“Me llamo Amanda y he leído 633 libros”, me dice de golpe. Me mira fijamente con sus ojos redondos. No sé qué decirle. Es una pequeña de tez morena y mejillas regordetas. “Tengo nueve años y asisto al cuarto grado”, prosigue. Continúo en silencio, estupefacto, escuchando lo que dice casi incrédulo.
La observo con cariño y con la intriga natural de quién no sabe a ciencia cierta de qué forma es posible que una niña de su edad haya leído tantos libros. Enseguida la abrazo y la siento junto a mí. Le pido que repita a los demás el número de libros que ha leído. “He leído 633 libros”, confirma. Todos nos quedamos en silencio. Es un silencio amable, respetuoso.
Por si alguno no le cree, incluido yo, antes de sentarse en la pequeña silla que le he puesto a mi lado, toma un pequeño bolso y saca cuatro o cinco cuadernos escolares. Son sus diarios lectores, en los que consta, con resumen incluido, lo que le ha gustado y lo que no de cada libro leído. Son, en efecto, 633 libros con reseñas incluidas.
El resto de los niños sonríe alegremente. Estoy sentado junto a ellos alrededor de una pequeña mesa de lectura de la biblioteca escolar del Centro de Educación Básica ‘Teresa Madrid’ de la comunidad de Camalote, Campuca, en el centro del departamento de Lempira, occidente de Honduras.
Son las 10:00 de la mañana. Hace un día gris en la colina donde está ubicada la biblioteca. A lo lejos hay un pequeño valle con grandes reservorios de agua para los cultivos. Según los habitantes de Campuca, son todos reservorios del presidente del país.
Los niños en la mesa no parecen impacientes. Ellos siguen esperando a que sea yo quien diga lo primero, pero no estoy ahí para decirles, explicarles o “enseñarles” nada: estoy ahí para escucharlos, para verlos tan felices como son.
Por fin rompen silencio. Al escucharlos entiendo el porqué de su imaginación: aún están en comunión con la naturaleza. Y ahora, para rematar, cada uno ha leído una cantidad de libros que nadie imaginaría. La naturaleza y los libros les han hecho imaginantes de un mundo propio.
Son chicos de entre cinco y quince años de edad que caminan kilómetros para llegar a la escuela bajo cualquier condición y peligros. La mayoría es pobre, pero sus vidas se están transformando gracias al proyecto de Bibliotecas Comunitarias que auspicia Plan Internacional Honduras en dieciocho comunidades de diez municipios del departamento de Lempira: Gracias, Lepaera, la Iguala, Talgua, la Unión, San Rafael, Las Flores, San Manuel Colohete, San Marcos Caiquín y La Campa.
Cada una de ellas está distribuida de la misma forma: aulas nuevas y espaciosas pintadas con colores elegidos por los niños, estanterías coloridas, y algunas veces constituidas por cajones uno encima del otro. Se ubican muy cerca de las paredes por casi todo el espacio de las aulas.
Las secciones de libros están muy bien divididas (comunidad, pre-escolar, escolar y ciclo común), y cada una de ellas posee un símbolo de identificación pequeño que se coloca en cada libro. De esa forma los niños y los profesores siempre saben a qué sección pertenece el libro que han tomado.
Los tamaños y las formas de las mesas son variados. Las pequeñas para los más chicos, y las grandes para los mayores.
En palabras del poeta Salvador Madrid, director del programa de lectura, “las bibliotecas son máquinas creativas, laboratorios culturales escolares”.
Y no podría ser de otra manera. Unas 4.246 niñas, niños y adolescentes son beneficiados directamente con las bibliotecas y las actividades de animación lectora realizadas en ellas: bolsito lector (bolso personal de libros prestados), mochila viajera (viaje con mochilas llenas de libros para que niños de otras comunidades también lean), teatro, cine, escritura, música, etcétera.
Sólo este año, cerca de 2.393 niñas y 2.327 niños se han beneficiado de 83 mochilas viajeras, pues el proyecto está orientado a la creación de Redes Educativas. Cada biblioteca es el centro de una red.
