El estreno de Los maestros cantores de Núremberg de Wagner en el Teatro Real había causado mucha expectación. Con la que siempre se recibe el anuncio de que Pablo Heras-Casado va a dirigir musicalmente un Wagner y/o de que Laurent Pelly va a dirigir escénicamente una ópera.
En el caso del primero, no se sabe si es porque da juego a si es o no el director adecuado para un Wagner, olvidando que hace un año se consagró como director wagneriano al ser invitado a abrir el Festival de Bayreuth. Y en el caso del segundo, porque la crítica, sobre todo la que viene de la música, le tiene en muy alta estima, aunque se hayan visto cosas suyas difíciles de mantener si se analizan desde el punto de vista de dirección de escena o teatral.
Pues bien, tras ver el segundo día de función, la primera idea es que este es el tipo de producción que debería afrontar habitualmente un teatro con el poderío del Teatro Real. Que tiene un coro fantástico, ya se sabe, una orquesta, la Sinfónica de Madrid, que también lo es, y un equipo técnico que permite hacer cualquier cosa. Y en este caso los tres lo demuestran, de nuevo. Hay que recordar que para que mantengan este nivel es necesario alimentarlos, es decir, ofrecer producciones que necesiten sus servicios a un alto nivel. Como esta producción.
Si esta excelencia se ve, se oye y se disfruta, es porque las personas que están al mando, es decir, Heras-Casado y Pelly, conocen la casa. Han trabajado anteriormente en ella y con cierta asiduidad, incluso durante la pandemia, y saben lo que pueden pedirles y cómo pedírselo.
Sin embargo, lo que no han hecho ha sido trabajar juntos antes. Y eso se nota. Pues hay momentos en los que parece que la orquesta toca en una dirección y con una intención, y la dirección de escena va por otra. Se nota y se siente sobre todo en las partes cantadas. De tal forma que la sensación de que lo que sucede sobre el escenario es una ilustración que acompaña la música.
Lo que a las personas aficionadas a la ópera suele resultar agradable, pero que sometido al análisis crítico resulta anodino porque en escena no pasa nada ni les pasa a los cantantes. En general, tanto la afición como la crítica operísticas suelen preferir la ilustración a la dirección de escena. Ellos están allí por la música. Lo que ocurre es que en este montaje a veces ocurre lo contrario. La música parece ilustrar, como una banda sonora en una película, lo que sucede en el escenario y su insistencia en Pelly hace pensar que ellos también están más por el teatro que por la música.
De esta forma, Laurent Pelly, recurriendo a lo que ya hiciera y probara en Il turco en Italia que se vio en este mismo teatro, enmarca muchas escenas. Trata de hacer como cuadros de una exposición. Cuyas composiciones exigen muchas veces sacar o meter gente en el escenario, de una forma poco coherente con la acción. Aunque, puede que coherente con los cambios de escenografía.
De haberse mantenido en esta tesitura, lo que se hubiera visto sería un cuento en el que triunfa el amor. Chico y chica desconocidos se ven a la salida de la iglesia. Se enamoran. Hay un impedimento para que se casen. Ella, junto con la hacienda de su padre, será el premio de un concurso de canciones. El maestro cantor que lo gane se llevará a la chica, el dinero y dirigirá el negocio del padre. Motivo suficiente para que la historia y la ópera causen rechazo entre las personas formadas e informadas del siglo XXI, al menos en el sector feminista de hombres y mujeres que gustan de la ópera, pues lo cortés no quita lo valiente.
Pues bien, todo se opone a este amor. El joven es, primero un desconocido. Segundo, ni maestro cantor ni nada que se le parezca, aunque tiene un talento natural para la poesía y el canto que ha entrenado con los libros en su castillo y los pájaros de los bosques que lo rodean. Ya que, en vez de burgués, y gentil hombre, es un aristócrata. Esa clase social que desprecia a los burgueses, artesanos y empresarios. Así que mejor que la chica se case con un maestro cantor de toda la vida. Da igual que este maestro sea mayor, viudo y no le asistan las mejores virtudes como persona.
Menos mal que otro de estos maestros cantores, el respetado zapatero Hans Sachs presidente de su gremio, sabe escuchar. Y así descubre que en la novedad del canto del mozo hay una nueva y apreciable belleza. Como sabe mirar y es capaz de ver que la joven bebe los vientos por el aristócrata que ha venido a buscarla. Así que toma cartas en el asunto para que triunfe el amor y haya un final feliz a la historia. Lo que no está mal después de cinco horas y media de función, incluidos dos intermedios de veinticinco minutos.
Es cuando este zapatero empieza a tomar protagonismo cuando esta ópera comienza a tener interés. Es él el que entiende los límites de la sociedad en la que vive. Y el que asume riesgos, para sin subvertirla, conseguir que la pareja pueda vivir su libre elección amorosa, dentro de los límites marcados, y de que sea aceptable por la sociedad.
