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AcordeónLos mangos mágicos de Mao

Los mangos mágicos de Mao

¿Qué debe ocurrir en la mente de una persona para que mire un mango y vea un objeto mágico, digno de adoración? Puede que esa persona no haya visto nunca un mango, pero es difícil que no haya visto otras frutas. Podrá inferir, fácilmente, que si los plátanos, las sandías, las peras y las manzanas no tienen propiedades mágicas lo más probable es que los mangos tampoco las tengan. El mango, mangifera indica o melocotón de los trópicos, es una fruta de color verde al principio y amarillo, naranja e incluso rojo después. Es fruta con cáscara y pulpa, más bien dulce, muy popular en las zonas tropicales. Es difícil creer que un mango pueda tener propiedades mágicas, incluso si uno nunca ha visto un mango. Y sin embargo, eso es precisamente lo que ocurrió en China a finales de 1968. De hecho, no fue una persona. Fueron miles, puede que cientos de miles, imposible calcular el número exacto. Muchas. Sucede que en China, a finales de 1968, los límites de lo plausible estaban estirados y deformados casi hasta el punto de ruptura. Era posible creer cualquier cosa, incluso que un mango era un objeto mágico.

 

La Revolución Cultural figura, con méritos más que suficientes, en la lista negra del comunismo chino. El retrato de Mao Zedong cuelga todavía hoy en la puerta de Tian´anmen, en Pekín, pero su legado es conflictivo incluso para el propio Partido, poco dado a la autocrítica. El relato oficial es que Mao estuvo acertado en un 70% y equivocado en un 30%. Ese 30% son los dos episodios más trágicos de la República Popular, injustificables incluso para el establishment actual: el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. La historia de esta última se conoce de sobra: una campaña de purificación ideológica auspiciada por Mao que comienza en 1966, aunque es difícil situar el momento exacto. Dos años después, incluso el propio Mao reconoce que las cosas han ido demasiado lejos. Comandos de estudiantes conocidos como guardias rojos han acudido a su llamada para purgar la revolución comunista, intensificar la lucha de clases y librar a China de “la vieja cultura, las viejas costumbres, la vieja moralidad y los viejos pensamientos”. Sin embargo, la violencia de los guardias rojos se ha descontrolado y China vive un clima de caos total que se parece mucho a una guerra civil, si es que no lo es.

 

Como otras partes del país, Pekín está sumida en el desorden. A finales de julio de 1968, Mao envía a miles de obreros a diferentes puntos neurálgicos de la capital para restablecer el orden, entre ellos la Universidad de Tsinghua, una de las más prestigiosas de China. A su llegada al campus los trabajadores son recibidos con una lluvia de piedras y bombas de fabricación casera. Hay heridos, hay muertos, pero con la ayuda de una división del Ejército Popular de Liberación y tras la mediación del propio Mao con algunos líderes de los guardias rojos el 5 de agosto Tsinghua está bajo control. Ese mismo día aparece por allí Wang Dongxing, jefe de guardaespaldas de Mao. Trae un obsequio para los obreros que se han batido el cobre en nombre del Gran Líder: una caja de mangos. Es un regalo de segunda mano. A Mao se la había dado el ministro paquistaní de Exteriores, Mian Arshad Hussein, que un día antes había estado de visita en la capital china. Según varios testimonios, Mao no es muy amigo de la fruta y ha decidido no comérselos. Quiere compensar a los obreros que le han hecho el trabajo sucio, pero parece que no quiere calentarse demasiado la cabeza. Como alguien que no sabe muy bien qué regalo llevar a una fiesta de cumpleaños y acaba cogiendo de una estantería un libro que dé el pego, el Gran Timonel envía los mangos a Tsinghua para agradecer los servicios prestados.

 