Las bibliotecas, así como ninguna de sus actividades, sufren de exclusión de género, y las niñas se han incorporado a los procesos cognitivos y creativos con igual o mayor éxito que los niños.
Las niñas se han revelado como las lectoras más ávidas, acuciosas y constantes, a pesar que en la mayoría de las comunidades rurales del país el papel de las niñas en el hogar y en la sociedad sigue siendo tan duro como el pasado. Muchas de las actividades del hogar recaen en ellas. Aun así, las niñas lideran la mayoría de los grupos artísticos y grupos de lectura.
El proyecto es más amplio y ha considerado a la comunidad entera. Unos 51 niños y niñas con “discapacidad física” son parte de los muchos grupos artísticos. Unos 180 docentes han sido capacitados en el proyecto de animación lectora, que entre otras cosas comprende el diario lector, que registra las lecturas de los niños, maestros, padres, madres y vecinos lectores.
Además, unos 140 padres y madres de familia organizados en 20 comités de biblioteca apoyan las actividades de lectura.
El proyecto ha ido más allá de lo esperado. Las bibliotecas han dado el salto sustancial de simples aulas de lectura escolar a centros integrales de convivencia comunitaria. Ellas le han devuelto a los centros escolares su carácter de centros de reunión social, y desde ellas pueden comprenderse muchas de las actividades de la vida comunitaria.
Hasta ahora el proyecto reporta unas 28 innovaciones hechas por las propias comunidades (niños, padres, maestros) para dinamizar la lectura y mejorar o reorientar las actividades de la biblioteca.
Alejandra Ponce, niña del sexto año de la Escuela Vida Abundante del Municipio de la Unión, que comenzó a leer en la biblioteca Teresa Madrid de la misma comunidad, cree que “leer es lo mejor del mundo, por los detalles. Los detalles –dice– son extensos. Uno puede imaginar todo, conocer todo. Leyendo uno puede crear un mundo mejor, que no sea tan feo como Honduras. Un mundo lindo pero no cursi”, dice.
Alejandra es una de los niños y niñas escritores del departamento de Lempira. Ha escrito al menos seis cuentos, entre ellos ‘Blanco Nievo y las siete enanas’ ya ha sido publicado –junto a relatos de otros niños–, en El barro es nuestro corazón, un libro de cuentos infantiles escrito por los niños de las bibliotecas para otros niños, y publicado por Plan.
Dentro de las bibliotecas se han formado 20 grupos de teatro (que se han presentado 206 veces) con unos 421 actores; 20 grupos cuentacuentos con 153 niños y niñas cuenteros; 20 grupos de títeres con 154 titiriteros; 20 grupos de mino con 161 mimos; 18 grupos de cine con 130 cineastas; y 19 grupos de animación lectora con unos 319 lectores y lectoras.
Un total de 1.313 niños y niñas conforman los grupos artísticos y lideran el proceso (705 niñas y 608 niños).
Todo eso representa un éxito inusual en programas de aprendizaje y lectura infantil en el país. Se lo digo a los amigos de Plan Internacional con los que he viajado la última semana por más de doce comunidades, visitando doce bibliotecas estructuradas del mismo modo, pero con una vida propia distinta una de la otras.
Son días lluviosos en toda la región. La naturaleza está reverdecida. Los picos de las montañas de Lempira humean por la niebla. El ambiente es menos caluroso que en otras ocasiones en la ciudad de Los Confines.
“Esta semana visitaremos unas diez bibliotecas” –me dice Salva–, casi como si me preparara para jornadas largas y extenuantes. Partimos cada día entre las 8 y las 9 de la mañana con destino a las comunidades apuntadas en el calendario. Es una gira de monitoreo, conversación y complementación de libros a las bibliotecas.
Viajamos en una pick-up a veces, a veces en una Toyota Land Criuser todo terreno. Ambos nos han transportado con gran dignidad, pero, debido a las lluvias incesantes y el incontable estado de las carreteras del departamento de Lempira, nos ha sido más útil la Toyota. Ya sea que maneje Francis o Josué –que en realidad nos ha hecho el favor de acompañarnos– nos sentimos seguros de estar en buenas manos. Son chóferes habituados a esas carreteras.
