Ismael Reyes Velázquez cocina arroz a la cubana en la oficina de carga del petrolero Iballa, en el primer piso del barco. Este camarote es uno de los pocos que todavía no ha sido invadido por las ratas. En la habitación resiste la esperanza de seis marineros abandonados por su armador, que sobreviven desde hace 25 meses en Las Palmas de Gran Canaria. La tripulación ha ido perdiendo espacio contra las cucarachas y los roedores desde que su jefe dejó de pagarles y de llevarles comida y combustible. Los camarotes permanecen candados, igual que el puente de mando. Y la sala de máquinas se inunda poco a poco porque la bomba de achique no funciona. Su paciencia protege los aparatos de navegación y el motor de los ladrones, aunque vendieron la mitad de la máquina para comprar alimentos.
En el Iballa solo quedan seis marineros de los 22 que trabajaban para la compañía canaria. Aguantan día tras día con la ilusión de cobrar los salarios atrasados. Y, quizá, volver a contemplar desde el castillo de popa la estela de espuma del petrolero en los caladeros del Sáhara. Pero sus vidas dependen de la ayuda de la ONG católica Stella Maris (la Estrella de Mar, la Virgen María que guía a los marineros). Sus voluntarios les llevan cada jueves arroz, pasta, agua embotellada y bombonas de gas para los fogones. Y los tripulantes, de cuatro nacionalidades distintas, buscan una salida entre los corredores en penumbra de un barco con bandera panameña. Es el salvavidas al que se aferran.
Ismael es cubano, viste un mono azul de faena. Sus 57 años se marcan en las canas de su pelo frondoso y las arrugas de sus párpados. Lleva desde los diecisiete en la mar y sus ojos han dado la vuelta al mundo dos veces. Incluso traficó con armas cuando su hermano luchaba por la independencia de Angola. En la oficina de carga del barco corta la mitad de una cebolla para la ensalada. Él se encarga de la comida desde que el cocinero se fue hace un año. Antes era maquinista, pero ahora está rodeado de pucheros y sartenes desde que su compatriota se marchó con otros cuatro marineros, entre ellos el capitán Iglesias Sosa y el jefe de máquinas. Habían perdido la esperanza de cobrar, y volvieron a Cuba con la cartera vacía tras aguantar diez meses en el Puerto de la Luz, desde que el barco amarró el 24 de agosto de 2009. Se quedaron en tierra porque el Gobierno de Guinea Bissau había multado a la compañía canaria con 30.000 euros por suministrar gasolina sin licencia a pesqueros españoles y rusos. Y el armador se olvidó de sus marineros. Se preocupó por ellos la última vez en diciembre de ese año, cuando les llevó comida y agua. Pero desde noviembre la tripulación ya le había denunciado ante la justicia para reclamar sus sueldos. A Ismael le debe más de 10.000 euros.
En el camarote, el marinero mueve despacio sus brazos largos y fuertes. El compartimento tiene un metro y medio de ancho, y apenas hay espacio para otra persona más. En la pared hay un croquis con anotaciones técnicas sobre el petrolero monocasco, botado hace 30 años. Y en el suelo, entre garrafas de agua vacías y aparatos electrónicos, hay una bombona de gas azul traída por Stella Maris. Sin ella, no podrían cocinar, porque el gasoil que alimentaba los fuegos eléctricos del Iballa se acabó en junio de 2010. También se apagó el congelador y la luz de pasillos y habitaciones. Por eso, utilizan una linterna a pilas y palpan las barandillas para no tropezar con los peldaños estrechos de las escotillas y las escaleras.