En psicología, el concepto de disonancia cognitiva hace referencia a un desajuste en el sistema de ideas y creencias de una persona. El cerebro entra en conflicto consigo mismo. En su obra 1984, George Orwell lo llevó al extremo con el concepto de doblepensar. Una persona puede creer una cosa y la contraria al mismo tiempo. Puede creer que Eurasia siempre ha estado en guerra con Oceanía. Puede convencerse, quizás, de que una simple fruta tiene propiedades mágicas. El ejemplo canónico está hoy en Corea del Norte, una dictadura totalitaria a la que le sienta como un guante el manido adjetivo de orwelliana. Cuando Kim Jong Il murió en 2011 el mundo asistió alucinado, mediante señal televisiva en directo, a las escenas de histeria y desolación en Pyongyang. En las calles de la ciudad, cientos de norcoreanos gritaban y lloraban, desgarrados, al paso de la comitiva fúnebre. Uno tiene que preguntarse si eran lágrimas de verdad o de cocodrilo. Parece ser que en Corea del Norte todos se espían entre todos, o casi. Parece ser que los chivatazos sobre flaquezas ideológicas están a la orden del día. Es posible que muchos de los que lloraban y gritaban y se agarraban la chaqueta y se golpeaban el pecho estuvieran interpretando un papel. Puede que también lo estuvieran haciendo los chinos que, en 1968, metieron los mangos en urnas de cristal y montaron procesiones con ellos. A fin de cuentas, esa China también era un país de espías, chivatos y obsesión con la pureza ideológica, un país en el que todos se espiaban entre todos, o muchos se espiaban entre muchos. Puede que también hubiera chinos interpretando un papel. Sin embargo, como queda dicho, en la China de 1968 era posible creer casi cualquier cosa.

 

A pesar de que no es una fruta consumida históricamente en China hoy el mango se encuentra fácilmente por todo el país, y de hecho se cultiva en la isla meridional de Hainan. En 1968, los mangos eran una rareza tal que el ministro de Exteriores paquistaní los debió considerar lo suficientemente exóticos para llevarlos como regalo en un viaje diplomático. Difícilmente pudo imaginar lo que iba a ocurrir como consecuencia. La reacción de los trabajadores no quedó en la simple curiosidad ante una fruta que no habían visto nunca. Dos días después, el Diario del Pueblo, el periódico oficial del Partido Comunista, describía así el momento de la entrega:

 

“Cuando la feliz noticia del regalo de los mangos por parte del presidente Mao a los trabajadores llegó al campus de Tsinghua, la gente se congregó inmediatamente en torno al regalo del Gran Líder Presidente Mao. Gritaban con entusiasmo y cantaban con un frenesí salvaje. Las lágrimas les llenaban los ojos y deseaban sinceramente una larga vida al Gran Líder Presidente Mao. Llamaban por teléfono a sus respectivas unidades de trabajo para transmitir esta feliz noticia y organizaron actividades de celebración toda la noche”.

 

Era agosto de 1968, y China vivía la apoteosis del culto fanático a Mao, de cuyas manos provenía el regalo. Los mangos acababan de cobrar, por lo tanto, propiedades casi mágicas. Como las fotos de Mao delante de las cuáles millones de chinos se postraban cada día, las frutas encerraban, en cierto modo, el espíritu del líder. Los mangos se repartieron entre varias fábricas de la capital y el efecto fue inmediato. Muchos trabajadores pasaron la noche siguiente en vela, en un estado de éxtasis, mirándolos, tocándolos y oliéndolos. Las memorias del médico personal de Mao, Li Zhisui, recogen el testimonio de un obrero de la Fábrica Textil de Pekín, donde

 

se celebró una ceremonia enorme, con recitales de frases de Mao, para dar la bienvenida al mango. Sellamos la fruta en cera, con objeto de preservarla para la posteridad. El mango cubierto de cera se colocó en un altar en el auditorio de la fábrica y los trabajadores hacían cola para pasar por delante e inclinarse ante él”.

 

Sumidos en la euforia, nadie reparó en un detalle: los mangos, como cualquier objeto comestible, se pudren tras varios días. Cuando el comité revolucionario se percató del deterioro del mango, lo sacó de su molde de cera, lo peló e hirvió la cáscara en una olla de agua. Concluido el ritual, todos los trabajadores fueron desfilando para beber una cucharada de agua bendita.

 

Por fuerza tuvo que haber gente que se preguntara a qué tanto jaleo por unas simples frutas, pero si alguien tuvo dudas prefirió guardárselas. 1968 no era el mejor momento en China para cuestionar algo que estuviera relacionado con Mao, así que todo el mundo siguió la corriente y la bola empezó a rodar. Se hicieron cientos de réplicas de cera de los originales y se enviaron a ciudades y pueblos de todo el país, donde se organizaban ceremonias de bienvenida y se construían altares para exponerlas, dentro de recipientes de cristal. En un caso concreto, se fletó un avión con el propósito específico de transportar una de estas réplicas a una fábrica de Shanghái. Se editaron pósteres conmemorativos; uno de los más famosos representa a un desfile de trabajadores, todos blandiendo el libro rojo de Mao, y en el centro, a hombros de los demás, un obrero sosteniendo sobre su cabeza una bandeja llena de mangos. Se fabricaron cientos de miles de objetos de mercadotecnia inspirados en los mangos: chapas, sábanas, tazas y platos. Una fábrica de cigarrillos creó una marca llamada “mango” que fue un éxito instantáneo. Incluso se produjo una película en la que el mango era un símbolo esencial para ilustrar la lucha de clases. Un poema del periodo deja claro hasta dónde llegó el delirio:

 

“¡Mirar ese mango dorado / era como mirar al Gran Líder Presidente Mao!

