manabí”.
“La Carreta está atendiendo con normalidad”.
“Picantería Laurita, ingrese sin problemas”.
“Panadería Chelita después del NEFASTO 16/A atiende en su nuevo local”.
“Las primeras cosas ya pasaron”. Apocalipsis 21:4
“Aprende a apreciar lo que tienes, antes de que el tiempo te enseñe a apreciar lo que tuviste”.
“De esta salimos porque salimos: fuerza Manabí”.
“Portovejense con alma de acero”.
“7.8 sacudieron a Portoviejo. 300 mil almas de acero lo levantan”.
“El sanduchazo: juntos te levantamos, Portoviejo”.
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Los policías son jovencitos y llevan mascarillas. Los han traído de todas partes del país. En todas las esquinas del centro de Portoviejo hay al menos dos. Está todo cercado. Es una ciudad en ruinas. Te acercas a acariciar a un gato en una silla y descubres que la silla es de los policías y que el gato no. O no lo era, pero se les ha pegado. También un perro de manchas blancas y café. Una tarrina en el suelo, que el perrito rasca para sacar hasta la última miga, podría ser la explicación de este vínculo profundo. Los dos se confiesan: les dan de comer. Quién sabe de quién eran, tal vez sus dueños murieron, así que ahora son de los policías que custodian la esquina donde estaba la Estación de Bomberos de Portoviejo, que se cayó. Dos policías casi adolescentes, uno serrano y uno costeño, un perro manchado y un gato negro. De fondo, hasta donde alcanza la vista, el fin del mundo.
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Todas las mañanas, Zoilita, Mamá Portoviejo, hace un desayuno manaba. Es decir, con plátano verde. Es decir, delicioso. Una tarde anuncia que ha conseguido chicharrón del bueno y que mañana habrá bolones. Cierras los ojos. Manabí es la tierra de tu abuelo. El paraíso que te contó tu madre. Estás aquí. Y, más importante, Manabí está aquí. Ese anuncio, tan simple: habrá bolón en el desayuno, en medio de todo esto es como si te sacaran del agua después de mucho, mucho tiempo y te dijeran: “respira”.
Respiras.
* * *
—Yo sabía que algo de mi mercadería había quedado, no sé, por la esperanza que uno tiene siempre. Yo decía: tiene que estar mi mercadería buena. Sí, se perdió una parte, pero eso no importa, lo más importante es que estamos vivos, de pie otra vez, en esta lucha diaria que es el comercio. Y que seguimos en Portoviejo, de aquí no nos vamos. Usted sabe que hay que sacar adelante todo esto, sobre todo por la familia, pero también por uno mismo y por la ciudad: hay que seguir adelante.
Wilden Mecías, 53 años, 33 de ellos dedicados al comercio, lleva la camiseta de la selección del Ecuador porque hoy, 16 de junio, dos meses exactos desde el terremoto, hay partido de la Copa América y él está convencido de que Ecuador ganará a su rival, Estados Unidos. El almacén, donde vende relojes, mochilas, planchas, teléfonos, se llama Roxana’s porque así se llama su ex esposa y, aunque el matrimonio se rompió, el nombre, dice, ya tenía prestigio entre la clientela. No es lo único de su ex esposa que mantiene a su lado. Almacén Roxana’s, el original, estaba en un centro comercial en plena zona cero. Se destruyó. De hecho, sobre su puerta cayeron todas las lozas del techo y tuvo que sacar la mercadería haciendo un hueco “muy despacito, con un cincel”, por la pared de atrás. Así que este nuevo local de Roxana’s, el que cumple apenas un mes de apertura, está ubicado en el garaje del ex suegro: el papá de Roxana.
—Mi suegro, yo le sigo diciendo mi suegro, me dijo esto es suyo, haga lo que quiera con este local. Entonces una hermana me prestó quinientos, un amigo doscientos, mi suegro otra plata y así pude arreglar, poner baldosas, pintar, poner estanterías. Esto es esfuerzo de todos. El apoyo ha sido increíble, increíble. Porque mire, Portoviejo es una ciudad netamente comercial y la gente vive del comercio: sabemos que si no trabajamos no comemos. Ahorita estamos dispersados, pero el centro no va a morir. La gente se ha instalado donde ha podido: en su casa, yo estoy en un garaje. Yo, después del terremoto, estuve tres semanas que no tenía ni un norte ni un sur, no sabía ni qué hacer. Veinticinco años de mi vida quedaron enterrados ahí. A las tres semanas, cuando me dieron el salvoconducto para entrar a la zona cero, yo lloré. Lloré porque es tu ciudad y ahora es una ciudad fantasma: tanto edificio para ser derribado o ya los han derribado. Esto va a costar muchos años recuperar. Pero el comerciante sabe que si tú no te reactivas por ti mismo, te quedas, por eso una vez que recuperé la mercadería dije: ahora sí, tenemos que producir. Usted sabe que el manabita es bien positivo y no es la primera vez que caemos. Dicen que el mejor soldado es el que se levanta muchas veces: bueno, nosotros nos hemos levantado muchas veces.
María Fernanda Ampuero (Guayaquil, Ecuador, 1976) es escritora y periodista. Desde 2005 vive en Madrid. Sus crónicas se han publicado en revistas como la italiana Internazionale, la mexicana Gatopardo, la brasileña Samuel, la española Quimera o la colombiana SoHo. Ha publicado una recopilación de sus columnas (Lo que aprendí en la peluquería) y Permiso de Residencia. Crónicas de la migración ecuatoriana a España. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Un año sin Chespirito. Roberto Gómez Bolaños, el hombre que dibujó nuestras infancias, “En Siria no se puede respirar”. Imagina que tu nombre es Said. Imagina que tu nombre es Raghida y ¿Qué no ves que estamos en crisis?, y mantiene el blog Esto es lo que hay. En Twitter: @mariafernandamp