Son extraños. Y no me refiero a la diferencia generacional, al hecho de que las formas de divertirse y de actuar de los niños actuales me parezcan extrañas simplemente porque son distintas de las de los niños de mi generación. No, no me refiero a eso.
La pregunta sería: ahora la infancia ¿es más larga que antes, o más corta? Recuerdo que mi profesor de Básica, el Señor Moneo, nos decía que teníamos demasiado prisa por crecer, que en su infancia todos los niños llevaban pantalones cortos hasta los catorce años. Es decir, que a él le parecía que nosotros éramos menos niños que él. Su experiencia no era la misma que la de mi padre, que padeció la Guerra Civil cuando era niño y que siempre me dijo que él no había tenido infancia. Pero el Señor Moneo era un poco más joven que mi padre.
¿Y ahora? ¿La infancia es más larga o más corta que antes? Supongo que el consenso general será opinar que es más corta, que antes los niños eran más niños, que jugaban más y eran más inocentes que ahora, que los niños de ahora están más resabiados y tienen las famosas ingentes fuentes de información que a todos tanto nos admiran.
Yo tuve una infancia razonablemente feliz, si descontamos el terror que me causaba todo lo que me enseñaban en la clase de religión. Pero a algunos amigos de mi edad les zurraban de lo lindo en el colegio. No, cualquiera tiempo pasado no fue mejor.
Pero miren lo que les pasa a algunos (a muchos) niños del siglo XXI. Fracasan en el colegio. Repiten, y repiten, y suspenden, y suspenden, y tienen doce, catorce, dieciseis años y ya se sienten unos fracasados, ya sienten que han fracasado en la vida. Hay muchos niños que no logran terminar el colegio. Ya han fracasado: no tienen ni el certificado escolar. No han empezado a vivir y ya han fracasado. ¿Cómo es posible?
Los niños tienen un síndrome, síndrome de atención deficiente. Es decir, que no les interesa lo más mínimo lo que les cuentan en clase y no ponen atención. Los padres llevan el niño al médico o al psicólogo, y al niño le recetan un fármaco para «ayudarle a concentrarse». Este fármaco (normalmente los padres no lo saben) son anfetaminas. Las anfetaminas ayudan al niño a «concentrarse», pero le producen un tremendo estado de ansiedad, depresión e incluso ideas suicidas. No les estoy hablando de nada que haya leído o escuchado por ahí: se trata de un caso muy cercano, que conozco bien. Como el niño en cuestión tiene ansiedad, está deprimido y habla de que quiere morirse y de que la vida es un asco, los padres lo vuelven a llevar al médico. El médico les dice que lo lleven al psiquiatra. Y el psiquiatra le receta al niño ansiolíticos y fármacos contra la depresión.
Los padres se asombran de que a su hijo le hayan recetado anfetaminas. El médico, para defenderse, les explica que la mitad de los niños españoles reciben medicación similar.
¿No es esta una sociedad loca? ¿No nos estamos volviendo todos locos? Algunas veces hay algo que va mal, muy mal, y no lo notamos porque todos estamos aguantando el tipo y haciendo como si no pasara nada. Pero siempre hay un punto por donde el agua se desborda. Y el agua siempre se desborda por el punto más débil. Cuando nuestros niños no prestan atención porque no les interesa lo más mínimo lo que les cuentan en clase, cuando «fracasan» en su entrada en la sociedad incluso antes de entrar, cuando hay que darles anfetaminas para que estudien, cuando las anfetaminas les hacen desear suicidarse y cuando hay que darles antidepresivos para que vuelvan a estar «normales», ¿qué dice todo eso de nuestro sistema educativo, de los valores de nuestra sociedad y de nuestro modo de vida?