El maquinista cubano guarda la mitad de la cebolla para los cuatro africanos de la tripulación. No necesita más para la ensalada que ha improvisado con un tomate para su compatriota Pedro Leyva Guerra. Los dos amigos comen juntos en el camarote del oficial de máquinas. Es una habitación amplia en el primer piso que se calienta con el sol del amanecer. Está dividida en tres cuartos: salón, baño y dormitorio. Estas son las paredes que cobijan desde hace 25 meses los cabreos y el hastío de los dos compañeros. Y están pintadas con su paciencia. En cambio, los otros marineros –dos ghaneses, un senegalés y un mauritano– son sombras intermitentes en las entrañas del Iballa. Solo suben a bordo para dormir y comer. Luego vuelven a vagabundear por el Puerto de la Luz mientras esperan a alguien que les dé trabajo. Su situación en el muelle es ilegal, porque sus pasaportes fueron requisados por las autoridades portuarias. Ni siquiera tienen permiso para descender hasta el Muelle Dique Reina Sofía, donde está amarrado el navío. Por eso, se conforman con “empleos mal pagados y con horarios de esclavos”, como argumenta Pedro. Entre ellos hablan en francés o en inglés, porque no saben castellano. El único que tiene contacto con los cubanos es Issa Sidi Fall, un mauritano de 30 años que se esfuerza por comprender el acento meloso y críptico de Pedro e Ismael.
Por el ojo de buey de la cocina, Ismael arroja las cáscaras de huevo solo con estirar el brazo. La basura cae en el Shkval (Ráfaga, en ruso), un barco abarloado entre el Iballa y el Agios Dionissios, un buque griego. Los tres están fondeados en paralelo, uno junto al otro. Y comparten las mismas bitas para atar sus cabos en el Muelle Dique Reina Sofía. Así, ahorran en tasas portuarias. Pero para llegar hasta uno de ellos hay que subir siempre por la escala que se descuelga del navío heleno. Y saltar los metros que separan una cubierta de otra. Debajo, las olas rompen contra el casco. A través de ese hueco cayó el marinero etíope del Iballa el 29 de julio cuando volvía de noche al barco. Se ahogó en el muelle sin que nadie se enterase, ni siquiera la autoridad portuaria que debe velar por la seguridad de las personas que pernoctan en los camarotes.
Los tres navíos comparten una misma historia de olvido, que va consumiendo poco a poco a sus tripulaciones, y lo cubre todo con óxido y desperdicios. El Shkval lleva tres años abandonado. Antes lo custodiaban el capitán y el cocinero, porque lo habían convertido en un hotel para marineros perdidos. Por unas monedas tenían cama y comida en uno de los 80 camarotes. Ahora está deshabitado y su cubierta, rojiza por la herrumbre, se desconcha por el abandono. En cambio, en el Agios Dionissios, que lleva diez años en esas aguas, duerme un vigilante agrio que bufa cada vez que un marinero pisa la cubierta de su barco. Por eso, Pedro e Ismael esquivan su mirada cuando se lo cruzan.
Los cubanos comen en el camarote del oficial de máquinas porque allí todavía no han podido entrar los roedores. Pero, a través del techo de la habitación, se oyen sus pisadas nerviosas. Pedro murmulla: “Son las ratas, ahora están en el puente de mando”. El marinero, de 67 años, es bajo y fuerte, y le gusta correr por el puerto para mantenerse en forma. Es el primer oficial del Iballa, el tripulante con mayor graduación que queda a bordo. Por eso, ejerce de capitán desde que se marchó el anterior. Habla sobre el sónar, el timón y las cartas náuticas como si fuese un vendedor: “Los aparejos de navegación están nuevos, listos para volver al Sáhara”. Aunque ya no revisa el puente de mando. Tiene miedo de abrir el candado y que bajen las pisadas nerviosas.