Viajan con nosotros la ingeniera Elsa Guevara (quien viajó el primer día), la pedagoga Yadira Hernández, el maestro y representante de la Dirección Departamental de Educación de Lempira, Walter Tejada, y el poeta Salvador Madrid.
Me sorprendo del cariño de los niños hacia los miembros de Plan, de la vivacidad con la que juegan entre ellos, y de la expresión de felicidad con la que nos reciben. Dentro de la biblioteca ellos han creado un mundo de juegos, historias, música, actuación y sonrisas. Un mundo distinto y mejor a un mundo externo lleno de imposibilidades.
Un par de meses atrás, observando el mismo fenómeno en una comunidad de San Manuel de Colohete, el maestro Edilberto Borjas definió toda la escena es una sola palabra: felicidad. “Estos niños son felices”, me dijo. No se equivocó, porque realmente lo son.
Me han sorprendido todos, pero algunos de ellos me han causado una admiración particular, y por qué no, hasta un cierto hálito de esperanza. Espero que esta, la generación que está bullendo en el seno de esos laboratorios escolares culturales, rinda los mejores frutos para el futuro inmediato del país.
La vida de muchas comunidades ha cambiado radicalmente. Ahora tienen una oportunidad diferente y única. Muchas de ellas sobresalen a nivel nacional por sus méritos artísticos y su desempeño académico, como la comunidad de Mercedes, Las Flores, cuyo índice académico está muy por encima de la media nacional.
En la comunidad de Taragual, La Iguala, la directora del Centro Básico ‘Manuel Bonilla’, Jenny Fonseca, nos cuenta que según sus propios estudios, “la biblioteca ha ayudado y potenciado las habilidades de los niños hasta en un 75%. Y eso se demuestra en la mejora de la actitud, la lecto-escritura y el rendimiento académico”.
La biblioteca –me dice Jafeth Pérez, niño del cuarto grado del Centro Básico ‘Pompilio Ortega’ del municipio de La Iguala–, es un mundo maravilloso donde podemos aprender de todo y donde no tenemos miedo de hacer nada.
La biblioteca a la que asiste Jafeth es un ejemplo de la positiva evolución del proyecto. En ella, todos los niños lectores son también bibliotecarios, y de ese modo la biblioteca tiene un bibliotecario distinto cada día. “Así es como los niños y niñas aprenden el sentido de responsabilidad”, afirman los profesores.
Allí, al igual que en Taragual, los pequeños nos han recibido con un espectáculo de mimo, nos han ofrecido su brazo para escoltarnos hasta el interior de la biblioteca, y nos han obsequiado una flor que aún conservo entre las páginas de un libro de Rafael Heliodoro Valle, quien estaría orgulloso de ellos.
Ya de regreso a la ciudad de Gracias, entre la lluvia, la niebla y el silencio de las montañas que anuncian la noche, he pensado en lo bueno que ha sido estar ahí, en cada sitio, escuchando a los niños contar sus historias, leyendo otras y siendo felices, como pueden serlo.
Solo siento que las bibliotecas están necesitadas de una sección de habilidades y oficios, que sin duda sería muy útil para el desarrollo económico de las comunidades.
“Si no hubiese estado en cada una de estas comunidades, no creería que esto está pasado”, digo casi en susurros. Todos enmudecen, pero asienten.
Para un pequeño país que es noticia en el mundo por sus miles de muertos, las bibliotecas infantiles son un aliento, una esperanza aleccionadora.
Albany Flores Garca (Dulce Nombre de Cuimí, Honduras, 1989) es autor de los poemarios Geografía de la ausencia (2012) y El árbol hace casa al soñador (2016), y del libro de cuentos La muerte prodigiosa (2014). Ha escrito y colaborado en periódicos y revistas de Centroamérica, Cuba, Brasil, Colombia, Estados Unidos, España, México e Italia. Es fundador de la revista cultural El zángano tuerto. Su obra ha sido parcialmente traducida al italiano y portugués. Es escritor, historiador y cronista.