Y es Gerald Finley, el bajo que lo interpreta, el que consigue aunar lo que pasa en escena con lo que pasa en foso. A pesar de que la potencia de su voz es, a veces, tapada por la música de la orquesta. El caso es que canta bien y eso es porque sabe actuar. Como ya demostró esta temporada en Antony & Cleopatra de John Adams en el Gran Teatre del Liceu.
Desde el momento en que sale a escena aquello empieza a funcionar como una historia, como el teatro musical que es. En el sentido de que tiene algo que contar, más que la mera reproducción de un argumento o de una música, por muy buena que fuera técnicamente. Por cierto, una música que no gusta a muchos wagnerianos.
También se notan más dos errores de dirección. Uno el de poner a una cantante de estilo wagneriano, es decir, grandota y rotunda con Nicole Chevalier, moviéndose como si fuese una adolescente. Queda un poco ridículo. Como tampoco funciona el excesivamente paródico maestro cantor que la pretende, el viudo, escribano y crítico Beckmesser.
En cierto modo, es como que no hay empatía con este último y trata de burlarse de su necesidad. La misma que tienen todos los humanos, de tener una mejor vida o que la vida le sonría con una pareja y dinero. Ya lo dice la canción de Los Stop, tres cosas hay en la vida/salud, dinero y amor/y el que tenga estas tres cosas/que le de gracias a Dios.
Por cierto, si alguien se horroriza con esta referencia, hay que recordar que esta obra se centra en cómo hacer una buena canción pop(ular). Una canción que cumpliendo el canon de los maestros, antes artesanos empresarios que poetas y compositores, guste al pueblo al que ellos pertenecen.
Y, tal vez, aquí se produzca un importante error que tiene que ver con la dirección musical. La de la elección del joven aristócrata que viene dispuesto a ganar el concurso. ¿Canta mal? No, pero tal y como canta, desde luego no moverá a las masas, pues está más centrado en la técnica del canto que en el sentimiento que debería expresar.
En cualquier caso, el protagonismo que toma en la obra Hans Sachs mediado por Gerald Finley va produciendo una sinestesia entre lo que se ve en escena y lo que se oye en el foso. Dejando de importar todo lo demás, y empieza a importar lo que se cuenta.
Y se cuentan muchas cosas, pues hasta cabe el famosísimo acorde de Tristan und Isolde que tanto ha dado que hablar y decir. Y hasta Laurent Pelly se permite el lujazo de citar libremente a Pina Bausch en esa escena en el que el pueblo de Núremberg baila previo al concurso.
Además, de mostrar de una forma sutil el papel de las mujeres en esta obra. Pues Eva, la protagonista, durante el concurso estará en una esquina del grandioso cuadro que ocupan los maestros cantores tras los que se ve un paisaje arquetípica y románticamente alemán. Vetustos señores, vestidos de gris y cubiertos de polvo que contrastan con la juventud, el vestido blanco y la guirnalda de flores que ella lleva en la cabeza. Señalando donde la historia masculina ha colocado a las mujeres. Cuestionando el papel marginal que esta cultura alemana y europea daba a la mujer. Y lo hace sin molestar, con una evidencia artística.
Antes, en el segundo acto, ha mostrado otros aciertos. Como esa grandiosa maqueta de un Nuremberg de cuento, hecha aparentemente de cartón, que remite directamente al comienzo de la película El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl. Hay que recordar que la música de Los maestros cantores se usa en el inicio de esta película. Y que los nazis consideraban esta ópera el estándar de lo que debería ser una auténtica ópera alemana. De hecho, durante la II Guerra Mundial abrieron Bayreuth únicamente para que se representara esta ópera, como cuenta Irene de Juan Bernabéu en el artículo que se incluye en el programa.
Sí, esta ópera tiene un pasado. Y esta referencia escénica es a su pasado oscuro y a su uso político, por su final de defensa de lo alemán y sus valores. Sin embargo, Heras-Casado, como ha hecho siempre en el Teatro Real cuando ha afrontado un Wagner, se va por el lado alegre de este compositor. Su influencia y querencia por la música italiana y la necesidad de hacer una ópera del pueblo y popular. Eso hace que por momentos se oiga como una banda sonora de película musical.
Algo que sin duda acercará la ópera a los gustos más actuales, y que junto con lo bien que está contada la historia, tanto por el dramaturgo, el mismísimo Wagner, como por el director de escena, deberían convertir este montaje en uno de los más exitosos en taquilla de la época de Matabosch, fuera de las coloraturas de las óperas italianas. Estas, ya se sabe, son imbatibles en ventas de entradas.
El problema es que, hay un largo puente de mayo y muchas festividades en Madrid que juegan a la contra de ese tipo de éxito. Lo que es una oportunidad para que los menores de 26 y 35 años aprovechen los descuentos último minuto que les ofrece el teatro y conseguir muy buenas entradas, en buenos lugares con visibilidad, por 35 euros. No sé a qué esperan para llenar el teatro, para okuparlo. Y dejar que Pablo Heras-Casado y Laurent Pelly hagan pop y Wagner aparezca a su lado.