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Los muertos siempre estarán allí

 

1.

 

Éste es un libro que lo suscita una muerte (unas muertes, pues siempre cuando alguien muere con él/ella muere, de alguna forma, todo su círculo de influencia). La madre del narrador fallece sin poder haber realizado un último viaje a Madrid a ver al hijo (el segundo hubiera sido). De esa forma, aparte de muchas otras cosas, Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre (Candaya, 2017) es el epílogo a la trilogía sobre Madrid de Sergio Galarza (Paseador de perros, JFK y La librería quemada).

 

A esto lo llamaba Jasper las “situaciones límite”, “situaciones en las que el hombre se ve llevado a filosofar porque en toda estas experiencias la realidad comparece como inescapable, como no resoluble en pensamiento. En ellas, el ser humano cobra conciencia de que es independiente, de que él no depende de alguna cosa individual o siquiera de su limitación general, sino de que depende del hecho de que es” [1].

 

 

2.

 

Si en los libros de su anterior trilogía había un trasfondo de realidad sobre la que se construía un cierto castillo imaginativo, aquí solo queda la verdad, la pura verdad. Se lamenta, de hecho, Galarza, en la última frase del libro, al decir que “Y eso es lo que duele. Cuando por fin puedo decir la verdad, ella [su madre] ya no está”.

 

Así, este es un libro que lo convoca el afán de autoconocimiento, una voluntad también de terapia y por aprender de los errores. En el caso que nos ocupa, el más grave: el sobreentendido.

 

La idea que tienen los hijos de que el amor entre padres e hijos es algo dado, incuestionable y recíproco. Pero no; o no necesariamente.

 

De hecho, retrospectivamente, se acuerda Galarza del viaje de su madre a Madrid en 2009 (la última vez que se verían en persona), y escribe: “Yo no sospechaba que su viaje era mi última oportunidad para abrazarla, reírnos y decirle que era una buena mamá”.

 

La terrible pena de lo fuertemente sentido y no dicho.

 

Que la vida y el amor se hacen de gestos es algo que ya se sabe, pero éstos han de ser anclados al mundo, a la existencia, con la fuerza cohesionadora, constructiva y censora de las palabras. Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre es, a más de otras cosas, una carta de amor y respeto hacia la madre.

 

 

3.

 

Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre es también un aprendizaje, o más bien la revelación (la puesta en palabras de un conocimiento intuitivo) de las enseñanzas maternas: “a vivir de manera intensa, pero sin mentiras ni secretos”. Y, asimismo, la certeza del inviolable lazo de influencias que existe entre padres e hijos.

 

Escribe Galarza: “Aunque quisiéramos, los hijos no podemos negar que estamos marcados por la huella de nuestros padres”.

 

La terrible certeza de que, aunque nos empeñemos, no podemos no ser lo que nuestros padres, con su personalidad, inventaron para nosotros.

 

A este respecto es interesante destacar que la historia que aquí se narra sucede en el 2011, pero sin, embargo, se escribe algunos años después. Unos años en los que ya el escritor ha sido padre de mellizos y mira desde otra perspectiva bien distinta.

 

Hubiera salido un libro muy diferente de haber sido escrita esta historia antes de la paternidad del narrador. Lo crucial en este sentido, creo yo, es el afán de decir la verdad. De no esconderse tras la velocidad, la obsesión, la melancolía, el forzado desarraigo bohemio.

 

 

4.

 

Por último, querría subrayar un tema nada menor: la vocación y el talento. Decíamos antes que uno no puede escapar del futuro que se halla escrito en la vida de nuestros padres. La madre de Galarza aparcó sus sueños de juventud (la escritura, la pintura) y los retomará más tarde, ya en la edad madura. Pero estos sueños se cumplen de manera interpuesta a través del hijo, quien abandona la abogacía por la vocación de la escritura.

 

A sabiendas de todas las penurias que ya sabe uno que habrán de sobrevenir al decidir dedicar la vida a la literatura, Galarza continúa con su empeño y, los más importante de todo, es una pulsión que viene impelida por el apoyo materno (y también paterno, aunque el padre haya estado bastante ausente de la vida de Galarza, aunque haya sido la madre quien “llevaba los pantalones” en el hogar). Así, este libro es también un agradecimiento.

 

Una ofrenda, pues.

 

Un acto de amor.

*

 

[1] Citado por Hannah Arendt en ¿Qué es la filosofía de la existencia?, Biblioteca Nueva (2018), [pág 70]

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