Pedro sigue con la cabeza el ruido de las patas en el piso superior. Entonces, suena el móvil de Ismael. Es el armador. Hasta ese día, llevaba varios meses sin preocuparse por ellos. Ahora les pide que retiren la denuncia a cambio de pagarles el salario que les debe desde el 24 de agosto de 2009. Pedro se revuelve en el sofá de piel ocre. Grita: “¡Hijo de puta!”. Y, sin coger aire, pide perdón. Tras la oferta del dueño de la empresa ve una trampa. Él, además de marino de carrera, es abogado, profesión que ejerció durante cinco años en Cuba, antes de embarcarse en 1976. La denuncia es su único amarre antes de hundirse. Es el ancla del Iballa, que intenta arañar al armador. Ismael, después de colgar, confirma con la cabeza las razones de su compañero. Sus ojos claros se ocultan por el peso de los párpados arrugados. Pedro sigue alterado, habla sin pausa enlazando frustración y hastío. Agita sus brazos en el aire para darle más énfasis a sus argumentos. “No me voy del barco hasta que cobre los 10.000 euros que me debe. Puedo sobrevivir aquí incluso sin comida. Ya me he acostumbrado a sufrir”, sentencia.
Ismael, en cambio, permanece en silencio. Y empieza a dibujar con un bolígrafo sobre una hoja de papel. Traza cuadrados como si levantase un muro de ladrillos. Recibe otra llamada en su móvil. Es su hija Berenice, de 27 años, la mediana de los tres que tiene. Telefonea desde Madrid, donde vive. Al otro lado, su padre responde desde Las Palmas de Gran Canaria: “Sí, los planes siguen como antes. Cómprame un pasaje para que pueda ir a verte dentro de una semana”. El día 30 de marzo tuvo una cita en el consulado de Cuba para optar a la doble nacionalidad. Y, dentro de un año y medio, se la concederán gracias a que su esposa, María Elena, es descendiente de españoles. Las dos mujeres son la rendija que rompe las sombras del Iballa. Con ellas quiere instalarse en la capital para buscar un nuevo trabajo y reencontrarse con Ismael y Gisele, sus otros dos hijos de 31 y 24 años, respectivamente. Aunque antes viajó a Cuba, el 5 de abril del 2010, para visitar su pueblo natal, Niquero, en la provincia de Granma. En esa localidad pesquera de la región oriental desembarcó Fidel Castro con su tropa. Y allí vuelve Ismael para renovar su permiso de salida al exterior que caduca tras 11 meses. Sin este documento, el Gobierno le consideraría emigrante y perdería su casa y sus posesiones materiales, así como el derecho a volver.
Pedro ya no puede entrar en su país desde hace tres años. Por eso, sabe que la policía española no puede expulsarle. Tiene la seguridad inquietante de un apátrida desde que recuperó su pasaporte por un favor de las autoridades. Con la documentación pudo viajar a Tenerife para hacer un curso de patrón de barco pesquero. Pero sabe que en cualquier momento se lo pueden volver a confiscar, porque vive de forma ilegal en España. A pesar de ello, se jacta de que nunca le podrán desterrar: “Si me echan de España, intentaré ir a Estados Unidos, donde está mi hermano”. Jesús Leyva Guerra vive en Miami. Es un disidente importante en la colonia desde que emigró en 1989 tras ser torturado con electrochoques y drogas psicotrópicas. Pedro reconoce, mientras sujeta el móvil en su mano, que si su situación en el Iballa se complica será la primera persona a la que avisará. “Porque él sabe hacer ruido”, sentencia.
Desde su última estancia en Cuba no ha visto a sus tres hijos: Pedro, Luis y Fernando. Cuando él se marchó, Fernando, el pequeño, estaba empezando sus estudios de Historia. Ahora tiene 24 años y termina dentro de uno. Tampoco estuvo presente cuando Luis, de 26 años, se graduó como economista. Y no conoce a su nieto, su tocayo. Es el hijo de su primogénito, un abogado de 39 años. “Mala profesión”, dice el marinero, “en Cuba está denostada porque es lo que estudió Fidel. Y el comandante sabe que somos los que podemos discutirle el poder”. Pedro no tiene permiso para pisar Santiago de Cuba, su ciudad. Y no lo dice con melancolía porque España es su segunda patria.