¡Estar delante de ese mango dorado / era como estar al lado del Presidente Mao!

Una y otra vez, tocar el mango dorado / ¡el mango dorado estaba muy caliente!

Una y otra vez oler el mango / el mango dorado era muy fragante”.

 

Cualquier honor era poco en este rapto de histeria colectiva. Mao era una especie de dios, los mangos se habían recibido de sus manos, por lo tanto, eran (los originales y las réplicas) objetos sagrados, dignos de veneración. En su estudio Los mangos itinerantes de Mao, el académico de la Universidad de Cambridge Adam Yuet Chau escribe:

 

“Para la mayoría de chinos implicados en esta fiebre, los mangos eran una experiencia visual y auditiva. Escuchaban y leían la palabra ´mangguo´ (mango en mandarín) una y otra vez, y veían los mangos, o sus réplicas, en altares o en pósteres. Sin embargo, su entendimiento del regalo de Mao no podía compararse a nuestra experiencia moderna de los mangos, ya que la mayoría de nosotros hemos comido esta fruta y la vemos en supermercados cada día. Para nosotros, los mangos no se pueden convertir en un objeto sagrado o una reliquia, mientras que para los chinos, en 1968, los exóticos mangos sí podían serlo. Por supuesto, antes tenían que haber sido tocados por Mao y ser un regalo suyo, en una época muy tumultuosa”.

 

El uso de la palabra reliquia no es trivial para intentar aproximarse a este asunto. Algunos de los peores excesos de la Revolución Cultural se cometieron contra templos religiosos, considerados símbolos de una China atrasada y feudal. Sin embargo, las masas de obreros desfilaban delante de réplicas de mangos como si fueran peregrinos cristianos ante un trozo de la cruz de Cristo. La fiebre del mango tuvo todos los trazos del fanatismo religioso, incluida la violencia: en la provincia de Guizhou, en el sur del país, miles de campesinos armados desencadenaron una batalla campal por una fotocopia en blanco y negro de un mango.

 

Pero todas las fiebres vienen y van, incluso en la China comunista de finales de los sesenta, y la del mango también tuvo su final. Tras el estallido inicial, el entusiasmo por los mangos fue decayendo poco a poco. Apenas un año y medio después, los miles de objetos de merchandising habían perdido su valor y se amontonaban por todas partes. Muchas réplicas de cera se usaban como velas durante los apagones. Con todo, hubo alguien que todavía intentó capitalizar, años después, la fiebre del mango. Fue, quién si no, Jiang Qing, esposa de Mao, la gran villana de la Revolución Cultural y, a la postre, su principal chivo expiatorio. En 1974, Imelda Marcos, primera dama de Filipinas, llevó otra caja de mangos en su visita a Pekín (parece que los políticos asiáticos de la época andaban cortos de imaginación para los regalos). Jiang Qing intentó replicar la jugada de Mao, por entonces ya muy tocado de salud, y repartió los mangos entre varias unidades de trabajadores, pero no logró el efecto deseado.

 

 

Jiang, que había sido actriz, no se desanimó, y dos años después produjo una nueva película centrada en la fruta, La canción del mango, que fue un fracaso. Poco después, Mao murió, Jiang fue arrestada, juzgada y encarcelada por su papel en la Revolución Cultural. Se acabó ahorcando en una habitación de hospital, enferma terminal de cáncer. La película se retiró de la circulación, la magia ya no surtía efecto. Ya no era posible convencer a (casi) cualquier persona de (casi) cualquier cosa, pero hubo un momento en el que fue posible; hubo un momento en el que millones de chinos enloquecieron por una caja de mangos. En 2015, en una entrevista con la BBC, una operaria de una fábrica de maquinaria pesada, testigo presencial de esta extraña fiebre, lo recordaba así: “el misterio del mango se había acabado y ya no era un icono sagrado, sino otro bien de consumo. Los jóvenes de hoy no conocen la historia, pero para aquéllos que la vivimos, cada vez que pensamos en mangos sentimos algo especial en el corazón”.

 

 

 

 

 

Jesús Gámiz (1983) estudió Periodismo en la Universidad de Sevilla. Vive en Madrid. Ha escrito artículos y reportajes sobre temas de China y Asia para El Confidencial, Altaïr, CTXT o Tapas. En Twitter: @jesusgamiz83

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