Sobre la mesa del camarote del oficial de máquinas el marinero despliega dos torres de libros separadas por una radio compacta a pilas. En la cima está Artificios, de Jorge Luis Borges, y El perseguidor, de Julio Cortázar. Y descendiendo por la columna se lee Fuenteovejuna, de Lope de Vega. Hay una Antología de la poesía española, que le trae a la memoria a un hermano poeta, pero entre los autores no hay ningún cubano. También reposa en la mesa un tomo grande de la Biblia, porque los dos marineros son muy religiosos. El capitán va los sábados a la iglesia con Tomás, un amigo suyo de una ONG adventista. Y el otro cubano acude los domingos a una iglesia coreana –la Full Gospel Las Palmas Church– donde traducen las misas al castellano, al inglés y al chino.
En el camarote, Ismael aprende inglés con un diccionario de bolsillo: quiere practicarlo con los tripulantes africanos. Pedro juega solo al ajedrez. No tiene rival desde que se marchó Lázaro, otro marino cubano. Contra él, las partidas eran tan duras que siempre acababan en bronca. Ahora mueve su caballo blanco con una mano, y el negro con la otra. Ismael refunfuña desde el otro extremo del compartimento: “Haces trampas incluso cuando juegas solo”. El maquinista deja el diccionario y observa un póster de la selección española de fútbol, amarillo por el sol. Está impreso por las dos caras: en una hay una fotografía de la plantilla y en la otra, fichas de todos los jugadores. Ismael pregunta a Pedro por la altura de Xavi Hernández, como si fuese una competición. Y el capitán lo acierta y añade su peso, su dorsal y los partidos que ha jugado con la camiseta roja. El santiaguero se sabe de memoria ese almanaque, y eso que hace un año y medio no sabía nada de este deporte. Ni siquiera lo había practicado, porque en Cuba es más popular el béisbol. Ismael fue quien le enseñó sobre fútbol cuando empezaron a escuchar los partidos por la radio. Ahora él es hincha del Fútbol Club Barcelona y su amigo, del Real Madrid. Después de comer, en la sobremesa hablan del próximo choque del Barça. El partido lo escucha Ismael en Madrid, con su hija Berenice y con un billete para Cuba. Está preocupado por su compañero: solo entra las sombras del Iballa. Antes de irse a la Península bromeó con él porque no iba a tener quien le cocinara. Pedro sigue el encuentro por la radio a pilas que hay en el camarote del oficial de máquinas. Y mientras Ismael viaja a Niquero para poder seguir siendo ciudadano de Cuba, Pedro ve pasar un día más desde el ojo de buey y se acuerda de su mujer, Sady Diamela, y de sus hijos.
Un mes más tarde, los dos amigos se vuelven a juntar en las tripas del Iballa. No hay noticias nuevas del armador. Sólo un rumor que les inquieta, que rompe la monotonía. Esa rutina que también les da seguridad. Porque han oído que su jefe ha cobrado una cantidad importante de dinero trabajando con otro barco, pero ellos no cobran. Por eso, Stella Maris denunció al dueño de la empresa en su nombre. Aunque pasan los meses y la tripulación sigue viviendo en los camarotes de un barco que se consume por el abandono. Y sin la ayuda de la ONG no podrían ni comer ni beber. Aun así, Pedro, Ismael, Issa y los otros marineros africanos no abandonan el Iballa. El capitán del petrolero recurre a una anécdota de Stalin para explicar su situación. “El dictador estaba en Siberia y un colaborador le preguntó por qué si la población sufría tanto, no se rebelaban. Y Stalin cogió una gallina, la desplumó y la liberó en la estepa rusa. El animal”, añade Pedro, “sintió el frío en su piel desprotegida y corrió a protegerse bajo las piernas del líder comunista. Nosotros, en estos camarotes, somos esa gallina: no tenemos a dónde ir”.
Daniel Rivas Pacheco es periodista. En Twitter: @drivaspacheco